Eran las seis de la mañana cuando el paciente atravesó en camilla las puertas del centro. Le llevaron directamente de la sala de urgencias al quirófano. Quedó postrado sobre la mesa fría y aséptica mientras lingüistas, filólogos y poetas miraban por la ventana con los rostros sombríos. Todos menos uno, cuyo semblante no mostraba ninguna emoción y que pronto abandonó la clínica sin despedirse.
Los verbos comenzaron a temblar. Cada palabra sufrió una insuficiencia respiratoria que lo dejó exhausto. Alguien sugirió cauterizar la hemorragia de las rimas asonantes con un bisturí de altísima precisión. El jefe de la unidad solicitó de manera inmediata una trasfusión de tinta, pero en el banco no había existencias suficientes por falta de donantes. Pronto comenzaron a escuchar los estertores de la obra que yacía en el sanatorio de poemas heridos con los versos a punto de extinguirse. Todos rezaron por su alma hasta que nada más pudo hacerse por ella.
La autopsia determinó que la causa exacta de la muerte era desconocida. Pero cuentan que su creador, un hombre sensible pero implacable, le exigía demasiado y le trataba sin piedad. Así que, no pudiendo soportar la presión sobre sus letras, sucumbió.
Dicen también que el poeta al llegar a casa, se encontró con una carta de despedida en la que le pedían perdón. Estaba seguro de que él no la había escrito. Aquello le resultó muy perturbador.
Lo único que se sabe con certeza es que a partir de entonces, fue incapaz de volver a escribir nada más, y que cada vez que compraba una nueva pluma, ésta aparecía rota en su escritorio a la mañana siguiente.
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