¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
–¡Bien! ¡Bien ahí!
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
–¡Bien ahí! ¡Más rápido ahora!
Los guantes martillan la bolsa de entrenamiento. ¡Pampampampampampampam!
De pronto, Carlitos frena en seco. Amílcar levanta la vista de los puños de su pupilo, mira a su espalda y hace una mueca de sorpresa, de la cual se arrepiente al instante.
–¡Don Osvaldo…!
–Nada de Don Osvaldo –le interrumpe, todavía a unos metros, el hombre de sienes canas, traje caro y abrigo de alpaca sobre los hombros.
–¡Wonowaoh! –saluda Carlitos levantando un guante.
–He dicho que nada de Don Osvaldo.
El pupilo baja la cabeza.
–Ustedes saben por qué estoy acá.
–Nnnn… no, bueno, sí.
–¡Mmnaaooh! –mueve Carlitos la cabeza de lado a lado.
–Callate boludo –susurra Amílcar– dejame hablar a mí.
–Lo saben muy bien –dice acercándose.
–Viene a ver el entrenamiento…
–No te hagás el pelotudo. Sabés muy bien lo que se dice en la lleca. No está el horno pa’ bollos, me oís? Que acá hay mucho en juego.
–Don Osvaldo…
–Dejame de joder. Me tenés podrido, vos y el pelotudo este. ¿Quién los trajo acá? ¿Quién los sacó de la villa? Si este imbécil apenas sabe firmar. El poco cerebro que tenía lo tiene hecho mierda de los golpes.
–Don Osvaldo…
–Dejate de joder con Don Osvaldo. ¿Es lo único que sabés decir? ¿No tenés nada más que decir?
–Nosotro ’tamo laburando a full. ¡El pibe no para ni pa’ comer, casi!
Carlitos, rígido como un soldado, asiente con la cabeza. No se ha quitado el protector bucal, ni piensa quitárselo.
–No sé qué ha oído por’ahi, pero le aseguro que acá le estamo dando y dando. Meta y meta, duro y parejo, como en bolsa –y sonrió ante la redundancia de la imagen.
Carlitos hizo también una tímida mueca de sonrisa, tanta como le permitía el protector.
–Alguien les va a borrar esas sonrisas de mierda de la cara. Me parece que ustedes no se dan cuenta de lo que está pasando. O se creen que soy pelotudo. ¡¿Se creen que soy pelotudo?! ¡¿Eh?! ¡Contestame!
–¡No, no, no, no! ¡De ninguna manera! ¿Cómo me dice eso, Don Osvaldo, cómo me dice eso? Mire, acá ’tamo todo en la misma. Usté más que nadie, ya lo sé, ¡Carlito también lo sabe! pero yo también. Mire al pibe –Amílcar le aprieta las mejillas con una mano, como si fuera un bebé– ¿usté cree que, con esta carita, éste le va a fallar? ¿Despué de todo lo que usté hizo por él? ¿Despué de lo que usté hizo por su familia, por su madre? Este es como un perro, usté lo sabe. Fiel como un perro. ¡Si no da pa’ más…!
Carlitos, todavía con la mano de Amílcar agarrándole la cara, asintió como pudo con la cabeza, los ojos bien abiertos, las cejas enarcadas.
–Bueno, en una de’esa la gente esagera…
–No lo dude, Don Osvaldo. La gente es mala y va chusmeando por’ahi. Envidia, pura envidia.
–En una de’esa me estoy pasando. Pero entendeme, tengo que estar atento. Si no, acá te comen.
–¡Sin duda, Don Osvaldo, sin duda! Pero estese tranquilo, que acá el pibe no afloja y yo le estoy detrá todo el día.
–Tenés razón. Me calenté. Disculpame. Sigan laburando, sigan –dijo el gran hombre mientras atravesaba la puerta del gimnasio hacia la calle.
Carlitos escupió el protector y tragó saliva con la fuerza de un dibujo animado.
–¡Fiú! –simuló Amílcar un silbido mientras se pasaba el dorso de la mano por la frente– ’tuvo cerca esta vez… ’tuvo cerca. Dale, andá a cambiarte. Lo vamo a’cer mierda al papanata este…

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