La habitación huele a polvo y encierro, hacía tiempo no entraba. En un rincón veo una caja de madera, toscamente labrada. No recuerdo haberla visto antes. Me acerco vacilante y levantó la tapa. Adentro, un espejo que refleja mi propio rostro, pálido y demacrado. Del otro lado del cristal una sombra y detrás de ella, en la penumbra, una mirada. Dos ojos brillantes, inhumanos, fijos en mi espalda. Un escalofrío me recorre la columna vertebral. Lentamente, muy lentamente, giro la cabeza. La habitación está vacía, el espejo ríe a carcajadas y la caja ahora es un ataúd.

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