Aquella mañana de sábado el barrio se despertaba perezoso y no era para menos, todavía le aguardaba a sus calles el día y la noche más ajetreada de la semana. El empedrado, con sus huecos e irregularidades, ofrecía toda clase de oquedades para almacenar las cuatro gotas de lluvia que cayeron ayer, algún vaso derramado que salía de las tascas que poblaban los diferentes locales de la zona y algún que otro fluido corporal con el que regaban las fachadas y acababa buscando su camino entre adoquín y adoquín. Por más internacional que fuera la orina, siempre olía de un modo similar, eso lo sabía bien Antonio.

Él aprovechaba, como muchos días, las primeras horas de la mañana para pasear y hacer sus compras, consciente de que muchos grupos de ingleses, franceses, alemanes e italianos habían inaugurado la noche del viernes a lo grande y aún tardarían en salir de sus apartamentos turísticos como esporas.

El sol raspaba horizontal las coloridas fachadas que al principio parecían darle un tono optimista a los paseos, pero que ahora, señalaban claramente qué bloque de viviendas había sido captado para la noble causa de la especulación inmobiliaria. Los pocos comercios locales que resistían el franquiciado subían sus persianas. Antonio saludaba a los comerciantes que podían reconocerle, sabiendo que muy probablemente eran lo más auténtico que quedaba en su itinerario.

—¿Cómo andamos señor Antonio? ¿Le han dejado dormir hoy?

Aquellas muestras de solidaridad le recordaban que éste todavía era su barrio. Mucho antes de que su escalera se llenara de “guiris”, mucho antes de que todos sus vecinos fueran abandonando paulatinamente sus pisos, él ya estaba allí. «Menos mal que no tuviste que ver esto Carmen» ,pensaba Antonio muchas veces. Echaba de menos como su mujer se amarraba a su brazo mientras caminaban calle abajo para hacer cualquier recado. Solía recordar las primeras veces que llegaron los turistas a la escalera. Por aquel entonces, él se convirtió en enfermero y asistía a su esposa en su lento deterioro.

—¿Son guapas esas alemanas que han venido? —preguntaba una noche Carmen cuando ya cuanto apenas podía alejarse unos metros de su cama para ir al baño.

—No lo sé, pero a este paso nos deportan a Auschwitz como sigan llegando más. —espetaba Antonio para hacer reír a su mujer.

Después de su fallecimiento, las cosas fueron empeorando en la comunidad de vecinos, también en su mente. No podía vivir su duelo en paz sin tener que escuchar la jarana que poco a poco fue tomando las calles. No había semana que Antonio no ideara una manera de ahuyentar a los indeseados inquilinos de la escalera, sobre todo cuando montaban fiestas por la noche. Una mañana, aproximó el altavoz a la ventana que daba al patio de luces e hizo sonar a Manolo Escobar a todo volumen. «¿No querían conocer España? Pues que viva España para el desayuno y la resaca», en otra ocasión, dejó inservible el ascensor para sorpresa de los turistas que tenían que subir varios pisos de escalera con sus maletas. Incluso hubo un tiempo en que dejaba dormir a Pedro, el mendigo del barrio, en un recodo del rellano del portal a cambio de asustar a todo aquel ciudadano europeo que entrara en el edificio a altas horas de la noche.

En su particular cruzada encontró una causa que le dio sostén y aliciente a sus días. Pensaba que si Carmen lo estaba observando, sin duda se estaría riendo allá donde estuviera. Pero todavía no era capaz de imaginar que ese mismo día le aguardaba una última misión para honrar la memoria de su esposa. Fue de repente, sin pretenderlo. Venía de acabar sus compras con afán de resguardarse en casa y continuar con la novela que tenía a medias. Subía por las escaleras del bloque antiguo, estrechas, con pasamanos de forja de hierro pintado de negro y alguna que otra mella en los voladizos de los escalones. Lo hacía a pie, por aquello de conservar cierto estado de forma y porque su mujer siempre le tenía dicho que no se oxidara.

Fue una intuición, un instinto. Cuando recorría el descansillo del segundo piso, la puerta del apartamento 2º izquierda estaba abierta. En la entrada había unas maletas coloridas y, tras ellas, un largo pasillo de techos altos que culminaba en una estancia iluminada por el resol que entraba por la ventana interior. Aquella iluminación fue suficiente para discernir un patrón de colores inconfundible para Antonio. En la sala de estar de la antigua casa de doña Alicia, habían cambiado muchas cosas. Ya no había sitio para tapetes y puntillas, ni para muebles de madera noble y maciza, pero sí conservaba un lienzo muy especial. La obra de Carmen, la misma pintura que había regalado muchos años atrás a su vecina Alicia en agradecimiento por regar siempre las plantas cuando ellos se ausentaban en periodos vacacionales. Para Antonio era una de sus mejores obras y casi ya había olvidado que un pedacito de ella estaba tan cerca de él sin que fuera consciente de ello. Escuchó unas voces dentro del apartamento, salió de su ensimismamiento y retomó los escalones.

Llegó hasta el cuarto piso como en trance. Aquel encuentro le había hecho feliz, pero al mismo tiempo sentía que abandonaba un fragmento de su vida en el segundo piso, igual que cuando prestas un libro muy querido y nunca más te lo devuelven. Durante aquella tarde encontró compañía. Hizo la comida, descansó en el sillón, ordenó la ropa y escuchó música acompañado por el pensamiento incesante de que tenía que recuperar aquel lienzo a toda costa. En su viva imaginación, las posibilidades volaron al tiempo que la impaciencia le hacía contemplar cada vez opciones más alocadas. Al día le quedaba como mucho un par de horas de luz y todo lo que supusiera usar la franja nocturna parecía del todo menos recomendable. Podía esperar al día siguiente, pero el desasosiego estaba acabando con él. Por un segundo imaginó qué perrerías o descuidos habrían deteriorado la pintura de su esposa a manos de turistas que iban desfilando día sí y día también por aquel piso y se decidió a actuar. «Madre mía Carmen, creo que se me está yendo la cabeza», pensó para sus adentros. Observó un hueco en la pared lisa de color crema cerca de la estantería del despacho, justo donde ella había coleccionado con los años libros y libros de arte. Era un lugar perfecto para el cuadro.

Cuando bajó el primer el peldaño para dirigirse al segundo piso, todavía no estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero iba trazando en su mente algunas posibilidades. Todo estaba tranquilo en la escalera cuando llegó. De pronto sonó un portazo, pero parecía ser cosa de otra altura. Tocó al timbre de la puerta izquierda, aguardó unos segundos y trató de agudizar su oído ya desgastado para detectar movimiento en la casa. Aguardó prudente durante un minuto interminable volviendo a hacer uso del timbre, pero nada. Fue entonces cuando decidió sacar un manojo antiguo de llaves del bolsillo. Lo conservaba desde los tiempos en que doña Alicia les dio una copia de sus llaves, “por si las moscas”, decía ella. Teniendo en cuenta que sus hijos no iban mucho por allí, les pareció comprensible.

Fue probando las tres llaves que colgaban de un llavero en forma de herradura con un grabado inscrito, “Benidorm”, ponía. Cómo le gustaba el mar a aquella señora y qué poco pudo verlo en sus últimos años. La segunda llave entró a trompicones en la cerradura. Antonio se sintió como un asaltador profesional, pero le costó algunos golpes de muñeca abrir la puerta, no si antes darle un pequeño empujón con el hombro a la madera. El piso estaba casi a oscuras y aparentemente despejado. Entró con cautela y mirando de lado a lado la casa. A juzgar por el equipaje que había visto en la puerta antes, allí debían hospedarse unas cuatro personas.

La distribución de aquella casa era idéntica a la suya. Siempre era curioso entrar en los pisos de los vecinos y contemplar cómo, en el mismo espacio, cabían dimensiones paralelas, muy parecidas pero distintas al mismo tiempo a su propio hogar. Allí no había rastro de vida reciente, excepto el equipaje tirado en el suelo de las habitaciones que salían a un lado y otro del largo pasillo. Daba la sensación de que eran turistas que habían llegado en su primer día a la ciudad y habían salido con lo puesto a explorar la ciudad. Ignoraba si las siete y media era muy tarde en el país del que procedían, pero tuvo el presentimiento de que, si estaban en su primer día, querrían cenar fuera y se habrían dejado llevar por las ganas de explorar su destino vacacional.

En poco tiempo llegó a la sala de estar. Allí estaba el cuadro, casi tenía ganas de saludarlo, como a un viejo amigo. Había visto su proceso de creación. Por aquel entonces Carmen aprovechaba sus primeros años de jubilación para pintar como nunca había hecho. Había pasado por muchas fases hasta que había encontrado su propia pincelada, desde el hiperrealismo al post-impresionismo, pasando por una última fase muy suya, muy de contar cosas con su pincelada que otros no sabían, pero él sí entendía. Miró de reojo la pintura. Recordó por un instante que, por aquel entonces, Carmen pintaba de otro modo. En su última etapa, representaba muchos de los pasajes de su vida, reflexiones muy personales y escenas con una enorme carga simbólica. Las flores mustias, los pétalos arrugados en el mantel de la mesa… Nadie lo sabía, pero ella quiso decir en aquel cuadro que su tiempo estaba acabando y que nadie iba a reparar en la belleza de una flor que se marchita. Era un motivo recurrente en sus últimos cuadros. En esa pintura, el protagonismo de los pétalos granates formaba una composición casi abstracta, llena de significado que captaba la atención poderosamente por su gama bien escogida de colores intensos.

En el momento en que descolgó el cuadro de la pared, alguien estaba metiendo la llave en la cerradura de la puerta de entrada. El sobresalto casi le hizo soltar el lienzo de las manos. Los pasos se aproximaban por el pasillo, no había ninguna escapatoria digna y Antonio sabía muy bien que iba a tener que improvisar algo sacando a relucir las dotes actorales que había desarrollado en sus dos años estudiando interpretación en la universidad popular del barrio. Dos parejas llegaron a la estancia riendo y comentando algo que parecía divertidísimo en un idioma que se parecía al inglés, pero no lo era.

—¡Uy! Hola —saludó como si nada extendiendo su mano a los cuatro, debían tener entre treinta y cuarenta años. Aquellos se miraron confusos al ver a un hombre ya entrado en años soltando un cuadro para darles la mano. Parecía que aquellas miradas acabaron por designar quién era el portavoz de los cuatro y uno de los chicos, alto y con una barba rubia digna de un vikingo se adelantó un paso.

—¿Quién eres? —dijo con acento marcado, como si las sílabas ocuparan un gran espacio en su boca.

—Soy… Jacinto, encantado, soy el dueño del piso. “Is my house” —se aventuró a decir. Pensó que no era una idea tan descabellada, ya que estos bárbaros jamás veían a los propietarios de los apartamentos. Bastaba con que pusieran una contraseña en esas “cajitas” que habían atornillado en el portal para conseguir su llave y así entraban y salían a su antojo

— Vengo a llevarme este cuadro, “the painting” —alzó un poco el lienzo para remarcar su intención—, Me lo llevo para otro “apartment” —dio un paso adelante, pero los cuatro inquilinos no hicieron ademán de dejarle pasar, lo tenían arrinconado en la sala de estar.

Empezaron los murmullos. Antonio se quedó fascinado al ver como, en una situación como ésta, mantenían la calma y hablaban como si se acabaran de levantar y no quisieran despertar a nadie. En esa espera, el único lenguaje que entendía era el lenguaje de los rostros y de los gestos. Mientras permanecía retenido como un ratoncillo, interpretó que había surgido una discrepancia entre los dos hombres que le cerraban el paso. Empezó a pensar que, aunque él fuera un ladrón, podrían mostrarle algo de respeto y resolver sus diferencias después o, al menos, traducir lo que estaban diciendo. Así que, probando suerte, se envalentonó y dijo

—Bueno, me tengo que ir, “I have to go”—, Se orientó hacia el hueco que dejaban las dos mujeres. A fin de cuentas, ellas parecían más indiferentes ante esta situación.

—¡Wait, wait! Espera —dijo el barbudo que puso la palma de su mano en su hombro. Se temió lo peor —Yo quiero comprar tu pintura —dijo el vikingo con su pobre dominio de la gramática, pero con tono solemne. «Solo faltaba, si te crees que podéis comprar todo lo que se os antoje lo lleváis claro» pensó Antonio, pero en su lugar dijo —No, lo siento, no lo vendo —negó con la cabeza rotundamente. Aquella respuesta pareció disgustar a los inquilinos.

Ya se encaminaba hacia el pasillo cuando oyó a su espalda —Tengo 300 euros-dijo el extranjero —Es un cuadro magnífico ¿Tú lo has pintar? —Antonio se detuvo un instante, el precio era simbólico por supuesto, valía mucho más que eso. También se fijó en los pétalos y en la belleza que casi nadie parecía haber apreciado en vida de ella. Era la única vez que alguien ofrecía un valor económico por algo que había salido de los pinceles de su esposa.

«¿Estás viendo esto? Has vendido tu primer cuadro Carmen», pensó Antonio y sonrió como hacía años que no hacía.

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