Decidí emprender este viaje porque, aunque mi vida parecía seguir un ritmo perfecto, sentía que algo faltaba. El ruido constante de las conversaciones, las expectativas ajenas, los deberes sin fin… todo había opacado una verdad simple, pero olvidada: había perdido el contacto conmigo misma. Durante años, había dejado que las voces del mundo decidieran lo que debía ser, pero ¿quién era yo realmente, sin esas voces? No lo sabía, y tenía miedo de descubrirlo. Por eso, me marché. A un lugar lejano, apartado, sin más compañía que mi sombra y mis pensamientos.
Elegí un pequeño pueblo enclavado entre montañas, un lugar donde las horas parecían detenerse y las luces de la ciudad no podían penetrar. En ese sitio, rodeada por un paisaje que respiraba calma, sentí que finalmente podría escuchar mi voz interior. El aire fresco, las rutas solitarias, la serenidad del entorno, todo parecía invitante. Sin embargo, también me asustaba la idea de estar sola allí durante tanto tiempo. Porque, ¿quién es uno cuando no tiene a nadie más en quien reflejarse? Al principio, la idea de estar sola me llenaba de inquietud, pero sabía que era lo que necesitaba.
Los primeros días fueron los más difíciles. Aunque la belleza del paisaje me envolvía, algo dentro de mí se rebelaba. La paz exterior no podía calmar la tormenta interior. Caminaba sin rumbo fijo, buscando algo que me diera respuestas, pero el silencio parecía solo aumentar la confusión. En el día, las horas se arrastraban lentamente; por la noche, me mantenía despierta, pensando en lo que había dejado atrás, en lo que había perdido o en lo que aún no había encontrado. Cada rincón del pueblo me parecía vacío, y mi mente no dejaba de llenarlo con preguntas sin respuesta.
El aire fresco de la mañana me acariciaba el rostro, pero me encontraba inquieta mientras observaba las montañas imponentes que me rodeaban. Aquella grandiosidad me hacía sentir tan pequeña, tan diminuta en comparación con el mundo, que me preguntaba: ¿Qué sentido tiene todo esto? Me sentía invisible, como si mis pensamientos no tuvieran eco en el vasto universo. A veces, los árboles parecían reírse de mi vulnerabilidad, pero al mismo tiempo me ofrecían un refugio donde descansar de mi tormenta interna.
Pero, poco a poco, me di cuenta de que esa incomodidad era precisamente lo que debía enfrentar. No era el paisaje ni la soledad lo que me inquietaba. Era el reflejo que veía de mí misma, las sombras de mis pensamientos que nunca había querido mirar de cerca. Había huido de ellos durante tanto tiempo que ya no sabía cómo reconocerme sin el ruido de la vida cotidiana. No podía ignorar más lo que se escondía bajo la superficie.
Una tarde, mientras caminaba por un sendero estrecho, me detuve frente a un lago. El agua estaba tan tranquila que reflejaba el cielo sin distorsionar la imagen. Por un momento, me quedé observando mi reflejo. No era solo el rostro que veía en el agua, sino un cúmulo de emociones que nunca había querido reconocer. Mi mente comenzó a calmarse lentamente, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo en mi interior despertaba. Estaba aprendiendo a escucharme.
El proceso no fue fácil. Hubo momentos de inseguridad, de miedo al vacío y a la soledad que acechaban en las primeras noches. Los recuerdos, las dudas, las preguntas que había postergado durante años salían a la superficie. ¿Era suficiente? ¿Qué quería realmente para mi vida? ¿Acaso había hecho las elecciones correctas? Pero en lugar de huir, me quedé. Permití que el miedo me atravesara, que la tristeza me abrazara sin intentar negarla. Y, poco a poco, descubrí que no necesitaba las respuestas inmediatas. Lo que realmente necesitaba era darme permiso para sentir, para simplemente estar conmigo misma.
Al principio, cada paso parecía un desafío. Los senderos serpenteaban entre árboles que susurraban en el viento, como si quisieran hablarme, pero no entendía lo que decían. Me detenía a escuchar, pero las respuestas seguían siendo elusivas. Sin embargo, a medida que pasaban los días, la naturaleza se fue convirtiendo en un aliado. Las montañas, con su grandeza, me enseñaron la fuerza de la paciencia. El río, con su flujo constante, me recordó que todo llega a su tiempo. Cada amanecer me ofrecía una oportunidad para soltar lo que ya no me servía, para aceptar lo que soy sin prisa, sin juicio. Mi cuerpo, mi mente y mi alma comenzaron a alinearse con la calma del entorno.
Al principio, la soledad me había parecido una carga. Pero, en el transcurso de esos días, aprendí a verla como un regalo. Descubrí que la soledad no es un vacío, sino un espacio fértil donde puedo crecer. Ya no me asustaba estar sola, porque entendí que solo en mi compañía podía encontrar las respuestas que buscaba.
En el último día de mi viaje, mientras observaba el atardecer desde un acantilado, sentí una paz profunda que no había experimentado antes. Ya no buscaba aferrarme a un ideal de mí misma o a una imagen que los demás esperaban. Ya no sentía la necesidad de correr hacia algún destino. El viaje había sido una experiencia de aceptación, de darme cuenta de que el mayor descubrimiento es el de uno mismo, sin adornos ni expectativas externas.
Regresé a mi vida con los ojos abiertos de una manera nueva. El mundo seguía siendo el mismo, pero yo ya no lo veía con la misma mirada. El viaje no me trajo respuestas fáciles, pero me dio algo mucho más valioso: la capacidad de escuchar mi propia voz y la confianza para seguir mi propio camino. Ya no tenía miedo de estar sola, porque había aprendido a estar en paz conmigo misma.
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