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Desde la última fila, ves todas esas cabezas orientadas hacia la voz del profesor. Esas protuberancias que salen de cuerpos secuestrados por hormonas, abducidas por las redes sociales y sus mandatos, seres que han dejado atrás su personalidad para plegarse a la voluntad del grupo. La voz del profesor invita a la oración como todas las mañanas: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”.
Como un resorte automático, tus labios se mueven acorde al rezo diario. Tus ojos rebotan dando saltos entre tus compañeros «pito, pito, gorgorito», piensas en esas cabezas viles haciendo el papel de buenos chicos ¿A quién le llegará la hora primero? Por supuesto lo sabes, pero su silla está vacía todavía. En eso tu mirada se posa en el crucifijo sobre la mesa del profesor «tu sacrificio no será tan inútil como el de Cristo», te dices consciente de que nadie entenderá todo lo que has sufrido.
“Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Eso mismo escribiste en la nota de despedida que dejaste en el cajón del escritorio de tu cuarto. Piensas en cómo reaccionará tu madre al leerla, sí, seguro que ella será la primera en encontrarla. Es posible que al principio no entienda nada, pero si lee aquello podrá comprender lo que han sido estos últimos años para ti.
La mañana afuera empieza a despuntar. Parece mentira que solo aparente ser un día más. “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Afuera corretean algunos niños con sus madres y padres que se apresuran en la calle para empezar su rutina de las mañanas. Cuesta creer que siendo tan pequeños y supuestamente inocentes ya sean capaces de hacer daño a sus iguales, eso bien lo sabes tú. Y qué decir de esos padres, llevando a sus hijos a un lugar tan espeluznante como el colegio. A decir verdad, no sabes si creerlos ignorantes o cómplices. Es más fácil considerarlos ajenos a todo lo que pasa en el aula. Supones que prefieres creerlo así, de lo contrario hasta tus propios padres te habrían estado condenando a esta tortura a sabiendas. Ellos no tienen la culpa de que no hayas sabido defenderte, pero eso va a cambiar de una vez.
No ha sido una decisión fácil llegar hasta aquí, nunca tuviste el deseo de hacer daño a nadie, pero si Dios no ha hecho su trabajo en quince años, quién lo va a tener que hacer si no. De hecho, ahora te miras como si estuvieras fuera de ti mismo, como si ya pertenecieras a un plano más externo a éste, ése que nadie entiende excepto tú mismo. Tus manos son una mera herramienta y las miras como si fuera la primera vez que lo haces. Algo se ha desdoblado, algo ha salido de ti para llevar a cabo tu misión.
Sales de tu estado de ensimismamiento. Paseas la mirada por la clase y vuelves a fijarte en la silla vacía tres filas más allá. La silla más importante. Dónde se ha podido meter ese niñato ¿Es que justamente hoy no se va a dignar a aparecer? ¿Dónde estará el maldito Oliver? Debería de haber llegado jadeando como siempre, fingiendo haberse dado prisa para llegar a tiempo de empezar la oración. Con esa sonrisa que todo el mundo correspondía con agrado. El peor de todos, el mismo que podía utilizar su encanto para cautivar a los profesores y en el vestuario te robaba la ropa cuando estabas en la ducha. El que tenía un apodo para cada uno de tus deslices que podía durar meses en boca de tus compañeros. El que vino un día a hacer un trabajo a tu casa y le dijo a todo el mundo que aún dormías con un peluche. El que, el que, el que… Maldito sea él y todos los que le reían las gracias. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Los primeros rayos de sol entran por la ventana dejando ver todo un universo de polvo en suspensión entre las cabezas y el techo alto. Un caos tranquilo que no parece prever un día distinto. Ni siquiera esos rayos, ni uno solo, te alcanza. Sin embargo, sí iluminan la silla vacía de Oliver ¿Qué te quiere decir Dios con esto? ¿Se trata de otra más de tantas humillaciones? ¿Qué quiere decirte? ¿Quiere decir que lo perdones? ¿Que esperes a que venga otro día? La oración va terminando: “No nos dejes caer en la tentación”. La voz sincronizada de los alumnos te hace percibirlos como el mismo ente cómplice con el sufrimiento que te ha causado Oliver.
El cuchillo en tu bolsa y su filo tan frío como la mañana reposa en un bolsillo interior, a la espera de que, por fin, cumpla con el cometido que hace tantos días aguarda silencioso a cumplir. Alguien toca a la puerta, el tutor de la clase quiere comunicar algo al alumnado interrumpiendo la oración y a su compañero de claustro:
—Hola a todos, como ya os habréis ido enterando algunos, Oliver no vendrá en una temporada. Hemos decidido que todos nosotros vamos a enviarle una carta para darle ánimos y rezar por su recuperación — Su voz se diluye en tu mente, las compañeras de delante murmuran, la palabra “cáncer” sale de sus bocas.
Al fin, al fin… Crees entender a Dios. Una mueca que reprime una sonrisa sortea tus labios, muy al contrario que los rostros consternados y visiblemente afectados de tus compañeros.
“Y líbranos del mal, amén”.
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