Eligió al azar (o no tanto) una mesa en el medio de Paseo La Plaza. Por cierto, ¡qué lindo habían dejado aquel lugar! Se sintió cómoda de inmediato, como si la ciudad le diera la bienvenida en su propio patio de juegos. De manera extrovertida, le sonrió al mozo que la atendió. Era un chico muy amable, de gestos suaves y una expresión chispeante, que le ofrecía dos cervezas para que probara y eligiera la que mejor le pareciera. Le ofreció maní, le ofreció atención, le ofreció todo lo necesario para que ese pequeño momento fuera ameno, para que nada faltara, para que nada quedara pendiente. Un detalle que le hizo sonreír: alguien estaba dispuesto a hacer que su velada en solitario fuese especial, aunque fuera un gesto simple, casi mecánico para él.

Sonaba un enganchado de canciones de rock nacional: Attaque 77, Los Redondos, Los Tipitos, Guasones y un sinfín de música que la hacía recordar a su adolescencia con una nitidez asombrosa, con una intensidad latente recordando la vuelta a casa después del colegio y conectarse al Messenger mientras escuchaba toda esa música desde el Reproductor de Windows Media (Ella no curtía la onda del Winamp). Un par de visitas a sitios web de juegos, de chats y de foros de rock hacían de sus días un entretenimiento sin horario límite. 

Se dejó llevar. 

Tarareó primero, hasta que su voz se alzó un poco más, sin importarle si alguien la escuchaba o la miraba. De a poco, ella se soltaba. Era un oasis en medio de la rutina, un escape pequeño pero significativo. Se sentía turista en su propia ciudad, explorando sensaciones olvidadas.

Escribía.

Las palabras fluían sin estructura, pero con una honestidad brutal. Quizás no era una gran escritora, pero ese no era el punto. El punto era que en ese instante, el mundo exterior no importaba. Él no importaba. Su novio, su pareja, su gran amor, no importaba. Lo amaba, pero en este momento era irrelevante. Aquí no había una mitad de una pareja, sino una mujer, sola, sintiéndose completamente dueña de sí misma.

De todas formas, su mente seguía atada a ciertos hilos invisibles. Aún se preocupaba por el resto. Aún sentía la mirada ajena, la sensación de ser observada, juzgada quizás. «¿Estarán pensando que soy una pobre mujer sola? ¿O que me dejaron plantada?». Intentó apartar esos pensamientos que la invadían cuando comenzaba a salir, sin remedio, en solitario. Se forzó a no darle importancia a las posibles miradas que evaluaban su decisión de cenar sola, de cantar sola, de vivir sola por unas horas.

Era SU momento.

La costumbre de hacer planes siempre en compañía había creado una barrera invisible que ahora ella intentaba romper (Pero, ¿hasta cuándo?). Volver a disfrutar la ciudad sin horarios, sin acuerdos, sin mensajes preguntando «¿Ya volvés?». Era extraño y liberador a la vez.

Las guirnaldas de luces iluminaban el lugar con un resplandor cálido. La música seguía acariciándola con su melancolía dulce. Cada canción era un portal a un recuerdo. Algunas le provocaban una sonrisa, otras un leve suspiro. Su adolescencia había tenido momentos duros, pero también había sido un tiempo de descubrimientos, de primeras veces que hoy parecían tan lejanas.

No quería irse. Pero debía hacerlo.

La cuenta llegó. Un recordatorio de que los momentos mágicos también tienen un final. Se preguntó qué haría después. Volver a casa porque su perra había quedado sin luz encendida, o seguir el consejo de su novio, que desde la costa la instaba a relajarse y buscar algo interesante que hacer en la noche porteña.

No lo sabía. Tenía miles de planes en la cabeza y a la vez ninguno.

“Cuando pague la cuenta, decidiré”, pensó. Era raro, no estar atada a una urgencia, a un compromiso, a una expectativa. Esa semana el tiempo era completamente suyo. Cien por ciento suyo.

Asustaba, pero también le gustaba. La sensación de incertidumbre, de libertad pura, era como sumergirse en un agua fría al principio, pero después resultaba revitalizante.

Pagó.

Aprovechó ese pequeño tiempo muerto para seguir escribiendo. Le gustó que la atendiera el mismo mozo de antes. Se alegró de verlo una vez más. Le pagó la cerveza y dejó una buena propina. Se la había ganado, por su amabilidad, por su sonrisa cálida, por hacer de esa pequeña noche algo especial sin siquiera saberlo.

Tomó sus cosas, se acomodó la cartera y se levantó.

El domingo seguía vivo. La ciudad seguía despierta. Y ella, por primera vez en mucho tiempo, también.

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