Incluso en estos momentos de reposo escucho el eco de los tambores y las ocarinas en mi cabeza. Siento mi cuerpo atrofiado por el blasfemo baile al que me veo sometido cuando la música comienza. Escribo esto con la esperanza de conservar un poco mi cordura, de sentir que le hablo a alguien, pero mis esperanzas disminuyen cada día y ansío pronto tener el descanso que mi cobardía no me impide tener. Espero que estas páginas sirvan de advertencia a aquellos que lleguen a esta isla.
Nunca pensé que mi viaje terminaría así. El capitán nos había informado que pronto estaríamos llegando a las Antillas, pero esa noche se desató una tormenta, una tan severa como nunca había visto. A los civiles se nos pidió refugiarnos en la bodega mientras el capitán vociferaba órdenes a sus subordinados. Recuerdo el sonido de las olas tan violento, golpeando el casco del barco, mientras los truenos constantes nos hacían sobresaltarnos y sentir escalofríos. Una señora rezaba con la voz entrecortada por el llanto, una familia se abrazaba mientras titilaban de miedo, y pude notar a un joven grumete escondido detrás de unos barriles, paralizado por el temor. Cuando el agua comenzó a filtrarse, salimos corriendo a la cubierta, y no recuerdo exactamente que sucedió después. Puedo evocar el espasmo de mis piernas y pecho cuando mis ojos contemplaron el enorme torbellino que venía hacia nosotros. Luego, un relámpago, que parecía venir del interior del torbellino, encendió el cielo y no recuerdo más. Creo que me desmayé y alguien me ayudó porque, al recobrar consciencia, estaba en una barca a la deriva, con la piel insolada por el sol abrasador. La barca estaba acercándose a esta isla, que de lejos parecía normal. Si mi llegada aquí fue una coincidencia, ¡qué mala suerte! Hubiera preferido estar a la deriva mucho más tiempo, incluso convertirme en comida de tiburones me parece un mejor destino.
No había terminado de desembarcar completamente cuando me invadió una opresiva sensación de peligro. Me sentía observado y mis rodillas comenzaron a hormiguear. Pensé en retroceder, pero viendo el barco, no había agua ni alimento, las únicas provisiones que me acompañaban eran mi bolso. Medité entonces por unos segundos, pensando que mi temor era normal, el simple miedo de alguien que nunca en su vida había estado en una situación similar. Yo me dedicaba al comercio, y de hecho la razón por la que había emprendido ese viaje era por negocios.
Comencé a dar vueltas por la playa, buscando con optimismo si otros supervivientes habían naufragado en la isla, pero luego de una hora no encontré nada. El único camino que tenía disponible era hacia la jungla, cuyos árboles con su sombra comenzaban a seducirme. Solo bastó un paso, en el momento en que mis pies entraron en la jungla, comencé a escuchar una música extraña. Fuertes y dinámicos sonidos de tambores similares a una avalancha de piedras golpeando el agua, acompañados por un ritmo que me recordaba a flautas, pero que luego vi eran ocarinas, cuyo sonido fluía entre los árboles, haciendo parecer que estos cantaban. La música me hizo hervir la sangre al instante, y sobre todo me hizo sentir una fuerte ilusión de que si me acercaba encontraría lo que buscaba: personas. Pero aún sentía miedo, el miedo de estar adentrándome en algo desconocido para mí. No tenía cómo defenderme si alguna bestia me atacaba, ¿pero acaso tenía otra opción? Decidí que la precaución sería mi arma. Ahora me causa gracia recordar otras afirmaciones valientes que hice en aquel momento; debí hacerle caso a mis instintos que me decían que yo era un ratón a punto de caer en una trampa.
Estuve caminando durante horas y nunca sentí que me estuviera acercando a la música. La jungla parecía eterna y mis piernas ardían como nunca había sentido, y el calor me martillaba como un herrero a un yunque. Me despojé de algunas prendas para dejar fluir el sudor pegajoso, que junto con el aire seco y la arena, me hacían anhelar agua, no solo para calmar mi sed, sino también para quitarme toda esa inmundicia. Seguí avanzando durante bastante rato y cada paso comenzaba a suponer un esfuerzo barbárico, y de pronto todo se convirtió en una lucha contra la jungla y mi propia consciencia. La luz del sol filtrándose por los árboles a veces creaba la ilusión de figuras fantasmales entre los matorrales, los crujidos de ramas y hojas me hacían estar alerta ante cualquier posible criatura que apareciera. En todo ese rato no había visto ningún solo animal, ni insecto, ave o reptil, pero mi nariz percibía el aroma a carne y vegetación en descomposición mezclados con el del salitre y la sequedad. Entre tantas percepciones y todo el cansancio, hambre y sed que sentía, mi raciocinio comenzaba a difuminarse. Mi mente comenzaba a perder consciencia como un borracho caminando entre callejones, tambaleándose. Con la poca capacidad cognitiva que me quedaba, comencé a escuchar los tambores y ocarinas más cerca, y durante ese letargo subconsciente todo comenzó a sentirse más familiar. Y entre más perdía la consciencia, más se acercaban los sonidos, que se iban haciendo más impetuosos. Recuerdo entonces que me caí, como casi desmayado, pero cuando me levanté pude ver que había llegado a mi destino. Todo se sentía como un sueño lúcido, donde parecía estar dormido, pero percibiendo todo.
Contemplé entonces a un grupo de personas reunidas alrededor de un círculo; algunas tocaban los instrumentos que había escuchado y otras, en el centro, bailaban, energizadas. Nunca había visto algo similar; en ninguna corte del viejo mundo se bailaba de esa manera. No era un vals, no era un flamenco. Se movían como animales, pegando saltos y golpeando el suelo con una fuerza y rapidez que parecía querer despertar a seres que vivían bajo tierra. Las mujeres hacían ondear sus faldas como paraguas que giraban, y los hombres agitaban los brazos como si golpearan tambores invisibles a su alrededor. Mis ojos no comprendían lo que estaban contemplando, pero mis otros sentidos sí. Por algún motivo sentí la piel erizada y mis oídos hipnotizados, y comencé a percibir que los tambores marcaban un ritmo y las ocarinas una armonía mágica con compases que variaban progresivamente y que se sincronizaban con los latidos de mi corazón agitado. Cada movimiento de los bailarines parecía tener un significado, trazaban figuras con cada paso, y parecían inmersos en una conexión espiritual con la música.
Con cada segundo que pasaba el baile y la música me parecían más hermosos, estuve largo rato admirando ese espectáculo, esa explosión de vida y pasión. Pero a medida que comenzaba a recobrar mi consciencia, me percaté de algo que me estremeció de pies a cabeza: los músicos no eran humanos. Por los atuendos y las joyas es posible que en algún momento lo hayan sido, pero ahora solo eran entes con la piel en estado de descomposición, algunos huesos colgando, los ojos sin vida ni brillo, o cuencas completamente vacías, y un hedor insoportable a podredumbre. Los bailarines sí eran humanos, que al verlos con más detalle estaban aterrorizados, con los ojos sollozantes de pavor. Yo también me sentí paralizado de terror al percibir semejante escena, y cuando de pronto la música cesó, pude ver a un ser que, desde el fondo, observaba todo el baile con maliciosa complacencia. Era un espécimen que no parecía un miembro de la civilización, todo lo contrario. Se asemejaba a los salvajes de los que había escuchado, con una musculatura firme y el cuerpo lleno de marcas similares a jeroglíficos. Ese ser llevaba una máscara cadavérica, rodeada de plumas, y portaba un bastón con una extraña gema en la punta. Fue acercándose a los bailarines, y pareció darles una bendición. Hizo un gesto similar al de los reyes cuando nombran caballero a un hombre, y se alejó por el mismo camino por el que vino, y toda la multitud de putrefactos músicos se abalanzó sobre los bailarines y comenzaron a devorarlos.
Esa escena fue difícil de contemplar, y agradecí no tener energía y que mi garganta estuviera tan seca, pues eso evitó que gritara de pavor. Tomé la única decisión razonable. Impelido por la adrenalina, lleno de bríos de supervivencia, comencé a retroceder, siendo silencioso al principio, pero pasados unos minutos comencé a correr con desesperación. ¿Pero a dónde iba? No recordaba cuál era el camino a la playa. Se me ocurrió escalar un árbol, tratando de recordar cómo lo hacía en mi niñez. No era lo mismo. El árbol, por más que trepaba, parecía no tener final. Lograba ver la cima, las ramas, pero cada que subía era como si estas se alejaran. Y mis últimas energías se acabaron. Y cuando cerré los ojos lo vi. Vi en mi mente la máscara de calavera y plumas del ser que lideraba a ese culto malicioso.
—No puedes huir de Kuarotzhuya —dijo, con una voz gutural que retumbaba en las paredes de mi cabeza.
Yo no pude resistir los siguientes sucesos. Simplemente perdí la consciencia, y cuando la recuperé, me sentí víctima del compás de armonía demencial de los tambores y el agudo y uniforme silbido de ocarinas blasfemas que resonaban como atrapadas en recintos ignotos perdidos en el tiempo.
El compás que armaban los instrumentos se hacía cada vez más detestable, la belleza percibida al principio no fue más que una jugarreta, una ilusión de Kuarotzhuya, que disfrutaba jugando con las esperanzas de sus víctimas. Me convertí en uno de los nuevos bailarines, moviéndome con languidez, con ritmo entorpecido, pero guiado por los hilos del miedo. Y en cada ocasión que bailaba, con mis ojos fijos en los de Kuarotzhuya, sentía que mi mente se adentraba más y más en confines de infinita oscuridad donde otros seres como ese habitaban, y donde mi mente no era capaz de interpretar las abstractas figuras que le eran transmitidas. Entendí en ese momento que lo que mataba no era el cansancio del baile, no era el lastre de la lúgubre música, no era el hambre, la sed o el inclemente calor. Lo que te mataba era la locura a la que Kuarotzhuya te sometía, una locura de formas geométricas inexplicables, de entidades cuyo color inconcebible se convertía en dañina radiación, de hedores malignos a muertes sucesivas nunca percibidos.
Ya yo he perdido el sentido del tiempo. A veces puedo descansar y deambular, pero esta jungla es una cárcel, sin agua ni alimento, y cuando Kuarotzhuya lo decide, regreso fácilmente al baile. No sé cuánto tiempo me quede aquí o cuando Kuarotzhuya decida convertirme en comida para sus músicos, pero si naufragas en esta isla, si encuentras estas notas, no sigas avanzando. Huye. No importa qué tan fuerte sea el hambre o la sed, no te acerques más. La música que escuchas no te llevará a ninguna civilización, solo a tu muerte. Sé fuerte, resiste y aléjate.
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