Rudemar sintió su cuerpo desfallecer. La sala de tratamiento se tornó en una nebulosa de colores pálidos y sombras parpadeantes. Intentó aferrarse a la realidad, pero sus dedos apenas respondieron. Su respiración se hizo pesada y el eco de las voces de los médicos se distorsionó en su mente hasta desvanecerse por completo.
Cuando abrió los ojos, no estaba en la sala del hospital. Se encontraba de pie en una pradera inmensa, con un cielo de tonalidades lilas y doradas. La brisa era cálida, agradable, y el aroma de las flores silvestres lo envolvía con una sensación de paz. Frente a él, sentado sobre una roca, estaba Jonathan.
—Sabía que vendrías —dijo Jonathan con una sonrisa tranquila.
Rudemar parpadeó varias veces, intentando comprender dónde estaba y qué estaba ocurriendo.
—Jon, ¿esto es un sueño?
—Tal vez. O tal vez es algo más profundo de lo que imaginas.
Se acercó a su amigo y se sentó a su lado. No había dolor en su cuerpo, ni la fatiga que lo había consumido durante tanto tiempo. Todo era distinto, ligero, casi irreal.
—Siempre me hiciste pensar —dijo Rudemar con un suspiro—. Pero dime, ¿cuál es el sentido de todo esto? De la vida, del amor, de la amistad… ¿Por qué hay personas que hacen tanto daño, que parecen no tener corazón?
Jonathan sonrió con tristeza.
—Supongo que cada quien elige su propio camino. Algunos encuentran sentido en ayudar a los demás, en compartir amor y alegría. Otros, en cambio, se pierden en su avaricia, en su frío egoísmo.
Rudemar bajó la cabeza, pensativo.
—Yo solo quería vivir bien. Encontrar algo de felicidad en medio de tanta miseria.
Jonathan le puso una mano en el hombro.
—Y lo hiciste, Rud. Tal vez no de la forma que esperabas, pero encontraste momentos de verdad, de amistad, de amor. Eso es lo que realmente importa.
Rudemar cerró los ojos y dejó que las palabras de su amigo se asentaran en su corazón.
—Me gustaría ser inmortal —dijo de pronto—. O al menos vivir un poco más.
Jonathan soltó una risa suave.
—Tal vez sea posible. Tal vez lo que somos no desaparece, sino que sigue de alguna forma.
Rudemar lo miró con curiosidad.
—Cuando te conocí —continuó Jonathan— estabas leyendo Valentina & Carsiell. Fue entonces cuando supe que eras un buen tipo. El autor de esa obra de teatro es increíble.
Rudemar sonrió levemente. Quiso responder, pero un sonido distante comenzó a retumbar en su cabeza. Era un pitido constante, molesto. Luego, voces apagadas, gritos lejanos…
Entonces, todo se desvaneció.
El hospital estaba sumido en el caos. Médicos y enfermeras corrían de un lado a otro intentando estabilizar a Rudemar, pero a las 6:45 a.m., la línea del monitor cardiaco se volvió recta. El joven había muerto.
…
Al otro lado del mundo un móvil sonaba, Daniel recibió una llamada.
—Le informo que el joven León ha muerto en medio del tratamiento experimental que estabamos patrocinando con la ONG jefe.
—¿Cómo pasó? Preguntó con señas evidentes de alteración.—¿Alguna clase de negligencia? continuó.
—Ninguna señor, todo salió según el plan, el mes pasado se hizo el deposito de los contribuyentes, la historia de su amigo que les contó en la reunion les hizo desembolsar hasta el ultimo centavo de sus bolsillos, acabamos de reportar que la falla se debió a un desperfecto eléctrico del hospital, sin embargo seguimos sus indicaciones, la maquina administradora del tratamiento que enviamos era la que estaba en el taller de mantenimiento, hemos ganado millones con el seguro, le felicito por ser un hombre rico.
—Ahora podré formar una familia, gracias Lewis.
La noticia fue recibida con una mezcla de alivio y estrategia fría. Se aseguró de que Gwen no se enterara de la verdad: que la ONG que envió el tratamiento era en realidad un negocio suyo. Rudemar había sido solo un peón en su juego financiero, un «caso de caridad» que le permitió atraer inversiones millonarias. Pero lo peor era que, además de estafar a la ONG, habían enviado un equipo defectuoso para el tratamiento de Rudemar y luego cobraron millones del seguro.
Esa noche, Daniel cenó con Gwen. Se mostró atento y cariñoso, pero en su interior calculaba cada movimiento. En medio de la cena, sacó un estuche de terciopelo y lo abrió frente a ella.
—Gwen, quiero compartir mi vida contigo. ¡Cásate conmigo!
Ella, emocionada, aceptó sin sospechar nada. Mientras tanto, en una oficina lejana perteneciente a los negocios de Daniel, se firmaban los papeles para demoler el apartamento donde Rudemar había vivido. En su lugar, se construiría una lujosa residencia para él y Gwen.
Al otro lado del país, la madre de Rudemar recibió la llamada notificándole la muerte de su hijo. El interlocutor le explicaba la situación y los procedimientos que deberían hacer para repatriarlo. Después de unos segundos de silencio, simplemente respondió:
—No lo repatrien. No hay necesidad.
Así, el cuerpo de Rudemar fue llevado al incinerador y reducido a cenizas, sin nadie que llorara por él.
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