La noticia llegó en una mañana gris, cuando el sol apenas asomaba entre las nubes y el hospital se sentía más silencioso de lo normal. Rudemar había pasado la noche en vela, debatiéndose entre la angustia y la resignación. Pero cuando los nuevos médicos entraron a su habitación, sus palabras le devolvieron algo que había perdido hace mucho: esperanza.

—Hemos recibido un nuevo tratamiento desde Cuba —dijo el doctor que se identificó como Sanders, un hombre alto de cabello entrecano—. Se ha probado desde 2026 y ha mostrado una tasa de éxito del 70%, incluso en pacientes con cáncer avanzado.

Rudemar sintió su corazón latir con fuerza.

—¿Eso significa que podría… podría sobrevivir? —preguntó con un hilo de voz.

—No queremos crear falsas expectativas —intervino la doctora que se había identificado como Reeves, una mujer de mirada compasiva—, pero es una posibilidad real. Este tratamiento ha demostrado ser efectivo, y las ONGs privadas han financiado su envío específicamente para casos como el tuyo.

Por primera vez en mucho tiempo, Rudemar sintió que el destino le daba un respiro. Las enfermeras llegaron poco después con la primera dosis. La administración fue sencilla y, en las horas siguientes, algo en él comenzó a cambiar. El peso aplastante del dolor pareció aligerarse, su energía regresó poco a poco, y la niebla en su mente comenzó a disiparse.

Esa noche, cuando Jonathan llegó a su habitación, se encontró con un Rudemar distinto.

—¡Mira esto! —exclamó Rudemar, levantando los brazos—. No me siento como un anciano al moverme.

Jonathan sonrió con alivio.

—Eso es genial, amigo. Tal vez las cosas estén cambiando para mejor.

Durante días, la esperanza floreció entre ellos. Soñaban con el futuro, con la posibilidad de salir del hospital y recuperar sus vidas. Entonces una noche, Rudemar se despertó con un ruido en el pasillo. Miró a su alrededor y notó que algo no estaba bien. La enfermera practicante corría de un lado a otro, su rostro pálido como el papel.
Parecía que había sucedido una emergencia. Cosa confirmada a la mañana siguiente.

Jonathan yacía inmóvil, su rostro tranquilo, pero su corazón había dejado de latir. Un paro cardíaco fulminante. La habitación se llenó de lágrimas y murmullos de condolencias, pero Rudemar solo pudo quedarse de pie, sintiendo cómo su pecho se quebraba en mil pedazos.

Se acercó su propio lecho, pensando el amigo que había hecho allí en ese lugar tan extraño.

—Te lo prometo, Jonathan —susurró con la voz entrecortada—. No me rendiré. Lucharé hasta el final.

Las horas siguientes fueron un torbellino de emociones. Rudemar sintió que con su amigo también se iba parte de él. El grupo de apoyo se había desintegrado despues del escandalo y el edificio parecía que había envejecido aun más en ausencia de la gente conocida.

En aquella tarde en la que caía una tormenta potente la segunda ronda del tratamiento llegó, el hospital, ya en crisis por la revelación del escándalo político, estaba en condiciones precarias, sin embargo la esperanza mantenía a Rudemar aferrado a luchar.

—Estamos listos para empezar muchacho, arrancamos. Dijo el doctor.

—Adelante, estoy listo. Respondió.

La máquina ejecutaba esos curiosos ruiditos mientras vaciaba gradualmente algunas ampollas del milagroso elixir que devolvía la vitalidad a Rudemar, sin embargo, durante el proceso de administración, un fallo eléctrico provocó un accidente grave. Un cortocircuito en el equipo liberó una dosis inadecuada del medicamento directamente en su organismo, provocando un daño físico severo.

Rudemar sintió un dolor indescriptible recorrer su cuerpo. Los gritos llenaron la habitación mientras los médicos intentaban estabilizarlo. La visión se le nubló, y antes de perder el conocimiento, un pensamiento cruzó su mente: «¿Acaso nunca voy a poder escapar de esto?».

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