El tiempo pasó, y los meses comenzaron a desgastar a Rudemar. Su cáncer empeoraba y, aunque intentaba convencerse de que podía seguir adelante, los síntomas se volvían cada vez más evidentes. Su piel había perdido color, el cansancio se instalaba en cada músculo y la tos seca le recordaba que su enfermedad avanzaba sin tregua. Jonathan, quien también recibía un tratamiento experimental por su enfermedad autoinmune, se convirtió en su apoyo más firme. Sin embargo, con el tiempo, la frecuencia de sus encuentros comenzó a disminuir.

—¿Te sientes bien? —preguntó Jonathan un día mientras compartían un almuerzo en la cafetería del hospital.

—Como alguien que está muriendo, supongo que sí —respondió Rudemar con una sonrisa irónica.

Jonathan soltó una carcajada débil y bebió un sorbo de su bebida.

—Sabes, si hay algo que admiro de ti, es tu sentido del humor. Yo estaría en una crisis existencial sin fin.

—¿Y tú no lo estás? —preguntó Rudemar, arqueando una ceja.

Jonathan lo miró con seriedad por un momento y luego desvió la vista hacia la ventana.

—Tal vez sí. Pero me aferro a la idea de que esto va a funcionar, que vamos a mejorar.

Rudemar no respondió. No tenía la misma esperanza que Jonathan. Algo en su interior le decía que las cosas no iban a terminar bien.

Varios días después muchos miembros del personal ya no veían y habían sido sustituidos por pasantes practicantes y por recién contratados sin experiencia. Ademas cosas como el agua parecían tener periodos de recorte y la calidad de la comida había bajado mucho.

Días después, mientras descansaba en su pequeña habitación del hospital, encendió la televisión sin mucho interés. Sin embargo, lo que vio lo dejó sin aliento: un escándalo gubernamental había salido a la luz. Se reveló una estruendosa artimaña del Estado en colaboración con compañías farmacéuticas para financiar una campaña electoral. En la pantalla, los reporteros hablaban de desvío de fondos, de pacientes usados como conejillos de indias y del probable cierre de hospitales tras una junta interventora.

El control remoto cayó de sus manos y sintió un vacío en el estómago.

—No… esto no puede ser real… —murmuró para sí mismo.

Con el tiempo el miedo se volvió real, varios medicos con los que había pasado fueron llevados a declarar y una junta especial tomó el control del Hospital, algunos exhibiendo públicamente su deseo de cerrar el hospital viejo y optar por construir uno privado.

Desesperado, intentó buscar a Jonathan. Su cubículo estaba al otro extremo del edificio por lo que trató de llamarle una y otra vez, pero la llamada siempre iba al buzón de voz.

—¡Vamos, Jonathan! ¡Contéstame! —susurró, con la garganta cerrada por la angustia.

Horas después, finalmente recibió un mensaje de texto.

No puedo hablar ahora. Lo siento.

Era todo lo que decía. Rudemar sintió cómo la desesperación se instalaba en su pecho. ¿Qué significaba eso? ¿Jonathan ya sabía la verdad? ¿O simplemente estaba tan asustado como él?

Buscando apoyo, decidió llamar a su madre. Marcó el número con dedos temblorosos y esperó.

—¿Mamá? —dijo cuando ella respondió.

—Rudemar… ¿cómo estás? —preguntó con un tono de incomodidad.

—No muy bien, la verdad. Mamá, ¿viste las noticias? Me han estado dando un tratamiento falso. No sé qué hacer.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Finalmente, su madre suspiró.

—Hijo… tal vez deberías volver a casa.

—¿Volver? ¿Para qué? ¿Para esperar la muerte en mi antigua habitación mientras papá finge que no existo? —soltó con amargura.

—No digas eso… solo… tal vez estar con la familia sea lo mejor.

Rudemar sintió una punzada de dolor. Sabía que su madre no le estaba ofreciendo ayuda real, solo estaba tratando de aliviar su culpa.

—Olvídalo, mamá —dijo antes de colgar.

Sintió su pecho comprimirse con la sensación de abandono. Se llevó una mano al rostro y respiró hondo antes de hacer otra llamada. Gwen.

El tono de llamada sonó varias veces antes de que ella contestara.

—Rudemar… —su voz sonaba tensa.

—Necesito hablarte —dijo él sin rodeos.

—No creo que sea buena idea —respondió ella, con un tono distante.

—¿En serio? —Rudemar sintió cómo la rabia le subía por la garganta—. Gwen, me estoy muriendo. Y el único tratamiento que tenía era una maldita farsa. ¿Ni siquiera puedes verme ahora?

—No es eso… es solo que… —Gwen hizo una pausa larga—. No quiero involucrarme más en esto. Es demasiado para mí.

—Demasiado para ti —repitió él, con incredulidad—. ¿Y qué hay de mí? ¡Estoy muriendo, Gwen! ¡Tú eras la única persona en la que aún confiaba!

—Lo siento, Rudemar… —su voz era apenas un susurro antes de que la llamada terminara.

El teléfono resbaló de su mano y cayó sobre la cama. Sintió su garganta cerrarse y un ardor insoportable en el pecho. Estaba completamente solo.

Jonathan dejó de verse con la misma frecuencia. Las veces que intentaba buscarlo en el hospital, la enfermería le decía que no podía recibir visitas. Nadie le daba respuestas, nadie parecía importarle su situación.

Finalmente, una tarde, logró encontrar a Jonathan en el pasillo del hospital. Parecía más pálido que antes, sus ojos hundidos en ojeras profundas. Rudemar se acercó rápidamente.

—Jonathan, por favor dime qué está pasando. —Su voz temblaba.

Jonathan lo miró con tristeza y suspiró.

—Nos usaron, Rudemar. Nos usaron como propaganda política. No hay cura, no hay milagro. Solo somos números en una estadística.

—¿Entonces qué hacemos? ¿Nos rendimos? —preguntó Rudemar, sintiendo su propia desesperanza reflejada en su amigo.

Jonathan bajó la mirada.

—No lo sé… solo quiero descansar.

Rudemar lo observó alejarse, sintiendo como su último vínculo con la esperanza se desmoronaba. Estaba atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar, y la única certeza que tenía era que su tiempo se estaba agotando.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS