Cómo quemar un edén

Cómo quemar un edén

Víctor Flores

03/02/2025

Cómo quemar un Edén

Que la mudanza y el tiempo me distancien del horror hoy pleno. Falta una última caja por llenar y traer a la entrada. Al respirar hondo tomo conciencia del olor negruzco. Voy al patio trasero y, en efecto, el ramaje del muro de hiedra -medio quemado, medio recuperado- todavía desprende sutil ceniza con el viento, como exhalaciones fúnebres entre sus torceduras. No sé cómo contuve el fuego esa noche, en especial en presencia de quien lo encendió. Pero no volveré a abrirle y solo papá y yo tenemos las llaves del candado.

Mucho más que el vergel se ha calcinado: la palabra familia bombea en mi mente como un corazón que sangra con cada palpitación, una presunción íntima agoniza en mis anhelos.

En la pared chamuscada veo lo que fue otrora una verde guarida de flores colgantes; en su interior, un niño pequeño. ¿No es un lujo semántico dudoso referime a aquél como yo? Si acaso nació quien quisiera llamar yo. Ese infante ensoñaba con estar no en un bonito jardín, sino en un bosque de hadas. Se embelesaba, no sentado sobre la hierba entre las rocas sino sujeto por el regazo de Quien Lo Amaba Más Que Nadie, cuyos brazos lo protegían de toda brisa más fría de la cuenta. Ante cualquier síntoma de duda o aburrimiento en la germinante cabeza del infante, esos labios gruesos y antiguos esfumaban las innecesarias inquietudes con besos pegajosos y palabras melifluas, melodías dulces como los pastelillos que ella le servía en el bien amurallado Edén.

Sin embargo, no fue el dulzor lo que lo atrajo a tocar, un verano, el fruto del árbol que acostumbraba ignorar junto a la guarida. El carnoso saco de semillas entre sus dedos brilló rojo al sol, haciéndole pensar en la luz como un enigma delicioso. Las caricias empolvadas del viento le evocaron el misterio de su murmullo, incomprendido pero real, que estremecía a colosos con múltiples miembros -los árboles- y le hacía compartir respiros con el continuo de la Tierra. Mientras mordía se posaron en el jugo insectos que luego siguió con la vista, para notar otros mil minúsculos seres con trayectorias propias en cada trozo de follaje. Ese niño, yo, sentí por primera vez el mundo, aquello en lo que existes hasta dispersarte en cenizas, el que observas, saboreas, analizas y penetras hasta que que tú te agotas y sigue rodando -¡por qué no dejaste de sacudirme cuando te rogué perdón! Ahora entiendo que no era mi estómago lo que cuidabas al vigilar que no probara la poma.

Tarde. Ya había tragado la semilla.

Navegué en secreto el mar digital -ella lo llamaba un vicio pecaminoso– y confirmé la enormidad de lo conocido y por conocer en la humanidad, mejor decir incontables humanidades. Las clases del colegio pasaron de ser un pantano al puerto de un océano, así como cada alumno alrededor era, a su vez, un otro… ¿Qué mejor prueba podía enfrentar en ese momento que una cuarentena total en la ciudad?

Durante el teletrabajo en su cuarto, papá hizo como si no estuviese en casa, procurando no interrumpir la paz del Edén que la dama había creado a su alrededor, solo para ella y su pequeño. No obstante, ahora el ya no tan pequeño pasaba todo el día en las –clases presuntuosas de la escuela, hablando todas estas voces en nuestro hogar mediante la pantalla que yo te he prestado, ¡hijito! Te tienta lo extraño, corderito huraño, te aleja de lo familiar, no es tuyo si no es personal. El atrevido no levanta la mirada- ¡déjame! Ignoré el rostro expectante bajo el dintel de mi habitación. Los dientes teñidos de caramelo se desencajaron de su sonrisa y empezaron a rechinar como el rumor que anuncia un terremoto –Ni la corrupta pantalla, ni tus apuntes o las páginas, ¡que ardan! Ardan libros de locos, con otros versos que los que te dedico, yo, quien te ama como nadie jamás hará allá afuera. Para que se deje querer hay que aplicar nomás un poquito más de presión, en las caritativas caricias, cambiar el ahínco de las palmas por el de las uñas; la benevolencia sobre el ingrato será reemplazada por medidas de otro grado- y el púbero conoció formas de crueldad que no entendía, pero en lugar de encogerse ardió más, poseído por el deseo de descubrir, descubrirse, un amor que superaba y estaba dispuesto a derrocar todo cuanto había considerado amable y familiar. Ella volvió a sacar el encendedor, mas solo consiguió aumentar el ardor en él, que gritó de vuelta y con más fuerza, así que ella llevó las tácticas a un grado mayor. Pero mientras no hubiera sangrado que la ropa del crío dejara sin tapar, lo que padre estimó conveniente fue mantener cerrado su dormitorio, oficina, por más que se alzaran los gritos de la santa creadora y de su engendro insolente, por más que los muebles volcándose golpearan las paredes como estruendos en una cámara magmática, sin tregua y creciendo -Cómo te creías capaz de hacer contrapeso conmigo, mientras te arrinconabas como loco monito, con tus pretenciosos cuadernitos, y documentos de pantalla, nunca hubo a quien más yo amara, ni otro deber que me tocara, sino tu puerta seguir golpeando, seguir entrando, mi obra magna abrazar, y de nuevo, de cada aurora a la siguiente y otra vez, hasta que al ocaso de tu inútil pubertad, de rodillas me pidas perdón, ¡purgado en lágrimas y sudor!- y la creadora sonriera, satisfecho el fin último de su cariño inicial, por el medio que fuera. Y por los medios que tuvimos te hemos desterrado de tu propio Edén, bajo leyes más grandes que las de un hogar y fuerzas más reales que la de tus fósforos y amagos de navaja.

A tales memorias me lleva esta pared carbonizada, de la guarida florida a las cenizas y de regreso. ¿Qué me dice esa bipolaridad acerca de la psique de otros, por más que yo pretenda no ser igual? Lo ajeno en el núcleo de lo familiar, el arbitrio en lo incuestionable, la demencia en quien te guía, lo inestable en la esencia de aquello en lo que más se confía, el sadismo en el amor que la sociedad declara menos directamente egoísta. ¿Hay entonces, todavía, una ilusión en mí por conocer ese mundo exterior, por buscar a esos tres amigos que creía que saludaba, lo verdadero, lo bueno y lo bello, aquellos por los que lancé a tribunales a Quien Me Ama Más Que Nadie? Estas implicaciones -y no un sentimiento de traición o añoranza- son lo que me perturba, al extremo de que hoy la realidad no parece ser sino una pesadilla encubierta, la cual quisiera suspender antes que siga desnudando sus capas, horror incomprensible y quizá sin nada que comprender.

Harto de contemplar el cadáver del Edén entro por la puerta trasera para recojer lo último del empaque. En el recodo del pasillo de los dormitorios mi andar automático frena en seco. La habitación de ella está abierta en mis narices. No pudo ser el viento. ¿Cómo puede estar aquí? ¿Mi reciente hundimiento en la memoria me impidió oír la reja siquiera?

Hemos mantenido esta puerta cerrada desde que entró la última vez. El cuarto me saluda de frente con el tufo de sus cientos de cachivaches encerrados, mas un hedor hollinoso adicional manifiesta que su dueña los ha saludado y no lo confundo con la ceniza del patio. Entre los cerros de vestidos viejos se disponen, mirándome, los muñecos de trapo con los que ella me clonaba –para mostrarte que mi amor no se agota con un número-. Los dibujos de la madre y su niño se solapan rebasando las paredes. Por cada ocasión en que jugara con lápices o crayones aunque fuese un trazo, debía rendirle el tributo de tres retratos.

Es la lindura que me provoca náuseas. Vuelvo a pensar en el abismo entre dos polos, pero el matiz que me hace querer vomitar mis propias entrañas no es la aberración ajena: ¿qué dice de mí el registro que tengo enfrente? ¿Qué tanto del último espiral de violencia lo compuse yo, como algo más que una víctima? Dos torbellinos de insanidad resonando, el palo y su astilla… Por eso no eres tuyo, eres mío.

La casa desamueblada se torna un auditorio de versos que reverberan en mi cráneo, en mis miembros que tiemblan y flaquean, como una paradoja de rechazo y soñolienta impotencia mientras sigo la voz ubicua del Edén que me engendró. Aunque me aleje, ¿podré separarme? Colillas de cigarros rodean mis pasos.

Déjame entrar en ti, corderito y repararte

Huye con tus pretensiones y volveré a llamarte

Verás cuanto era suficiente y necesario

¡ante el infierno que te has creado!

Me paraliza verla así. En una garra el encendedor, otra maldita vez. De la otra gotea el envase de alcohol con el que rato antes limpié mi escritorio, a modo de despedida, porque en él es donde crecí yo. Apilados beben del ardiente líquido los libros que me permití tener en físico durante el período en que fui libre del caos hecho autoridad. Al lado en las pilas de hojas se diluyen sobre el blanco los números y letras de mi mano cambiante por años. Apuntes sin terminar, pensamientos diarios que se registraron pero no se reflexionaron, intereses sin profundizar, problemas de álgebra por resolver… Mil ramas, naciendo y cercenándose al mismo tiempo, fueron el viaje frenético de niño a graduado.

Me lanzo contra Quien Me Ama Más Que Nadie. Un huracán mueve mis brazos y ya tengo la estatura de un hombre pero no basta, los barrancos de sus labios se curvan, del cerco de rocas amarillas como azufre brota espumosa rabia. Se abren las fauces de la oscuridad a la que estoy harto de asomarme: más allá de las melodías y las rimas, del sujeto y el predicado, de verdades y mentiras; promesas angélicas y chillidos de un matadero, una sala de torturas allá adentro para los coros desarmonizados de la conciencia ignota, nada familiar, que me observa por estos ojos vidriosos. Me mareo; dedos grasientos, invisibles manosean mi cuero cabelludo… hasta que dejo de escuchar. Acepto que lo cercano no siempre es conocido, que no todo ser querido es deseable, y de pronto la sucesión de gritos, gruñidos y murmullos se convierte en mero ruido, insignificante, ajeno hasta el vacío. Los nuevos arañazos sobre mi piel no importan por defender lo que sí me es familiar, en el escritorio.

Con esta serenidad respiro hondo, inmune al espanto de ver cómo carabineros arrastra a Quien Me Ama Más Que Nadie, a quien creí que debía gratitud por mi existencia, como si fuera equivalente a tenerla por esta última en sí misma.

Años de recuerdos cariñosos. Enseres, adornos y trastos poblaron este escenario teatral diario que fue mi hogar, pero todo cuanto llamaré íntimo y propio que no lleve en la mente o en el cuerpo, aparte de mi ropa, serán estas notas y libros. Sello las cajas, listas mis pertenencias para el período que tenga que enfrentar en la carrera a la que he entrado. Miro por última vez el patio de mi nido destrozado. Yo inauguré la quema de este edén: sonrío de orgullo.

Salgo, dando los primeros pasos mejor antes que después, a lo que a la larga se le asigna el título de vida real. Pragmatismos, idealismos, ¿pueden venir de otra parte que aprendiendo? ¿Y dónde aprender sino en la existencia completa y tal cual es? Si es posible un edén, será el que plante y riegue dentro mío para empezar, si acaso. No será uno sin sombra, pero sus luces y calidez serán genuinos, lo son, porque las llevo degustando desde que probé aquel fruto, desde que acaricié las cortezas de diez árboles y me senté conmigo mismo bajo las estrellas sin otro canto que el silencio, desde que estreché manos con otros individuos que mis falsos ídolos, como un ser humano más, en el mundo que desde entonces me había saludado, solo cuando empecé a explorarlo. Esta noche en el nuevo carrete con los compadres repetiré aquel saludo ineludible.

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