Un cliente frecuente

Un cliente frecuente

Epimo

02/02/2025

M.P. 29 años. Año y medio involucrada. Licenciada.

Ese sábado en particular estaba ocupado de los pies a la cabeza. La lluvia arrecia con fuerza en la mañana y sugiere una rutina prolongada por el resto de la jornada. En la tarde, el aguacero mengua con una apertura del cielo que deja al descubierto su cálido azul alegre, cosa impensable un par de horas antes. Si bien un hálito de pereza y flojera consecuentes de la lluvia fría y socarrona invitan a postergar el encuentro ya programado, la apertura del cielo motiva la acción. Con las labores de la tarde temprana listas, el tiempo sonríe a las intenciones de prolongar la charla lo necesario para encontrar la información justa y necesaria. El sol, ya extinguiéndose en la línea horizontal que dibujaban las montañas, baña los rostros de los transeúntes y los calienta con ese color dorado de los dioses. Ella sugiere ser avisada unas cuadras antes de llegar al lugar establecido. La calle es ciertamente solitaria y tranquila, no pasan muchos carros y los pocos transeúntes llevan el paso ligero y sereno de quien vive la vida al son de la rutina diaria. La mujer envía vía WhatsApp una foto de la casa en cuestión, que es de dos pisos, con fachada en ladrillo rojo y una reja blanca que la distingue de los dos edificios oscuros que la acompañan. Al detallarla, la casa parece incómodamente custodiada por dos edificios de cuatro pisos que la doblegan en altura y presencia. Sin saberlo, la casa de rejas blancas envía coqueteos a la memoria, que aún no se sabe ni conoce en esas calles un par de semanas atrás. Una certeza surge mientras se espera la apertura de la puerta y el inicio consecuente de una cita acordada.

—Esta casa la conozco.

Con el atrevimiento de la autorización auto asignada, se pasa por la reja blanca y se toca el timbre. Al lado de la puerta, está la ventana de un cuarto. Ese cuarto ha sido el escenario de la entrevista precedente con M.J. Curiosamente, las dos mujeres comparten el nombre de pila. Es inevitable no pensar en algún tipo de coincidencia. Al mismo tiempo, divertido imaginar que se trata de la misma mujer. En ese momento, resuena un eco de tacones que chocan contra el piso embaldosado, bajando escaleras. Son tacones altos, a juzgar por la insistencia y la fuerza con la cual caminan. Finalmente, la puerta se abre. La mujer se esconde, como si de una niña tímida y recatada se tratara, detrás de la puerta, sólo dejando ver su rostro, un rostro ciertamente marcado por el peso de algunos años. Varios sacrificios y noches en vela se leen en la expresión de ese rostro que apenas se distingue en el pasillo estrecho y oscuro.

El estrecho y corto pasillo por segunda vez, es fácil recordarlo. La primera puerta a la derecha está cerrada, la luz se reconoce y esparce por debajo de la misma. Se pasa de largo para franquear las escaleras al segundo piso. El cuarto es una calcomanía al anterior: una cama, un closet, una mesa de noche, un espejo vertical y un baño. Ya a la luz clara de la bombilla eléctrica, se reconoce claramente el rostro de M.P., que tiene el recato de cerrar la puerta tras ella. El recibimiento se percibe como si se tratara de un cliente habitual: Tacones altos, lencería oscura, una bata y la coquetería en sus palabras. Al recordar el propósito real del encuentro, M.P. cubre su torso con una toalla, y torciendo la vista, pretendiendo esconder un gesto que se interpreta como indignación, se sienta en la cama diciendo:

—No me acordaba.

Ofrece su cama como asiento. Se ubica estratégicamente para que las vistas se encuentren de frente y con facilidad, reservando una distancia acorde para una conversación amena.

Aunque se había acordado por medio de mensajería instantánea cierto precio para cubrir el tiempo de la entrevista, que se estima en una hora, ella se niega. Dice que el precio acordado solo cubre el rato. De la misma forma, la mujer se niega a que la entrevista sea grabada. Tampoco se le pregunta la razón.

El tono seco, frío y directo que M.P. utiliza para dar respuesta a las preguntas sugiere que, efectivamente, del rato no se pasará.

Tal vez M.P. reconoce que la incomodidad de la atmosfera, acogida por el silencio del cuarto y el brillo amarillo blanquecino de la bombilla eléctrica, es de carácter reciproco. En consecuencia, sugiere tomar nota de los aspectos relevantes de la conversación, sugerencia que es muy válida, pero dado a que el tiempo es extremadamente limitado, y no se pretende pagar más de lo acordado, la posibilidad poco valor tiene. Además, se puede perder tiempo en tomar los presuntos apuntes y el tiempo, en estas circunstancias, vale, literalmente. Sólo se toma nota de su nombre, edad y tiempo vinculado a la profesión. El resto, queda a cargo de la memoria, que se las arreglara a su modo. De todas formas, los primeros aires de la conversación indican que se trata de un viento rápido, ligero y fugaz. Así que, sin más preámbulos, se empieza la conversación.

No se presenta contexto, razón, justificación para la conversación dado el límite de tiempo. De todas maneras, M.P. no realiza pregunta alguna al respecto. En su lugar, adopta una postura ciertamente infantil, doblando sus rodillas sobre la cama e inclinando su cuerpo hacia adelante. Sus ojos, su boca y sus manos parecen dispuestas a recibir las indicaciones para que ella pueda hablar.

Inicialmente, se pretende aclarar a partir del conocimiento propio de M.P. la idea del concepto escort, su origen y la diferencia, si existe, entre esta noción y la prostitución. La mujer hace especial énfasis en este último apartado, confirmando que sí existe una diferencia en el sentido de mayor resguardo, independencia, protección y comodidad.

Ante la falta de opinión relacionada específicamente al concepto del acompañamiento escort, se retoma el cuestionamiento, cosa que M.P. evade con cierto atisbo de hostilidad, dejando en evidencia que, en este aspecto, el entrevistador tiene más noción que la mujer. Con respecto al presunto origen, la mujer no tiene ningún conocimiento.

Al tratar de ondear en lo referente a cierta connotación clasista que existe y diferencia la prostitución con la figura escort, la mujer evade el tema.

En lo referente a la legalización, ella no tiene mucho interés, ni tampoco mucha idea.

—De todas formas —dijo—, aquí van a seguir llegando.

La hostilidad es latente. Al parecer, M.P. no pretende dar más información que la necesaria. Sus respuestas así lo confirman y la falta de interés en extender la conversación con opiniones, experiencias o confesiones dan a entender su deseo de que aquello termine rápido.

En consecuencia, se cambia el rol estricto de entrevistador que se viene siguiendo. En su lugar, se adopta la postura despreocupada, ligera y empática de quien solo quiere hablar, compartir experiencias e intercambiar opiniones. Es un riesgo dado el tiempo establecido, pero, dadas las circunstancias, poco más se puede perder.

En ese sentido, se analiza uno de los aspectos en los cuales se busca hacer especial énfasis, el presunto trato de novios que tanto se anuncia y sugiere en los perfiles de la plataforma mileróticos. Se hace ofreciendo a M.P. aquella ingenua idea que entiende dicho trato como una simple y común cita entre dos enamorados. M.P. confirma la intención, admitiendo que ese tipo de servicio se puede ofrecer, pero no resulta muy frecuente.

—El servicio es, primordialmente, un acompañamiento.

En este punto, la conversación toma más ánimo y M.P. deja un poco la inhibición. Evidentemente, los servicios más requeridos recaen en el acompañamiento sexual. Al preguntar acerca del estigma relacionado con la prostitución, ella lo admite.

Si mi familia se entera…

Al hacerlo, tuerce sus ojos y tapa su boca con la mano. Al pedir más detalles, reconoce que su familia no tiene idea alguna de su ejercicio como trabajadora sexual. Si así fuera, la noticia estaría mal vista y generaría conmoción.

—¿Cómo crees que reaccionarían? —se le pregunta.

M.P. menciona que su madre quedaría igualmente sorprendida como decepcionada. Más aún, teniendo en cuenta que M.P. es licenciada. Esta confesión permite confirmar una de las propuestas establecida por el psicólogo relacionada con las diferencias entre el acompañamiento escort y la prostitución: Las mujeres escort cuentan con estudios superiores.

Sin saberlo y tal vez sin intención, la nueva disposición de M.P., que dejó atrás la hostilidad y la inhibición, da luz a las primeras cuestiones que se plantearon apenas empezada la conversación y que no tuvieron respuesta alguna. Ahora, da lugar a dejar ver su sonrisa, sus manos se mueven al ritmo de la conversación, sus ojos bailan por cada uno de los temas planteados. En este sentido, surge una idea que puede servir de explicación a la aparente reticencia de M.P. Su actitud inicial puede que responda a una forma de análisis pertinente y necesario que evalúa las reales intenciones del cliente en cuestión.

Retomando con la explicación de M.P.

—Mi mamá diría que esto no es necesario… Pero la necesidad tiene cara de perro.

Al preguntar si la necesidad es la principal razón que motiva su participación en el trabajo sexual, M.P. admite que no lo es. Si bien el principal motivante es la recompensa económica, ésta no está suscrita a una necesidad clara o latente.

—Aquí, a uno le va muy bien.

Dice abriendo sus ojos y asintiendo con la cabeza, dando más énfasis al comentario y la veracidad del mismo. A su vez, afirma que desarrolla otras labores además del trabajo sexual, pero esta última es su prioridad dada la gran demanda, cosa que da pie a la siguiente inquietud relacionada con la posibilidad de encontrar algún tipo de placer en este contexto.

—Pues es que yo estoy hecha de carne y hueso, yo también siento.

Asegura, encontrando muchas similitudes con la confesión hecha por Lucia, que la potencial extinción de la pasión puede recaer como consecuencia de muchos años de práctica y repetición. Aun así, M.P. asegura que todas estas prácticas están establecidas bajo unos límites.

—Uno tiene que establecer límites. No se puede permitir que se sobrepasen.

De esta forma, se extiende la invitación a compartir su opinión y experiencias respecto a dichos comportamientos que sobrepasan, de cierto modo, los criterios meramente sexuales para adentrarse en regiones un tanto más íntimas, rozando el sentimentalismo.

—Eso depende de cada mujer—dice ella—. Hay quienes solo reciben al tipo, bam bam, y ya está. Hay otras que sí, efectivamente se dejan dar besos y tocar toda todita… Pero eso depende de cada mujer, de su servicio y su forma de atender al cliente.

Aun así, existen excepciones.

—Yo tengo mis clientes habituales, de hace mucho tiempo. A ellos si les dejo hacer ciertas cosas que no lo permito con un primerizo. Más que nada es porque ya los conozco, de cierta forma.

En este sentido, cuando se desarrolla un aura de confianza entre cliente y la ofertante, esta última permite ciertas licencias dada la repetición y continuidad con la cual el cliente solicita el servicio.

A estas alturas, la conversación toma una dinámica más empática, espontánea, divertida y que libera, de cierta forma, a la mujer. El ratico se ha extendido a algo más de veinte minutos y el deseo de M.P. en aportar, desde su opinión y experiencias, al proyecto se reconoce cada vez que tiene la posibilidad de intervenir.

—Uno también hace de confidente y psicólogo en este trabajo.

M.P. asegura que muchos de sus clientes más habituales y frecuentes no solo buscan una complacencia en el sentido sexual.

—Ellos (los clientes), en la mayoría de los casos, te cuentan todos sus problemas, dilemas y conflictos. En estas circunstancias, tú haces casi casi de psicólogo.

Al preguntar la necesidad de estos (los clientes) por este tipo de atención, ella dice:

—Lo que pasa es que ellos buscan lo que no les dan en la casa. En muchas ocasiones, ellos no tienen con quién compartir todos los conflictos de su vida y vienen aquí no solo a desahogarse sexualmente.

Al parecer, en estos contextos, es muy frecuente que los hombres busquen complacer sus caprichos y fetiches en otros lugares fuera de casa, ya que en ella es muy poco probable que ello se dé. De la misma forma, llegar a confiar sus dilemas personales a una acompañante sexual rompe con la idea de confianza, acompañamiento y cercanía que se asocia con la familia.

—Todos los hombres son muy infieles. Es algo innato en el hombre, lo tienen pegado a la carne.

Al decirlo, la expresión en los ojos y el rostro en general de M.P. cambia drásticamente. De la alegría y despreocupación propias de la charla, pasa a una tensión y seriedad ciertamente sugerentes, dada la afirmación.

Al preguntar si saca provecho de las circunstancias para obtener mayor beneficio.

—Claro. Cuando el hombre está caliente, no le tiembla el pulso para pagar algo más.

A pesar del potencial gusto, su principal motor es el dinero. En su intencionalidad, claramente existe una predilección, énfasis y, por qué no decirlo, aprovechamiento para obtener más beneficios. Cosa que se puede confirmar. Después del recibimiento ciertamente protocolario, llegó el cobro inmediato. En su momento, no se preguntó la razón de dicha acción, dadas las circunstancias hostiles propias entre dos desconocidos, pero ahora que la conversación ha servido de enlace para unir a los dos implicados, la pregunta no se hizo esperar, suponiendo que existía un potencial antecedente que justificara la acción.

—Uno no sabe.

Es lo único que M.P. dice. Aun así y dado el ánimo descomplicado y alegre que invade la conversación, M.P. se anima a compartir una pequeña anécdota que sirve de lección y puede, del mismo modo, justificar dicha maniobra.

—Un día, se me olvidó cobrar un servicio, él tampoco dijo nada. Yo me enteré como a las dos horas. Le escribí, pero ya me había bloqueado, así que nada pude hacer. Le regalé el polvo al man.

Es inevitable no pensar en la potencial vulnerabilidad que rodea a todas estas mujeres. Dada la presunta sencillez y facilidad para contactarlas, cualquier persona tiene el potencial de hacerlo, independientemente de sus intenciones.

—Claro que existe el miedo. Yo no hago domicilios, eso sí lo tengo claro. Pero, en lo que llevo ejerciendo, no ha pasado nada, gracias a Dios. De igual forma, nos acompañamos, cuidamos y estamos pendientes unas de otras.

M.P. recibe a sus clientes en una casa regular, a unas cuantas cuadras del centro de la ciudad. Allí, ella confirma que habita con otras dos mujeres con las cuales comparte profesión.

—Nosotras estamos pendientes unas de las otras. Si escuchamos un grito o un golpe, salimos a mirar qué ha pasado. Pero nunca hemos tenido ningún altercado que lamentar.

Pretendiendo encontrar una razón desde la posición de M.P. ante la evidente y necesaria superficialidad que envuelve esta profesión, especialmente en el contexto virtual, ella menciona.

—Muchas de las fotos y descripciones en los perfiles de mileróticos son mentira. Son como un enganche para que lleguen más clientes.

Se considera en este punto de la conversación, a razón del malentendido relacionado con el tiempo acordado, ir terminando la misma. Realmente, es cierta sospecha lo que predispone esta actitud, fundamentada en el hecho de que la mujer, implementada en este propósito por algo más que el ratico, considere justo un recargo por el tiempo adicional. En este sentido, se consideran dos o tres puntos más sugeridos por la guía. Así, se retoma la perspectiva relacionada con la prostitución y su estigma. Sin más, se le pregunta a M.P. si tiene algún perjuicio o incomodidad al momento de llamarla puta.

—Yo no tengo nada con que me digan puta. De hecho, hay muchos hombres que solo pueden venirse así, diciéndote palabrotas.

Una aseveración que, ciertamente, sabe sorprender. M.P. termina por confirmar:

—Los hombres odian a las putas.

A partir de esta declaración, su semblante retoma la seriedad y hostilidad del inicio. De hecho, se puede leer cierto rencor, desprecio y antipatía que cazan casi a la perfección con su semblante al momento de afirmar que todos los hombres son infieles. En esta ocasión, es fácil descifrarla. Especialmente sus ojos, además del tono que implementa para decir lo anterior, pretenden confirmar una potencial aversión hacia los hombres.

—Juegan mucho a la doble moral. Odian a las putas, pero vienen aquí a satisfacer sus fetiches.

Esta cuestión se discute alegremente, llegando a la posible consideración de que dicho odio es de carácter recíproco.

Finalmente, la curiosidad sugiere un tema que, hasta ahora, ha pasado por alto y tiene el potencial de haber servido como preámbulo de la conversación. Los inicios de M.P. en el mundo del trabajo sexual se deben a causa de una amiga.

—Yo tenía dos compañeras en un trabajo, hace ya tiempo. Una de ellas me llamaba la atención, sabía que estaba metida en algo raro.

Al preguntar cómo llega a esa idea.

—No sé. Será intuición o sexto sentido. Finalmente, ella se salió del trabajo. Poco tiempo después, empecé a reconocer lo mismo en mi otra compañera, la que había quedado. Con ella no me aguanté la curiosidad y le pregunté en qué andaba metida.

Como ocurrió con Lucia, la escort del psicólogo, es una amistad la que finalmente acerca a las mujeres en el trabajo sexual.

—Yo le pregunté cómo era la vuelta. Ella no me dio muchos detalles, solo me dijo que ganaba muy bien.

M.P. se interesa por este último detalle, así que se anima a extender su relato.

—Yo empecé en un bar. Me sentaba en la barra y esperaba a que llegaran los clientes. El bar era feíto, pero se hacía muy buen dinero.

En estas circunstancias, se interroga si, en dicho contexto, existe la típica figura del proxeneta, que sabe sacar provecho del trabajo de las mujeres.

—No, en el bar no existía ello. El bar lo administraba una señora, muy amable. A ella solo le interesaba que los clientes consumieran, y encontraba en nosotras un muy buen aliciente a sus pretensiones. Cuando el cliente se decidía, lo arrastrabas a unas habitaciones que la mujer tenía en el fondo del bar. Ella te alquilaba la habitación por $15.000 pesos.

Compartiendo estas experiencias, M.P. ofrece lo que resulta siendo su punto de inflexión en esta profesión.

—Un día, en el bar, llegó un señor feo, pero feo, muy feo, y olía mal… El tipo, no sé por qué, se fijó en mí. Dijo que quería hacerlo conmigo, pero yo no quería. Yo me negué en un principio y él insistió. Dijo que me daba tanto y tanto otro, y yo qué no, qué no. El tipo se quejó con la administradora del bar, alegando que solo me quería a mí. Ella habló conmigo, yo seguía negándome, no quería, ni siquiera me atrevía imaginarlo. Le dije qué porqué no probaba con alguna otra mujer, pero el tipo, obstinado, solo quería conmigo. La administradora del bar me animó: Hágale mija, mire que el man le va a dar buena plata. Otra amiga, que estaba en el bar conmigo, me recordó que ésta era una de las exigencias del trabajo. Finalmente, me dije: Bueno, lo voy hacer. Si soy capaz de aguantarme esto, me graduó como trabajadora sexual. Después de esto, ya nada me quedará grande.

Así fue como M.P. se afirmó en este trabajo. Admite, igualmente, que la experiencia fue algo desagradable, pero que el tipo, de cierta forma, lo compensó con un miembro viril de tamaño considerable y una retribución económica justa y necesaria.

Finalmente, un comentario que deja en evidencia la intencionalidad de M.P. con su labor como escort:

—Si yo hubiera conocido este trabajo más joven, lo hubiera hecho sin pensármelo.

Este comentario se interpreta como conclusión para dar fin a la entrevista, que duró algo más de media hora.

Finalizada la conversación, se agradece a M.P. todo su tiempo, disposición y voluntad por ofrecer sus opiniones, ideas y experiencias. Ella, por su parte, recibe el agradecimiento, a la vez que demuestra buena voluntad para que el proyecto termine a buen recaudo.

Ella misma se encarga de abrir la puerta de su cuarto. Lidera la iniciativa para bajar las escaleras, lo hace anunciado a voz en cuello la presencia de un cliente en los corredores de la casa a fin de que el resto de mujeres preserven su intimidad y la de sus propios clientes en sus respectivos espacios. Finalmente, y como forma de despedida, retoma la buena voluntad para el buen destino del proyecto. En este sentido, el acompañamiento es total.

Afuera, la calle es primordialmente la evidencia de la oscuridad, bañada tímidamente por la luz húmeda y amarillenta del alumbrado público. Cierta certeza acompaña el paso lento, cansado y reflexivo: Muy probablemente, aquella casa presenciará un nuevo encuentro.

Existiría un visitante fiel, pero no por las razones más obvias o evidentes.

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