Mordió el frío a los huesos y el alma chilló de dolor, porque la carne había dejado el cuerpo, pero el alma se había arropado entre los huesos y los huesos sin carne no pueden besar. Los huesos sin carne no pueden acariciar. Los huesos sin carne no pueden amar. Entonces incrédulo de estas crueldades del destino trató de hacer pacto con los gusanos para que le devolvieran lo que le pertenecía, pero estos hartos de gula, no supieron responder más que con una nueva bocanada a la casi extinta carne. Sin poder defenderse más que con el grito en quietud, supo que no podría volver, que no podría regocijarse en el regazo de su amada, así que se dejó devorar, hasta que hubiera quedado la desnudez de los huesos.
En una esquina de una húmeda tumba, reposan los huesos y revolotean los pensamientos de una alma olvidada por aquellos que decían quererle. Aquí el tiempo no existe y ese es el peor infierno para quién no muere, ni vive, ni existe, ni se ve. Sin la noción del tiempo la eternidades son tan solo eso, una palabra, porque sin él todo se detiene, sin él nada existe y hasta el alma en su inmensidad se vuelve pequeña, eso se decía, eso pensaba, pero nunca dejaba el recuerdo de su amada. Después de todo es lo único que le quedaba, lo único que deseaba y lo único por lo que todavía pensaba. Entre tantos intentos no podía siquiera mover el polvo de sobre sus huesos, peor aún mover siquiera un falange, pero las mareas de lo vivo entre sus inmensos misterios trajo hasta si un pequeño halo de luz. Halo de luz por el que se veía el marchar de las ratas, bestezuelas que no se habían animado a realizarle una visita. Puesto que, unos huesos vacíos no podrían nutrir a tan avariciosos animales, ellas iban por los recién llegados, por la carne fresca, por los festines recién servidos. Los huesos nada representaban para ellas. Pero la curiosidad siempre mueve destinos, así que de entre tantas, una de ellas tenía que espiar por el pequeño agujero y así lo hizo. Esos pequeños ojos brillantes se asomaron por el pequeño orificio que separaba el alma en huesos de la rata. Su pequeña nariz se asomó, olfateó, tratando de buscar quizá algo en particular y sus manos se dedicaron a escavar. Hizo amplio el orificio, llegó hasta los huesos, observó con cierta curiosidad, se apoderó de un falange del pie izquierdo, lo mordisqueó y trató de emprender la retirada, pero un clamor detuvo al animal:
«Si haz de irte, lleva contigo todos mis huesos, tienes permiso para sacarlos hasta la luz, déjalos allí o si bien puedes, podrías rogar a tus hermanas que me lleven hasta el hogar de mi amada, no seré desagradecido contigo, una vez me hayas brindado tu ayuda, yo te brindaré exquisitos manjares.»
El animal que antes de ser animal es más humano que animal, se detuvo a pensar, chilló con fuerza y salió corriendo de la tumba. Segundos después apareció nuevamente, traía consigo a un par de sus hermanas, chillaron entre ellas, una observó los huesos de reojo y se abalanzó con ira sobre el cráneo, los mordisqueo, hasta que un par de dientes se desprendieron del maxilar. Chilló con ira, mordió la oreja de una de sus hermanas y salieron corriendo. Entonces comprendió que no me le ayudarían, seguramente no entendían lo que quería lograr. Sin embargo, las paredes de la tumba se habían debilitado con la última incursión de las ratas.
Entonces supe que en ese lugar debía esperar hasta que mis huesos se hicieran polvo y con el polvo quizá regresar a mi lugar de origen. El origen, lejano a toda comprensión de lo que es el amor, lejano al pensamiento de esas motivaciones emocionales por las que la vida es vida.
Me resigné y aquí estoy otra vez, regresé del polvo para amar otra vez, sufrir, morir y volver a la eternidad siendo lo que siempre fui; polvo y olvido.
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