¿Realmente te conoces?

No supe en qué momento el mundo dejó de girar. Todo pasó en un parpadeo, como si de repente la realidad se deshiciera ante mis ojos. Y aquí, en este pueblo, es donde comienza mi historia. Mi infierno. Un pueblo pequeño, apartado del tiempo, lleno de vida durante el día, donde las calles se inundan de personas que corren de un lado a otro, ocupadas en lo que parecen ser sus vidas atareadas. Pero esa es solo la apariencia. Porque cuando alguien sale de aquí, nunca recuerda cómo regresar porque realmente nadie sabe cómo llegó.
Se conoce el lugar, pero las coordenadas siempre parecen un misterio. Los sentimientos que uno experimenta aquí son familiares, pero las razones detrás de ellos son desconocidas. En este pueblo, lo inevitable es el sufrimiento. No es imposible de encontrar, pero la entrada siempre está oculta, camuflada en las historias que dicen que es el lugar donde puedes nadar con el diablo. Dicen que si sigues la niebla oscura que cae de las montañas lejanas, al final encontrarás lo que buscas. No importa si estás en México o en China; el destino es el mismo.
Lo extraño es que no recuerdo cómo llegué. Solo recuerdo el bosque, frío, oscuro y espeso, que recorrí hasta que las estrellas comenzaron a caer. El cielo se pintó de rojo, como si la misma sangre del universo se estuviera derramando sobre nosotros. Mientras las estrellas continuaban cayendo, algo en mí comenzó a cambiar. Mi ser se retorcía, se desvanecía y se reconstruía a la vez.
Entonces lo vi. Él. Estaba allí, ante mí, con sus alas ardiendo en un fuego tan intenso que parecía devorarlo todo a su paso. Pero él no parecía importarle. Su rostro estaba oculto tras una máscara de conejo, blanca, sucia, desfigurada por las llamas que consumían su ser.
Me miró y me dio la bienvenida a ese pueblo sin nombre, a ese lugar tan profundo, tan extraño y tan lleno de secretos aterradores. Sin pronunciar palabra, me condujo a una casa. Deshabitada. Sus paredes, manchadas de rojo y negro, parecían hechas de sombras. El tiempo había dejado su huella allí, desgastando cada rincón, cada rincón que ocultaba algo más, algo que no quería ver. Desde el momento en que crucé la puerta, sentí algo recorrer mi cuerpo, como un rayo eléctrico. Era como si estuviera siendo bañado en ácido. Mi piel ardía, pero no podía moverme. No podía huir.
La primera noche fue la más extraña. La casa estaba llena de ecos, susurrando entre las paredes como si los fantasmas del pasado aún caminara entre ellas. En el salón principal, con su suelo de madera crujiente, lo vi de nuevo. Allí estaba, con su traje blanco manchado de sangre, con su máscara de conejo, como si fuera parte de una rutina diaria. ¿Quién era él? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Y, lo más importante, seguíamos vivos?
Me quedé en silencio, sin atreverme a moverme, hasta que se fue. Sus pasos se desvanecieron, pero la sensación de su presencia persistió. Había algo en él, algo familiar, algo que ya conocía, pero no sabía qué. El miedo me invadió, pero no supe si era por él o por el inexplicable deseo de entender por qué yo estaba allí, en ese lugar tan ajeno a mi existencia.
Mis sueños comenzaron a tornarse extraños desde esa noche. Siempre me veía a mí mismo, cubierto de sangre, descendiendo desde la luna, aterrizando en un paisaje helado, blanco, un mundo que no era mío. Y allí, en medio de esa nieve, él me esperaba. Siempre llevaba la misma máscara, siempre con sus alas encendidas. Yo caía de rodillas frente a él, y las estrellas caían a mis pies, como si el mismo universo estuviera desmoronándose ante mis ojos. Mi mente no podía descansar, porque en esos sueños, él era el único que parecía real. Y, aunque el miedo me invadía, había algo más, una sensación extraña de ya haber vivido todo esto. Como si fuera un eco que se repitiera una y otra vez.
El día siguiente amaneció con gruñidos y gritos provenientes de todas direcciones, aunque el cielo estaba cubierto por una tormenta incesante. Miré por la ventana, y lo que vi me heló la sangre. Criaturas. Seres deformes, con aguijones, dientes afilados, cuerpos retorcidos y alas de pesadilla. Estaban por todas partes, corriendo sin rumbo, pasando ante mis ojos sin notar mi presencia. Cuando lo vi a él, en medio de esa confusión, su mirada me atravesó. No había necesidad de palabras. Su presencia lo decía todo. Las criaturas seguían su camino, ajenas a él, como si su existencia fuera algo completamente normal. Y yo… yo seguía sin entender por qué estaba allí, por qué me perseguían, y lo más desconcertante de todo: ¿por qué no se quitaba esa maldita máscara?
Fue entonces cuando decidí salir. Ya no soportaba más la presión. Pero me encontré perdido, como si las criaturas que me rodeaban fueran simples alucinaciones. Las paredes se pintaron de rojo cuando sentí que estaba un paso más cerca de él. Quería arrancarle esa máscara, quería descubrir qué se ocultaba debajo, pero lo único que hice fue correr, adentrarme en el bosque, huyendo de ese lugar maldito. Oía sus pasos, pesados y lentos, aplastando las ramas secas bajo sus pies. Los truenos retumbaban, el viento aullaba y los árboles comenzaban a arder. Sentí que me desvanecía, pero algo dentro de mí no podía rendirse.
Corrí durante horas, pero todo lo que veía parecía igual. Un círculo sin fin. Y entonces lo comprendí. El mundo se estaba dividiendo. Era una ilusión, una trampa. Lo miré una vez más, y ya no llevaba la máscara. Su rostro estaba allí, expuesto. Un disparo en la sien, otro en el pecho, uno más en el pie. La sangre manchó su traje blanco. Me miró con una expresión indescriptible, y murmuró unas palabras en un tono tan bajo que apenas pude oírlas:
«Nos disparaste en el pie otra vez. Nuestras lágrimas están en el techo otra vez. Nuestros ojos derraman todas sus mentiras. El mundo se tiñó de rojo otra vez. ¿Qué hicimos mal cuando estuvimos en la superficie?»
«Ponemos nuestras alas en fuego», respondí sin pensarlo, como si ya supiera la respuesta.
Y así fue como lo entendí. No era mi primera vez en este pueblo extraño. Yo vivía aquí. Yo era él. No podía escapar, ni quería. Porque él era mi reflejo, mi miedo, mi tormento. Yo era quien aterraba a los demás. Ellos podían encontrarme en la niebla espesa de las montañas, en ese pueblo donde las estrellas caen, donde el cielo es rojo como la sangre, donde criaturas de pesadilla acechan a los desprevenidos. Y si lograban salir, nunca recordarían cómo llegaron, pero siempre podrían regresar. El único sonido que resonaría en sus mentes sería su propio eco.
Ese era el lugar en el que yo existía. Un pueblo en el que lo único que sientes es lo extraño, un pueblo donde te arrodillas y rezas por mantener tu cordura.

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