Jamás pudiste notar que no había nada especial,
más que tus ojos reflejándome en su universo callado.
Nunca sentiste que cada beso era un deseo fugaz,
una plegaria lanzada al infinito,
pues tú eras solo un tal vez…
y sin querer, te logré.
Alcancé el anhelo de tenerte,
de beber el suave suspiro de nuestro amanecer,
de verte desvanecer entre las sombras del alba,
y aún así, abrazarte como si fueras eterna.
Eras más que un deseo,
eras el fuego que encendía la penumbra de mi soledad.
Y yo, ingenuo soñador,
creí que la estrella que pedí jamás se apagaría. Y se apagó, no porque no hay amor, si no porque es tiempo del adiós, es la única forma de calmar la guerra interna que llevas.
Y si en algún momento logras comprender que me amas y que no vas a castigar con palabras, que esta vez ya tienes lo que faltaba, vuelve, que para mí eres la escultura innata, de alegrías en magias pintadas en tu linda cara…
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