Los muros fronterizos se yerguen como cicatrices de piedra en la piel de la tierra, intentando contener el río indomable de la esperanza. Son obstáculos que desafían la voluntad del caminante, pero no la extinguen; más bien, la transforman en ingenio y determinación. La historia nos enseña que, allí donde se alzan murallas, florecen túneles en la sombra, manos que desafían las alturas y documentos que fingen identidades en busca de un destino más amable. La frontera, lejos de ser un límite absoluto, se convierte en un umbral que la necesidad aprende a cruzar.

Pero la migración no es un crimen que deba ser cercado, sino un susurro ancestral de la humanidad en busca de vida. No es solo una cuestión de seguridad, sino el reflejo de un mundo donde la balanza de la fortuna se inclina con brutal desigualdad. Mientras haya hambre en un rincón y abundancia en otro, mientras el eco de la guerra resuene en ciertos suelos y la paz en otros, siempre habrá pies descalzos marchando hacia el horizonte, con o sin muros que intenten detenerlos.

Las barreras de concreto y acero pueden frenar momentáneamente el paso, redirigir la senda, hacer más arduo el viaje, pero jamás sofocarán la llama que impulsa el éxodo. Por eso, la verdadera solución no está en la dureza de las rocas, sino en la sabiduría de los acuerdos, en el tejido de la cooperación, en políticas que permitan el tránsito de la esperanza sin condenar a quienes la persiguen a la clandestinidad o la muerte. Pues, al final, los muros solo resisten el tiempo que la voluntad humana les permita.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS