Y después de hundir mi cuerpo en la silla de la contemplación, el asombro me cegó. Miraba, pero no entendía; veía, pero el mundo era un laberinto que me negaba la salida. Bombas cayendo sobre civiles bajo la excusa de cazar terroristas, mientras los ecos de los aplausos ahogaban el grito de los inocentes.
La barbarie, justificándose con retórica vacía, como si las palabras fuesen máscaras suficientes para ocultar la podredumbre de las acciones.
Un pueblo atacado con pretextos tan endebles como un castillo de naipes, y entonces las mismas voces que antaño criticaban las invasiones aplaudían con fervor al invasor, porque las banderas cambian, pero el cinismo permanece. Las izquierdas y las derechas, como dos lobos de distinta piel, despedazando con los mismos colmillos en geografías distintas.
Humanos perseguidos en las avenidas de las naciones que construyeron con sus manos cansadas, y los que les daban caza, son nietos de los que un día también fueron extranjeros. Forasteros que ayer eran recibidos con sospecha, convertidos ahora en enemigos de los enemigos, y devenidos en nuevos guardianes, de fronteras que sus antepasados cruzaron.
La fuerza apretando las manos, la sangre ardiendo en los pechos, el cerebro de un inoportuno que nada comprende, y la venganza cocinándose en los sueños. Una danza grotesca donde el odio marca el compás, y la humanidad, tambaleante, sigue bailando.
Entonces, Dios, o aquello que sea la esencia que sostiene los hilos de este universo caótico, te suplico con el ardor de quien no encuentra reposo:
Cuando abandone este mundo —si acaso hay un más allá tras el último suspiro—, no me otorgues el lujo de la indiferencia, ni el peso del juicio eterno. No me condenes a regresar aquí. Imploro, con todo lo que queda de mí:
Concédeme el nacimiento en algún rincón distinto del cosmos.
Un lugar donde las estrellas no iluminen campos de batalla, donde el eco del odio no resuene, donde las manos no construyan jaulas ni muros, y donde las palabras no sirvan para justificar la crueldad.
Si hay vida después de la vida conocida, que mi próxima respiración sea bajo un cielo que no huela a pólvora ni a odios.
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