No tenía previsto ir. Ya era tarde, la oscuridad de la noche se empezaba a sentar para una de sus jornadas habituales, hacía frío, y al otro día, muy seguramente, habría que levantarse temprano. Tenía hambre, la nevera estaba vacía y para el desayuno del otro día no había más que pan duro y un par de pastillas de panela. Angie estaba sentada en la cama, en pijama, con la camisa roja descolorida y manchada, el pelo recogido. Tenía el televisor encendido mientras miraba su celular. Verla allí sentada en la cama, de esa manera, con esas pintas, en ese tedio lento y aburrido frente a su celular, dejando escapar el tiempo tan despreocupadamente, me ponía nervioso.
Busqué mi mejor pantalón y la camisa con mayor estilo formal. Alisté los zapatos, pero me dije que serían más convenientes los tenis. Me metí a la ducha, tomé un baño frío y revitalizante. Me peiné, me perfumé. Al salir del baño, pretendí reclamar su atención, pero Angie no estaba. Seguía con el celular en la mano. Le dije que me acompañara.
—Ve tú —me dijo.
No insistí. Yo la amaba, ella lo sabía bien. Sin embargo, verla allí en pijama, con el pelo recogido, con la mirada pegajosa y cansada. Tenía que hacer esfuerzos constantes y repetidos para convencerme de que así era, de que ella era la mujer que me gustaba, me agradaba. Eso me fastidiaba y me agotaba.
Busqué la dirección del lugar por Google Maps, que me dio la ubicación exacta. Era fácil llegar. Fue esa facilidad lo que me llevó, realmente, a tomar la decisión. Si no hubiera tenido la ubicación exacta del lugar, simple y llanamente no hubiera ido. Esta inquietante facilidad me llevó preguntarme cómo habría sido buscar lugares por medio de direcciones, señas o indicaciones. De igual forma, me hizo recordar a muchas personas mayores intentando aprender todas las herramientas tecnológicas que hoy día se utilizan. Me hizo recordar todas sus dificultades, obstáculos, problemas, dilemas y frustraciones para manejar, por ejemplo, un simple programa en un ordenador, o una simple aplicación de mensajería. Lo que para muchos parece algo intuitivo, para ellos parece ser algo muy difícil, complejo, imposible de entender, como si se hablara en otro idioma. Es injusto, tener que sacarlos de ese mundo simple, tranquilo, ligero en el que siempre han vivido y del cual ya están habituados para adaptarse a las rápidas, desenfrenadas y caóticas dinámicas del mundo actual. Es injusto. No hace falta mucho para encontrarme en ese mismo dilema, tratando de entender, comprender y manipular alguna inteligencia artificial o algo por el estilo. Prefiero no pensar en ello.
—¿Segura no vas?
—No. Cuando lo necesite, saldré.
Salí con casi media hora de retraso, ya que el que llega a tiempo siempre espera, y no quería esperar, más aún si iba solo. Tendría tiempo para pensar y eso era precisamente lo que no quería hacer o, mejor dicho, no era lo que me convenía.
El lugar era algo elegante, exclusivo, bien ubicado, bien adornado. Todo estaba dispuesto y la mayoría de invitados ya habían llegado. Vestidos, trajes, corbatas, zapatos, tacones, peinados, perfume, elegancia, pomposidad. De haber sabido que así estaban las cosas, hubiera preferido quedarme en casa.
Tome asiento discretamente en la parte trasera del salón, donde pasaba totalmente desapercibido. Esperé a que la ceremonia empezara. Apenas termine, me voy, pensé. Por fortuna, la ceremonia fue algo rápido, concreto, certero y sin ostentosidades innecesarias, como deben ser las cosas. Al instante, empezaron a repartir bebidas y alimentos. No había pasado más de una hora desde mi llegada, y dado que no probaba bocado desde la mañana, decidí quedarme un rato más. Una jovencita delgada, alta, con gafas, de cabello largo, liso y suelto por la espalda me ofreció con una sonrisa un plato de torta y una copa de champaña. Lo recibí y le agradecí. No me preguntó quién era ni qué relación tenía con los celebrados. Debía ser alguna sobrina o prima de alguno de ellos. La torta estaba fresca, bien humedecida con buen vino, con el agregado idóneo de dulce y el relleno justo de nueces, uvas y fruta confitada. Estaba deliciosa. Disfruté de cada bocado, como si fuera el último. No sabía cuándo volvería a probar una torta igual, o cuándo sería la próxima vez en alguna celebración. La champaña servía de acompañante para el brindis, que se hizo con rapidez y solemnidad. La desocupé de un solo tirón, y no tardaron mucho en volver a llenarla. Tuve que esperar un rato largo mientras saludaban, felicitaban y se tomaban fotos con los celebrados. La espera se alargó más de lo necesario. Afuera, el frío seguía intimidando, la ostentosidad y clase de la celebración me incomodaban. Ya había comido, que era mi prioridad, aunque me hubiera gustado asegurarme algo para el otro día. No importa, me las arreglaría de algún modo, por lo cual decidí que era momento de salir. Cuando ya iba a poner un pie fuera del salón, una mujer mayor, con un extravagante peinado y un vestido de color naranja pálido me detuvo al instante.
—No me diga que se va a ir ya.
Asentí en silencio.
—¿No va a esperar la comida?
Argumenté que ya había comido.
—No señor. Quédese otro rato, que lo mejor apenas comienza.
Me tomó del brazo, me agarró de gancho y me metió una vez más en el salón. Yo me dejé arrastrar como un niño regañado, sin muchas ganas de seguirle el paso, sabiendo de antemano que cualquier intento contrario era totalmente inútil. Me llevó a una mesa donde estaban sentadas varias mujeres, muchos niños y un par de hombres. Me presentó como Pedrito, el primo hermano de un tal Eduardo. Las mujeres saludaron con alegría y esmero, los niños me ignoraron, mientras que los hombres, con la seriedad y frialdad pegada en sus caras, no dijeron nada. Yo saludé con cordialidad. La mujer pretendía llevarme a la siguiente mesa, por fortuna, la solicitaron al frente del salón. Más tarde me enteré que Eduardo era el celebrado y Pedrito un primo hermano que había salido del país hacía ya varios años en busca de un mejor futuro. Sin pedirlo y sin pretenderlo, yo ya sabía que decir si me preguntaban quién era y qué hacía allí.
Dadas las circunstancias, creí conveniente avisar a Angie que tal vez me demoraría más de lo acordado. Fingí que me llamaban y pedí excusas en la mesa donde me hablaban. Salí a un pasillo lateral, marqué el número y me arrojó correo de voz instantáneamente. Debe estar durmiendo. Dejé un mensaje de voz.
—An, me demoro un rato, tal vez más de lo pensado. No te preocupes por mí. Te llevaré torta, y tal vez algo de comida. Chao.
Apenas ingresé una vez más al salón, un hombre ya mayor me agarró del brazo.
—¡Pedrito, mijo! Venga charlamos un rato.
Me llevó a un lado del salón, donde estaba ubicada la barra de bebidas. Aquí me dejé arrastrar con más entusiasmo, alegría y esmero.
—Venga se toma algo con el tío.
El tipo era uno de los que estaban sentados en la mesa donde la mujer del vestido naranja pálido me presentó. Tenía el pelo cano, barriga prominente, arrugas pronunciadas y la voz ronca y pesada, síntomas inequívocos de una vejez prematura. Me sentó en uno de los taburetes de la barra. Él se hizo a mi lado.
—¿Qué quiere mijo? ¿Una cerveza o un Whiskicito?
—Lo que quiera tío.
—Tráigame dos Whiskycitos mija —le dijo a la mujer detrás de la barra.
—¿Qué mijo? ¿Cómo le ha ido en los yunait esteis?
—Bien tío. Todo muy bien.
—Juicioso como siempre. Ese es mi muchacho. —dijo mientras me abrazaba con uno de sus fuertes brazos. A juzgar por el olor que desprendía su boca y el entusiasmo con el que hablaba, supe que llevaba ya varios tragos encima.
—Así sí vale la pena trabajar, ganando en dolaritos. Así se justifican los sacrificios.
Asentí en silencio.
—¿Ya se consiguió una gringuita por ahí? —me dijo, guiñándome un ojo.
—Por ahí tengo una amiguita.
—JAJAJAJAJA. Ese es mi sobrino.
Definitivamente, el tipo estaba borracho. En ese momento, llegaron las bebidas.
—¿Y qué mijo? ¿Mucho camello?
—Sí tío. Usted sabe, a los gringos no les gusta hacer ese tipo de trabajos; recepcionista, tendero, mesero. Se gana en dólares, pero así mismo se debe trabajar fuerte.
—Si, eso he escuchado. Yo le he dicho a su primo Juan Carlos que debería irse para allá, pero no quiere. Dice que no le gustan los gringos. Yo sé que, si él se va, le va a ir bien. Usted sabe cómo es su primo, es juicioso, muy juicioso.
—¿Qué está haciendo el primo?
—Rebuscándoselas mijo. Por ahí tenía una idea de abrir una tienda virtual, pero no sé en qué quedó la cosa. Venga, mijo, ¿Usted no le puede ayudar a conseguir algo por allá? Usted sabe cómo es su primo, es bien juicioso. Y sí le ayudan a conseguir algo, yo sé que lo puedo convencer para que se vaya.
—No sé tío. Es difícil.
—¿Por qué mijo? Usted sabe bien cómo es Juanca, es un muchacho trabajador. Hágale ese favor, hágale ese favor a su tío.
—Pues, tío. Voy a mirar qué puedo hacer, pero no le prometo nada.
—Hágame ese favor mijo, ¿Sí? Vea que entre familia nos tenemos que ayudar…
En ese momento, llamaron al tipo. Así me enteré que su nombre era Jesús.
—Espéreme aquí mijo. Vaya pidiendo otra ronda, que yo ya vuelvo.
Yo sabía que el tipo no iba a volver, así que no pedí nada. Eso y porque la noche aún era joven. Así es como uno se entera de los miembros de las reuniones. Uno no dice nada y se deja arrastrar, nada más. A la primera le presentan a la tía, a la sobrina, a la prima. Uno deja que los demás hablen. A las personas les gusta hablar, mucho más si se trata de la familia, mucho más si se trata de una reunión, mucho más si existe alguna razón para sentir orgullo, y siempre las hay. Poco a poco se va descifrando el árbol genealógico, las parejas, los hijos, los matrimonios, las familias. Si uno pretende información más específica o concreta de uno o del otro, solo debe hacer las preguntas correctas. Finalmente, si se quiere desentrañar todo el cúmulo de chismes, desgracias, escándalos y secretos de la familia, solo se debe condimentar todo lo anterior con alcohol, mezclado si es posible, para hacer que la lengua se desenrede y desinhiba.
Esta noche no tenía muchos ánimos de mezclarme en la reunión, así que pretendí tomarme otra copa y salir de allí. De todas formas, ya había comido esa noche. Luego reparé en que le había prometido a Angie un pedazo de torta y un plato de comida. Recordé que la amaba, o eso pretendía. Le pedí otro whisky a la mujer detrás de la barra, a la vez que le pregunté si sabía a qué hora servían la comida. Ella negó con la cabeza. Me valdría la torta, o el plato de comida, cualquier cosa con tal de no llegar con las manos vacías. Así era como acostumbraba hacer papá cuando se emborrachaba, llegaba con medio pollo o con pizza a casa, bien entrada la noche, con la vista perdida, tambaleándose, la vejiga llena y los bolsillos vacíos. En aquel entonces, cuando apenas era un niño que aprendía la ardua tarea de recordar, no sabía por qué lo hacía. Ahora, siendo ya un adulto, tampoco sé realmente por qué lo hacía. No puedo decir que lo entiendo ya que no pienso emborracharme esta noche, y no tengo dinero ni siquiera para comprar un chocoramo. Claro qué, a juzgar por la porción de la torta que me comí, es fácil asumir que se han quedado cortos con ella. En ese sentido, no me queda más opción que esperar la comida y aplicar la del descortés: Indio comido, indio ido. Si pretendía esperar la comida, y no emborracharme mientras lo hacía, más me valía hacer algo que me mantuviera ocupado. No quería estar solo, solo con mis pensamientos. Todo sería más fácil si Angie estuviera a mi lado. Por fortuna, no tuve que esperar mucho tiempo, ya que la respuesta se acercó en la forma de la señora de vestido naranja pálido.
—Venga mijo se sienta con nosotros. Ya van a servir la comida.
Me dejé arrastrar, una vez más, por la mujer. Me senté al lado de ella, donde antes había estado Jesús, que vaya a saber Dios donde estaba. Al otro lado, una mujer relativamente joven cuidaba dos niños, la pareja, que estaban en esa edad donde son más insoportables que irresistibles. Saltaban de un lado al otro, gritaban, golpeaban las patas de las sillas, revolvían todo lo que estaba encima de la mesa.
—Quietos niños. —se limitaba a decir la mujer, que prestaba más atención a la conversación que llevaba con otras dos mujeres.
Mientras llega el plato, me las ingenio para eludir las preguntas de la mujer del peinado estrafalario y el vestido naranja pálido con respuestas simples y cortas, asentir en silencio y sonreír cordialmente. Mientras lo hago, me pregunto cuánto tiempo le habrá tomado a esa mujer ese peinado. Ciertamente, a las mujeres les lleva tiempo arreglarse para alguna ocasión especial. Cuando Angie lo hace, demora algo más de una hora en el baño, pero el resultado de su trabajado y esmerado esfuerzo es inigualable. A mi me gusta mucho el vestido vino tinto que se le sabe ajustar al talle de su cuerpo. Esa es la Angie que más me gusta, la que sale a rebuscárselas en los eventos, fiestas y celebraciones. La comida llega en el momento justo, puré de papa condimentado con cebolla, cilantro y mayonesa, arroz blanco endulzado con algo que no supe descifrar, piña, mango y papaya picada mezclada con nueces y uvas pasas bañadas en una salsa agridulce, rollitos de carne, pollo y pescado rellenos de una masa tierna con sabor dulce. Estaba bien, pero no tanto como la torta. Hice maña para demorar mi plato en cada cucharada, en primer lugar, para evadir preguntas incómodas y, en segundo lugar, porque quería disfrutar de esa buena comida. Al terminar, ofrecí disculpas a la mesa y me dirigí al baño. Me tomé el tiempo suficiente para pensar en cómo me las arreglaría para salir de allí con el pedazo de torta y el plato de comida para Angie. Dado que tenía poco tiempo, pues no pensaba demorarme más de lo necesario, mis posibilidades se resumían en la mujer del peinado estrafalario con vestido naranja pálido, o el tío Jesús que, a esas alturas, ya lo tenía que descartar. Al volver del baño, la celebración había adoptado una atmósfera más alegre, rumbera y festiva. La música se escuchaba atronadoramente de cada rincón del salón, los niños los habían mandado ya a dormir, y el alcohol se repartía de forma alegre y continua. Este es el entorno que más me agrada y favorece, así que no se me hizo muy difícil adaptarme a él, como pez en el agua. Se bailó, se bebió, se gozó. Entendí de mejor manera el árbol genealógico que envolvía al protagonista que me había tocado ser esa noche, y me interesé prioritariamente por la vertiente de ella, la celebrada. Bailé con la prima Karen, rumbié con la tía Yolanda, tomé con la sobrina Juana. Todo era alegría y felicidad, de esa misma que hace que el tiempo vuele sin uno enterarse. Para cuando me enteré, la noche estaba ya muy avanzada, tenía muchos tragos en la cabeza y no había rastro de mi pedazo de torta ni el plato de comida para Angie. Era curioso, entre menos pensaba en ella, mejor me sentía. Me afané en buscar alguien que tuviera los contactos correctos y necesarios en la cocina con el fin de facilitar el tráfico, y la mejor posibilidad seguía siendo la tía del vestido naranjo pálido que, para esas alturas de la noche, aun no le sabía el nombre. La busqué entre el cúmulo de gente feliz y borracha, la encontré con el celebrado. Me acerqué sin titubeos, aun sabiendo el riesgo que corría, pero para un borracho no hay riesgo que valga, si se habla de un plato de comida que puede asegurar el regreso a casa.
El hombre, un tipo joven, bien puesto, elegante y con presencia, me observó con reticencia.
—¿No va a saludar al primo hermano? —le increpó la tía.
—Él me dijo que no vendría.
—Sorpresa…—me limité a decir, abriendo mis brazos para confirmar la intención.
Rápidamente, la expresión del hombre cambió. La rigidez de su boca palideció a la complacencia de la sonrisa, abrió sus brazos y juntos nos apretamos en un abrazo muy particular, de esos que se dan y se reciben después de mucho tiempo de ausencia.
—¡Primo! ¡Qué alegría tenerlo aquí!
La gracia del alcohol, que ya había hecho fermento en el hombre, había facilitado mi propósito. Si me hubiera presentado antes de que el alcohol hiciera sus efectos, evidentemente no me hubiera creído. El tipo me arrastró a una mesa. A esas horas de la noche, ya estaba harto de que todos me arrastraran. Yo sólo quería mi pedazo de torta y plato de comida para llevar.
—¿Qué primo? ¿Cuándo llegó? ¿Dónde se está quedando? ¿Por qué no me dijo que venía?
¡Carajo! Si que es una sorpresa.
No sabía si alegrarme o preocuparme por ello. Tal vez mi intervención no había sido la más apropiada. Si quería salir de allí lo más pronto posible con mi pedazo de torta y mi plato de comida, tendría que pensar cada una de mis palabras, decisiones y movimientos cuidadosamente. En este sentido, la sobriedad era una decisión algo más que sensata. Pensé entonces que lo más conveniente era deshacerme de este lo más pronto posible, para volver con la tía de naranja pálido y obtener mi torta y mi comida. ¡Pero si estoy hablando con el mismísimo celebrado! Qué mejor tráfico que tener a la mano al homenajeado.
—¡Primo! Quería llegarle de sorpresa. ¿Usted creía que me iba a perder una ocasión tan especial?
El hombre sonrió, agradecido y complacido con mis palabras.
—Si, es verdad. Claro que como se dieron las cosas a su partida. No sé, uno puede llegar a imaginar cualquier cosa. Pero bueno, lo pasado es pasado. ¿Cómo está? ¿Cómo han ido las cosas en Estados Unidos? ¿Cómo está Karen?
Bien, todo bien. Karen, esperando en el hotel. Será mejor que vuelva pronto. ¿No le quedará un pedazo de torta y algo de comida para llevarle?
Se resistió de un fuerte dolor de cabeza, por ello prefirió quedarse en el hotel. Le manda muchos saludos y buenos deseos. No quiero llegarle sin nada. Usted sabe cómo son las mujeres.
—Claro, claro primo. Ni más faltaba.
El hombre, comedidamente, buscó un mesero de servicio. A causa del ruido de la música, tuvo que pegarle la boca al oído del comedido. El mesero asintió con la cabeza y se retiró.
—Listo. Ya lo traen. Pero venga, primo, cuénteme, ¿Cómo va todo? Han pasado ya cinco años, eso es mucho tiempo. Usted se fue y se desapareció. Lo poco que sabemos de usted nos lo cuenta la tía Martha, y usted sabe bien cómo es ella.
¿Cinco años? Al parecer, Pedrito no tiene en buena consideración al primo hermano.
—¿Cuénteme primo? Quiero saber de usted y su vida.
Si, bueno, han pasado muchas cosas. Pero todo va bien, muy bien. Ya sabe, trabajando y ahorrando, sí. Primo, me da mucha vergüenza dejarlo así, pero realmente tengo que irme. La verdad es que no tenía pensado venir. El trabajo de Karen es muy demandante, por fortuna nos dieron un par de días, pero ella tiene que presentarse mañana en el trabajo. El vuelo sale mañana en la madrugada. No quería que fueran así las cosas pero, la verdad, fue un milagro haber estado hoy aquí.
No sé muy bien cómo, pero aprendí a desarrollar una inquietante habilidad para improvisar mentiras en los momentos más necesarios y oportunos. Mentiras que saben tomar como sustento todos los datos aprendidos del contexto y con ellos elaborar excusas certeras que impiden a mis interlocutores réplica alguna. Así quedó el hombre, sin saber qué decir o qué hacer. Solo se escucha el sonido de la música, las risas, los ecos de vajillas metálicas de la cocina.
—Sí, entiendo —dijo por fin el hombre—. Al menos tomémonos un trago mientras llega la comida y la torta. El primero y último de sabe quién cuánto tiempo. Eso sí que no me lo puede negar, más aún siendo hoy el día que es.
Hay quién dice que negar la invitación a un trago es mala suerte. Yo no quiero tentarla, y menos esta noche. De todas formas, aun no llega mi pedazo de torta y mi plato de comida, y antes que garantizar mi sobriedad, lo que procuraría por encima de todo es no llegar a casa con las manos vacías, así que procuraría ser yo quien haga las preguntas.
—Cansados, cansados, esa es la verdad. No tenemos tiempo para nosotros. El emprendimiento nos absorbió, nos comió, nos esclavizó. No somos dueños del emprendimiento, el emprendimiento es dueño de nosotros.
Le dije que estaba exagerando, que las cosas no podían ser tan malas.
—Hace más de cinco años que no descansamos más de tres días consecutivos. Somos de casa a la empresa, de la empresa a la casa. Ya no salimos, ni viajamos, no tenemos vida social. Nuestras familias nos extrañan, nuestros amigos nos reclaman nuestra presencia. Esta celebración, más que iniciativa propia, fue promovida, planeada, organizada y ejecutada por la familia. ¿Nosotros? Estamos muy ocupados para permitirnos pensar en esto.
Le sugerí encontrar alguien que ayudara a administrar el emprendimiento.
—¿Cree que no lo hemos hecho?
¿Y qué pasó?
—Pues que no funciona. Las personas se quejan de que no hay trabajo, y cuando se les ofrece, no lo aprovechan.
Le pedí más detalles.
—Usted ya sabe. Se quejan, nada les complace, piden permisos constantemente, abusan de la confianza que uno les brinda.
Dadas las circunstancias, le planteé la posibilidad de vender el emprendimiento.
—Lo pensamos, lo planteamos y se nos negó la oportunidad. El padre de ella quiere que mantenga la herencia. Aún así, logramos persuadirlo, y nos puso una condición.
¿Cuál?
—No vender a menos de ***
Eso es imposible.
—Se lo dijimos, pero no se baja de ello.
Todo emprendimiento implica sacrificios.
—Si, es verdad, pero también debe generar recompensa, ¿No? En estos cinco años no vemos nada. Solo nos sabemos mantener, nada más.
La celebración era entonces una distracción, una maniobra casi desesperada que pretendía aligerar un poco las cosas.
—Es un espejismo, nada más. Mañana tenemos que volver a la realidad. Si me permite el atrevimiento, primo, desearía que esta noche no terminara nunca.
Es una confesión certera.
—La verdad es que no he querido molestar a nadie con mis problemas. Ya sabe, todos tenemos problemas, pero es muy grato poder contárselo a alguien. Discúlpeme primo por molestarlo con mis asuntos. Debe usted tener muchas cosas en la cabeza. De hecho, no sé por qué se lo he confesado.
¿Nadie más sabe del asunto?
—No, no. Como le dije, no quiero que nadie se entere.
¿Por qué no?
—Bueno, porque nos da vergüenza. Es la herencia que el padre de ella muy amablemente nos dejó, ¿Cómo cree que lo tomarían si le decimos que no somos capaces, que estamos hartos, que no nos gusta?
¿Qué piensan hacer, entonces?
—La verdad, no lo sabemos. Nos sentimos atrapados, aprisionados. Hemos llegado a pensar en largarnos, escaparnos, a cualquier lado, no importa.
¿Por qué no lo hacen?
—No somos capaces de hacerlo.
Si yo realmente viviera en Estados Unidos, no duraría ni un momento en ofrecerle asilo, así sea solo por una temporada. Tal vez esa fuera la intención del hombre, pero yo no tenía nada que ofrecerle más que mi consuelo. Decirle ánimo, que todo saldrá bien, no es lo que me gustaría decirle, y creo que tampoco lo que él quisiera escuchar. No me agradaría estar en los zapatos de aquel hombre, aunque yo también tendría que volver a mi realidad a la mañana siguiente, aunque no tenía nada para desayunar, aunque la nevera estaba vacía, aunque solo me esperaba Angie y la incertidumbre de saber de dónde sacaríamos para el arriendo de este mes. Eso es lo que me hubiera gustado decirle, que no era el único que padecía, que no estaba solo en esa forma compleja e innecesaria de sufrimiento, pero no se lo podía decir. ¿Por qué no?
Bueno, se enteraría de que yo no soy Pedrito, de que no soy ningún familiar ni conocido, de que soy un don nadie que se las rebusca en fiestas, eventos y celebraciones, de que solo tengo una habitación arrendada en el centro que comparte con una mujer que es colega de profesión. Se enteraría que soy un colado y no habría torta ni comida para llevar a Angie, y pues, ni modo, cada quien tiene sus prioridades.
Empezaba a ofrecerle mi excusa que me impedía llevármelo a él y su mujer a Estados Unidos, cuando lo llamaron de la cocina.
—Primo, ya vuelvo.
Yo sabía que no iba a volver.
Su historia me conmovió, hay que decir la verdad. Apenas había conocido al hombre, sabía su nombre, su profesión y poco más, sin embargo, me apenaba su situación. Claro que la desgracia es un atributo que se sabe exagerar, más aún si se llevan varias copas encima, y el hombre se tomó unas cuantas, mientras me contaba su trágica realidad. No era de extrañar que me lo hubiera confesado precisamente a mí, al primo hermano alojado en el extranjero, antes que a cualquier otro miembro de su familia. Me quedaba la duda de la veracidad de toda la confesión, y sólo había una forma de confirmarlo.
Ella fue mucho más allá.
—Toda nuestra vida es ese emprendimiento. Ya no tenemos tiempo para nosotros, para nuestra familia, ni para nuestros amigos.
Olvidé por completo mis gustos y aficiones. Hace más de cuatro años que no toco el piano, hace más de tres años que dejé las clases de baile. Eduardo olvidó su pasión por el ciclismo. Su bicicleta de fibra de carbono se está pudriendo en el desván de la casa.
Es triste. Siento que nos estamos olvidando de nosotros mismos, nos alejamos de eso que éramos y nos gustaba ser por satisfacer esos criterios que muchos asumen como una obligación. Yo no sé si realmente esto sea una obligación. Quiero decir, ¿De qué sirve trabajar tanto, asegurar tanto, si terminamos siendo tan poco?
Alguna vez escuché a alguien decir que no se trata de lo que tienes, ni de lo que haces, sino de lo que eres. ¿Y qué somos nosotros? Nada, ese emprendimiento, que solo nos tiene para funcionar día tras día. No, yo no quiero llegar al final de mis días y enterarme que se los he dado a un emprendimiento sin razón ni causa. ¿Qué nos da para vivir? Sí, efectivamente, eso no lo puedo negar y tampoco pretendo ser malagradecida, pero yo no quiero vivir de esa manera. ¿Es qué sólo se puede vivir así?
No, yo no lo creo ni lo quiero. Un emprendimiento ya no garantiza libertad en ningún sentido. Un emprendimiento es una esclavitud. Sí, tal como lo oye. Cuando empezamos, tenía una idea totalmente diferente acerca de los emprendimientos, ya sabe, el emprendedor empoderado, capaz y realizado. La misma realidad me demostró que no era así, o tal vez es que nosotros no servimos para emprender.
Yo soy una mujer que no suele arrepentirse de nada, pero si de una cosa tengo que arrepentirme, es de haber aceptado el patrimonio, la herencia de ese emprendimiento que me fue dado.
¿Qué soy una malagradecida?
Sí, lo soy, y no puedo hacer más que eso. ¿Qué pretenden entonces? ¿Qué me resigne y me conforme, tal cual lo hicieron ellos?
No, no puedo hacerlo. Lo he intentado, me he esforzado, lo he procurado, pero al final las fuerzas no me alcanzan.
¿Qué las cosas no son fáciles?
Efectivamente, eso lo tengo claro, como también que no vale la pena esforzarse por algo a lo cual no le tengo cariño, aprecio, amor ni esperanza. Yo lo único que le tengo a ese emprendimiento es resentimiento, me ha quitado los mejores años de mi vida y me ha quitado la posibilidad de ser esa mujer que siempre he deseado ser.
¿Por qué no lo hago?
Porque tengo miedo. No miedo al cambio, ni a fallar o fracasar. Temo darles la razón, temo no poder ser lo que pretendo y que ellos confirmen así que tenían razón, que mi destino era el emprendimiento, que mi vida era la que ellos pretendían que fuera. Yo los amo y sé que ellos me aman, pero, a veces, me gustaría que no me amaran tanto. Sé que puede parecer estúpido, pero en muchas ocasiones siento que su amor excesivo, desmedido, puede llegar a lastimar. A mi me lastima frecuentemente, y estoy cansada de ello.
Supongo que llegará el día en que no aguante más. No sé si es más pronto que tarde, pero me gustaría que fuera esta misma noche…
Su confesión me llegó hondo, mucho más que la de él. No sé si fue por la avanzada noche, los efectos del alcohol, o porque simple y llanamente la encontré una mujer muy atractiva. El efecto de sus ojos, el hechizo de sus miradas, el sonsonete de su voz, la exuberancia que desprendía, apoyada y estimulada por los influjos del alcohol.
Ella se fue a atender algunos requerimientos de la celebración. Yo volví a quedar solo. Había olvidado pedir su influencia para obtener mi pedazo de torta y plato de comida, que a estas alturas lo veía más embolatado que el asunto de los celebrados.
¡Qué más da!
Aunque me apenaba y disgustaba las circunstancias de los celebrados, yo también tenía asuntos que resolver. Ni modo, será comprar algo por el camino, y recordé que no tenía ni siquiera para el transporte de regreso.
Me levanté de la mesa, todos estaban ocupados bailando o tomando. Fui a la barra a tomarme el último trago de esa noche. Mientras lo hacía, se me ocurrió coquetearle a la mujer que atendía.
“El alcohol apaga al hombre para encender a la bestia.”
Le había leído a Camus. Yo procuraba ser un hombre, nada más, así que me limité a tomarme el trago y antes de salir me dirigí a la cocina. Le pedí el favor al primero que encontré si podía regalarme un pedazo de torta y un plato de comida para llevar. El tipo, vestido y mezclado en el desorden de la cocina, sirvió todo comedidamente y lo empacó en una bolsa. Así de fácil era.
Enfilando el paso hacía la salida del salón, el padre de uno de los agasajados se puso en pie, se ubicó en un lugar estratégico del salón, donde podía reclamar la atención de todos los presentes. Con solemnidad, dignidad, respeto y etiqueta, solicitó la atención de todos, que habían perdido el estilo y ostentosidad de su elegancia para mezclarse en la alegría, diversión, bullicio, felicidad, desorden y entrega de la celebración y el alcohol. El hombre parecía indemne a todos los efectos del entorno, la fiesta y la celebración.
—Quisiera decir unas palabras.
El grueso y claro de su voz fue escuchado por todos los presentes, que interrumpieron inmediatamente lo que hacían para dirigirse a él. El efecto fue tal, que todos los borrachos perdieron su ánimo perdido, los rumberos dejaron el calor de la danza, los alegres y sonrientes charlatanes aplicaron la rigurosa seriedad y silencio propios del discurso. Con efusión, esmero, sentimiento y alegría, el hombre felicitó a los agasajados. Expresó su complacencia por el acontecimiento, enfatizó el amor, respeto y cariño que les tenía. De igual forma, agradeció la presencia de todos los allí reunidos. Todos, como era debido, recibieron sus agradecimientos prestando atención y disposición para su discurso que, a mi parecer, no dejaba de ser un protocolo más de la celebración. El padre siempre tiene algo que decir, teniendo en cuenta las circunstancias de la celebración. Yo he escuchado muchos padres al frente de los invitados, en todas las circunstancias, en todos los contextos, y este padre en concreto me sorprendió. Todo lo que hablaba carecía de sinceridad, realismo y franqueza. No sé por qué lo pensé así. Parecía como si les hablara a los invitados, más no a los celebrados.
Tenía la sospecha de que el padre quería dejar una buena impresión de su persona en la ceremonia. De igual forma todos, al parecer, lo tenían como un hombre virtuoso, respetuoso, íntegro, ético, moral. La seriedad de su edad y su expresión así lo confirmaban. Su discurso pretendía asegurar esa idea que había nacido de él. Confirmar y reafirmar, que no nos quedara duda de la clase de persona que era. Esto me incomodó un poco. Creo que eso era lo que realmente pretendía el hombre. Era algo injusto e innecesario, tanta etiqueta, galantería, prepotencia de su parte, me era inevitable no tildarlo de hipócrita.
¡El padre ejemplar! ¡El hombre moral! ¡El ciudadano correcto!
No sé con certeza cuánto tiempo llevaba hablando, pero creía que era suficiente. Finalmente, el padre remató su discurso invitando a todos los presentes a acompañarlo con una petición en favor de los celebrados. Lo hizo de esa manera cristianamente tradicional, como él mismo predicaba y presumía. Todos los presentes a mi alrededor prestaron disposición a su petición, aún incluso sabiendo que muchos no correspondían a la convicción religiosa del padre.
¿Por qué lo hacen? ¿Por respeto?
No considero irrespetuoso no corresponder a los protocolos “litúrgicos”, por llamarlos de algún modo, que se ajustan a dicha convicción. Más irrespetuoso, desde mi punto de vista, simular una convicción mentirosa, falsa e hipócrita. Al parecer, nadie era de mis pareceres.
Cabezas se inclinaron y ojos se cerraron, en un claro gesto de petición, favor, misericordia y amparo. No fui capaz de sumarme a la ceremonia, simplemente quedé allí de pie, de camino a la puerta del salón, mirando alrededor mientras la petición acababa. Esta hizo énfasis en los celebrados, como era de esperar, ofreciendo su anhelo de felicidad, salud, amor y bienaventuranza económica, haciendo referencia al emprendimiento de los celebrados. Los últimos deseos estaban encaminados al éxito, la armonía y la fortuna en todos los ámbitos de la empresa, cosa que procuraba la extensión de la existencia de la misma, que ya ha durado bastante hasta la fecha. Este énfasis me incomodó más de lo normal. Claramente, yo no podía estar de acuerdo con esto último teniendo en cuenta lo confesado por ella y por él. Podía tolerar el importunismo del padre, podía tolerar su presunción, podía tolerar su fanatismo, sin embargo, no podía tolerar esta presumible hipocresía. Aun así, ¿Qué certezas tenía el padre del sentimiento de los celebrados con respecto a su emprendimiento?
Dadas las circunstancias y el orgullo con el cual el padre hacía referencia del emprendimiento de los celebrados, asumí que desconocía el sentimiento de estos últimos.
¿Había entonces que condenarlo por ello?
No, claro que no. Pero esto no disminuía mi sentimiento de desacuerdo, fastidio e incomodidad.
Todos, con igual obediencia, se ajustaron al protocolo del rito, asumiendo así su favor y acuerdo a la petición del padre, cosa que me indignó más aún. ¿Cuántos de los presentes tenían certeza de las consecuencias del emprendimiento para los celebrados?
Haciendo un esfuerzo trabajado y esmerado, me contuve lo necesario para no interrumpir la petición. Sabía que mi opinión era algo irracional, si se la piensa de una forma tradicional, moral y racional, pero no para mí, sino para todos los allí presentes. Esta opinión estaba directamente relacionada con los celebrados y esto complicaba las cosas. Si no fuera así, fácilmente me guardaría el comentario y me acomodaría a la dignidad, etiqueta y celebración del momento sin esfuerzo alguno, evitando que una incomodidad apática y discordante me trastornara, pero, simple y llanamente, no podía acoger esa petición. No, no lo podía hacer. No había posibilidad de hacerlo, por ningún lado, por ningún motivo. Me lamenté entonces tener conocimiento del sentimiento de los celebrados con respecto a su emprendimiento. ¿Es qué nadie más lo sabe?
Lo sabían o eran lo suficientemente cobardes como para asumirlo y revelarlo. Pero, ¿Era una cobardía ocultar esa aparente verdad por el bien de los celebrados, de los suyos, de la celebración?
Tal vez, ese no fuera el momento más indicado para dar a conocer esa presunta verdad. Aún así, ¿Cuándo sería el momento?
Si se piensa bien, la declaración resultaría como un baldado de agua fría en esas circunstancias, pero, de igual forma, tendría un efecto mucho más certero que permitiría reconocer la gravedad del asunto. A su vez, si asumía el riesgo, las consecuencias no recaerían única y exclusivamente en los celebrados. La atención recaería en mi, mejor dicho, en Pedrito, que muy seguramente sería solicitado para dar explicaciones, y lo último que yo esperaba en esa celebración era tener que dar explicaciones. Mi imprudencia podría delatarme, sin embargo, ¿No valía más expresar la verdad, esa verdad que le extendieron en la intimidad de la más certera y verídica confianza?
¿Y si toda esa presunta verdad no era más que una mentira estimulada por la celebración, la exageración y el fermento del alcohol?
Solo existía una forma de saberlo. ¡Qué carajos!
Sin muchos titubeos, reservas o prudencias, me levanté y dije en voz alta.
—Yo también quisiera hacer una petición por los celebrados.
Todos miraban, incluso los meseros y empleados. Era como si el tiempo se detuviera, como si todo se detuviera, a causa de mi sorpresiva intromisión. Este hecho me intimidó un poco, pero estaba lo suficientemente borracho como para echarme para atrás. No pensé las palabras, ni los apelativos, no tuve precauciones ni tampoco vacilaciones. Hable como solo un buen borracho lo hace: Con esmero, pasión, interés y amor.
—Deseo que fracasen en su empresa.
Deseo que salgan de esa comodidad mediocre.
Deseo que las circunstancias los obliguen a salir de esa, su cárcel, ya que ustedes no son capaces de hacerlo por su propia cuenta.
Deseo que, antes que engañarnos a nosotros, se dejen de engañar a ustedes mismos.
¿Qué no saben hacer nada más? ¿Cómo van a saber de qué están hechos, de qué son capaces, si no se ponen a prueba?
Deseo con todo el corazón y todo el anhelo del que soy capaz que Dios, las circunstancias, la providencia, Buda, la casualidad, el universo, lo que sea que se llame o como lo quieran llamar, los espabile de una vez por todas. Que les pegue una buena y fuerte bofetada para que salgan de ese letargo profundo, espeso y confortable en el que están.
¡Se les olvidó vivir por miedo a unos espectros desconocidos que ustedes mismos inventaron y se encargan de alimentar cada día!
Yo no quiero perderlos, ninguno de los aquí presentes y que los están acompañando los quieren perder, pero sobre todas las cosas, no se pierdan a ustedes mismos. Me importa un carajo si a alguno le molesta mi petición, pero prefiero, por lo menos, incomodarlos, antes que alimentar esa hipócrita complacencia en la que están.
Yo no tengo nada, yo no soy nadie. Yo no soy Pedro, yo no soy ese Pedrito que todos ustedes llaman. Yo soy un desesperado, que ésta tarde no encontró nada en la nevera y tenía hambre. Que vio a su mujer perdida en el tedio de todos los días, como lo están ustedes. A mi me dolió mucho ver a mi mujer así; resignada, conformada, desilusionada, perdida. El dolor se me pronunció al escucharlos, y que mejor que un completo desconocido se los diga. Si yo fuera su primo hermano, tal vez me reservaría el comentario, pero, ¡Qué carajos! El poco rato que compartimos juntos fue suficiente para cogerles cariño, y me duele mucho encontrarlos así. No se conformen asumiendo lo que presumiblemente es correcto, lo que les toca, no se conformen tratando de conformarnos a todos.
¡Hagan su vida! No dejen que otros la hagan por ustedes.
Me terminé la copa de un solo jalón, la arrojé contra la pared, donde se hizo añicos. El estruendo del choque se escuchó en todo el edificio. El silencio era sepulcral. Sin despedirme ni nada, salí del salón.
No sé cómo le hice para llegar a casa. Solo sé qué Angie no estaba, Angie se había ido. Tal vez tenía hambre y fue en busca de algo en alguna fiesta, reunión o celebración. Yo le había prometido algo de comer, yo le había traído algo de comer. ¿Es qué no me cree?
Guardé el pedazo de torta y el plato de comida en la nevera, por si ella regresaba y llegaba con hambre. Me metí en la cama, vestido y todo, pensando en que, tal vez, había dejado algo olvidado en la celebración.
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