Amanda y sus hermanas, iban a un estricto colegio de su ciudad natal.

Un día, como otros malditos días, Amanda presenció otra escena, que le revolvían las tripas. La señorita Teresa, ordenó salir a recitar la lección delante de la pizarra. Dirigió su mirada severa hacia Inés, una de las cuarenta alumnas de la clase.

Esta se levantó, intuyendo lo que pasaría si la maestra quedaba descontenta. Inés, con un hilillo de voz, dijo: «¿Yo?», a lo que la maestra dijo: «¡Sí, tú!, ¿estás sorda?».

Mientras, el resto de la clase estupefacta, hacían malabarismos para esconderse entre los pupitres. Siguieron las preguntas hacia la niña, sin óptimas respuestas para la mujer.

En el segundo acto, la maestra le grita y estalla sus blancas manos de mujer respetada, en las mejillas de Inés.

Aquel episodio, y los muchos que seguirían, marcarían la niñez y adolescencia de Amanda.

Pasados los años, Amanda se dirigía a la consulta de su psicólogo, subiendo en el ascensor, reflexiona respecto a sus miedos. Esta vez recuerda con intensidad a su señorita de segundo curso.

Tras salir de la visita, vislumbra en la acera de enfrente una distinguida anciana. Mientras camina, ve en la acera de enfrente a la distinguida dama-monstruo de su niñez.

Pasos, dudas, sudor, decisión, toma de contacto. Empieza el segundo acto, con el saludo de la joven adulta. Disculpe, ¿se llama usted, Teresa?

Con ojos extrañados, responde: «Sí, ¿y usted es?». Amanda se presenta. Por parte de Teresa, un leve reconocimiento, por parte de Amanda, persistencia en recordarle quién era. En la memoria de Teresa, solo era una joven más de los cientos de niñas que tenía bajo su tutela.

Toda esa rabia contenida que le brotó cuando la vio, era menos intensa. Decide, contra todo pronóstico que no va a reprocharle la mala doctrina empleada. Se despide de ella de buenas formas y emprende camino hacia casa.

A partir de ese episodio, los miedos en su vida bajaron a tenues con la esperanza de desarmarlos, Ve, que el dolor no es solo por su sensible naturaleza, sino que también es fruto de lo vivido en los muros de su niñez.

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