LA PARRILLA
Sebastián Alcoverro
A Sol D., Marcela A. M. y Diana D.,
ahora que somos colegas
-Pero qué raro. Este lugar no aparece en ninguna parte.
Él volvió la cabeza de golpe. Fue como si ella lo hubiera pinchado con su voz. Ahora ella estaba con la mirada perdida en el celular. Tenía una manera peculiar de usar el celular: mantenía la espalda derecha contra el respaldo de la silla, apoyaba los antebrazos en la mesa y lo sostenía con las dos manos. Aquello era bastante más educado que la postura encorvada e hipnotizada de los adolescentes y de algunos extraños en el subte. Ella era educada.
-¿Eh?- dijo él, que tan educado no parecía.
-Estoy tratando de guglear dónde estamos, pero no encuentro nada.
-Acá no tienen internet.
Ella lo miró lentamente, casi con fastidio. A juzgar por este gesto, la respuesta le parecía bastante boba. Le mostró la pantalla del celular.
-Ya sé, Martín- dijo ella, con un desgano en la voz-. Pero yo sí tengo. Es la red 4G.
Él hizo chasquear la lengua.
-No puede ser que no lo encuentres. Yo mismo lo miré antes de venir, para ver si estaba abierto.
-Es muy importante estar en Google. Es un restaurante. Si no estás, ¿cómo te encuentra la gente?
-Es un negocio de barrio. Los clientes somos todos vecinos. Siempre fue así, al menos desde que yo como acá. Por ejemplo, nunca hicieron delivery a más de veinte cuadras del local, y no por eso se fundieron… Y es una parrilla, no un restaurante.
-Bueno, pero incluso los negocios de barrio aparecen en internet. Es lo normal. Hasta mi tía sale ahí, y ella tiene un kiosquito miserable abajo de un dúplex en Vicente López.
-¿Y por qué querés buscarlo ahora?- inquirió él, frunciendo el ceño.
-Siempre dejo reseñas cuando voy a comer a alguna parte. Me parece otra buena forma de ayudar a la gente, así todos podemos elegir bien y sin caer en engaños. Quiero dejar una reseña de este lugar, no me gusta el ambiente.
Martín, que entonces podría haberse preocupado sobre por qué ella se sentía incómoda con el ambiente, más bien se arrimó nervioso sobre la mesa y trató de ver lo que ella hacía con el celular.
-Te digo que está- dijo, y le hizo un gesto de ladrón con la mano-. Dame. Es que debe llevar otro nombre. Yo sé cómo hacer, Paulina, dame.
Paulina le entregó su celular y bajó la vista, ya algo inhibida por los modales de Martín. Él no se había comportado así en sus primeras citas, no había sido así de… nervioso e invasivo como lo estaba siendo ahora. Al principio le había caído bien, hasta le atraía. Se conocían de la facultad, donde compartían una materia. En la primera cita habían ido al cine, y tanto en esa ocasión como en la facultad él parecía otra persona, comparado con el Martín de esta noche.
Tampoco le agradaba el sitio al que la estaba llevando ahora. No le gustaban las parrillas ni las comidas con demasiada carne, y sólo había aceptado venir aquí porque Martín decía ser amigo del dueño y un cliente asiduo (cliente asiduo
era la traducción mental con una severa corrección de estilo que ella había hecho del original esclavo de la cueva del morfi, las palabras exactas que él había usado). Pero mucho menos le gustaban los lugares… de mala pinta, como este. Se estaba rebelando contra la idea de aguantarse y pasarla mal, pero al mismo tiempo ya no se atrevía a salir huyendo, porque temía hacer una escena justo cuando les trajeran las empanadas que acababan de pedir de entrada. Qué vergüenza sería si le pasaba eso… Y cómo se odiaba a sí misma por su maldita timidez y su maldita buena educación…
La parrilla estaba en el barrio de Villa Cruz, tal vez a unas veinte cuadras de donde Paulina vivía. Cuando llegaron, ella vio que el local ocupaba toda una esquina de una lúgubre manzana de casas bajas. A la fría luz del alumbrado, la fachada parecía descolorida, y de un lado estaba garabateada con un grafiti que le quedaba como un lunar feo. Un único ventanal proyectaba hacia la calle casi todo el interior, que era una sala con paredes de ladrillo y escasas decoraciones. Desde afuera se veía mal iluminado y con un aspecto tristón, como un bar de borrachos. No era un lugar al que quisieran atraer a toda la ciudad, más bien parecía un sitio que desearan mantener escondido y en eterna decadencia.
El único que se comportaba con creces ahí era Martín, que al entrar con ella al local saludó en voz alta, como si adentro viviera toda su familia. Se dirigió a una barra que tenía una mesada de madera y le estrechó la mano a un sujeto que salía de atrás.
-¡Miguelito, cómo va!- exclamó.
Miguelito era un hombrecito bajo y delgado, vestido con una remera beige y un delantal negro de mozo que le cubría las piernas. Se trataba tal vez del tipo más bajo que Paulina hubiera conocido en persona. Cuando ella lo vio, le recordó a los jockeys de las carreras de caballos. Cuando Martín le fue al encuentro, Miguelito tuvo que levantar la vista hacia él como si comprobara que las luces del techo estaban prendidas. Su cabeza también era de tamaño reducido, coronada por un yelmo de pelo grisáceo cortado al ras. El rostro, de tez apagada, estaba poco favorecido por la mala iluminación y se notaba surcado por las arrugas de los cincuenta años. Los ojos eran achinados y su mirada se reducía a unas sombras móviles, siniestras, mimetizadas por un par de gruesas cejas negras.
-Te presento a Paulina…- Martín se volvió hacia ella, que lo seguía, y la miró con una ansiedad que ella no logró comprender-. Es mi… una amiga.
-Hola- dijo Paulina.
Miguelito fue hacia Paulina y le estrechó la mano sin tener que levantar demasiado la vista, ya que ella era bajita también. No le habló una palabra, ni siquiera le sonrió. Sólo posó en ella las sombras de sus ojos rasgados. A ella no le gustó su mirada. Le pareció completamente vacía, desinteresada, como si la viera igual que a un objeto.
Ella retiró la mano primera. Ya creía saber por qué ese hombre le recordaba a un jockey; ella le tenía idea a esos personajes, de pequeña los asociaba con los gnomos o los duendes, y esas criaturas le daban miedo, tal como otros les tenían miedo a los vampiros o a los hombres lobo.
Luego de las presentaciones, Martín condujo a Paulina hasta las mesas y la hizo sentarse en una del medio. Miguelito fue quien les tomó el pedido; se acercó a ellos, apoyó cuatro dedos sobre la mesa y se dirigió únicamente a Martín. Este convenció a Paulina de pedir de entrada las empanadas, y ahí estaban ahora, esperando la comida.
Paulina se puso a observar el interior del local, mientras por el rabillo del ojo veía las grandes y velludas manos de Martín que ahora manipulaban el celular de ella. Venía haciendo muecas de descontento desde que se sentó a la mesa, y esbozó otra, prácticamente inconsciente, ahora que podía apreciar los detalles del lugar.
Adentro sólo había espacio para unas cuantas mesas, cubiertas todas con unos manteles blancos y unos rombos de cuero pegajosos al tacto. A pesar de ser sábado a la noche, había sólo tres mesas ocupadas, y Miguelito era el único mozo a la vista. El local tenía tanto movimiento como una funeraria y no había música de fondo, por eso Paulina sentía que tenía que hablar bajo.
Casi todo el barullo venía de una mesa doble arrimada contra la pared y ocupada por dos parejas que charlaban a viva voz. Los dos hombres parecían hermanos gemelos. Ambos eran enormes y gordos como osos y tenían pelo negro cortado de forma idéntica. Uno tenía bigote y un rastrojo de barba que para Paulina siempre quedaba feo, pero estaba vestido de forma decente, con una camisa de cuello largo y unos pantalones de vestir. Tenía el aspecto de un vendedor en una concesionaria de autos, o sea, el aspecto un atorrante bien vestido.
El otro hombre iba bien afeitado, pero llevaba una horrenda musculosa que le dejaba los jamones de los brazos al aire, además de unos shorts y unas ojotas, que tal vez quedaran bien para ir a comprar leche al supermercado chino, pero no para sacar a comer a la pareja. Ese tipo directamente daba la impresión de un barrabrava. Las dos mujeres que los acompañaban llevaban el pelo recogido y zafaban en el aspecto general. Seguramente eran cuñadas y vivían hacinadas con sus maridos en algún PH pobretón de la zona. Paulina no quería ser clasista en su fuero interno, pero, francamente, con lo que le disgustaba este lugar, no podía evitarlo.
En otra mesa doble que estaba contra el ventanal, había una familia. Un hombre y una mujer que debían de rondar los cuarenta, con un niño de unos diez años. También ellos lucían bastante modestos. No les habían servido más que la panera y una botella de soda, y los tres parecían aburrirse soberanamente mientras esperaban la comida. El hombre y la mujer estaban ociosos, mirando hacia todas partes e intercambiando comentarios por lo bajo, mientras que el niño empezaba a jugar con dos pedazos de pan, levantándolos en el aire y estrellándolos contra el mantel, haciendo con la boca unos ruidos como de alguna escena de acción.
Había también un viejo que ocupaba una mesita en la esquina, al lado de la puerta de calle. Era un anciano solitario que leía el diario desplegándolo sobre el mantel y bebía misteriosamente de una copa de vino. Llevaba puesto lo que aparentaba ser su mejor traje, de un color verde nostálgico. Era como si esperara a alguien importante. Pero ¿quién más iba a venir acá, a este antro? Porque eso era este sitio para Paulina: un antro impresentable.
De pronto, Paulina se dio cuenta de estar aguantándose las ganas de mear. Lo notó mientras observaba a uno de los hermanos gemelos de la mesa doble servirse un sifonazo de soda en una copa. Parecía que el tipo lo hiciera a propósito, para que ella lo viera, porque era justamente un sifonazo lo que ella sentía que quería salir de su vejiga. Antes había estado demasiado ocupada como para darse cuenta de la necesidad. Había pasado más de una hora preparándose en su casa para cuando Martín viniera a buscarla, y, encima, durante ese tiempo él no paraba de mandarle mensajes, diciéndole que se apurara o se iban a quedar sin lugar (para luego encontrarse con un local medio vacío, parecía joda). Cuando Martín llegó con el auto a la casa de ella, que vivía con sus padres, él ni siquiera quiso perder tiempo en bajarse, y se limitó a esperarla a una cuadra con el motor prendido. ¡Tan ansioso estaba por llevarla, y para qué!
Le disgustaba tener que usar el baño del local, pero lo terminó buscando con la vista, girándose un poco en su silla. Miguelito, que hacía asomar su pequeño rostro sombrío detrás de la barra, evitó de golpe su mirada, como si la hubiera estado observando fijamente a escondidas. Ella lo increpó un instante con los ojos, pero luego lo dejó pasar.
Había una estrecha puerta pintada de negro, entre la barra y la entrada de calle.
Paulina dudó un momento, y luego se volvió a Martín.
-¿Ahí es el baño?- preguntó, y lo vio todavía con el celular de ella. Él se había reclinado en su silla y usaba el celular sosteniéndolo por debajo del borde de la mesa, como si fuera todo suyo.
-¿Eh?- reaccionó Martín, otra vez descuidando su educación. Entonces entendió lo que ella preguntaba. A Paulina le pareció casi un tonto-. Ah, sí, es ahí. Pasás la puerta y ahí están.
Paulina miró la puerta negra y dudó otro instante.
-Dale, andá- dijo Martín, con ansiedad en la voz.
Paulina se levantó y se dio vuelta mientras se colgaba al hombro el bolso que había traído consigo, pero se detuvo y enfrentó otra vez a Martín.
-¿Me das mi celular, por favor?- dijo, irritada, frunciendo el ceño y parpadeando. Tenía la mano extendida y abierta, esperando.
Martín, de repente más atento, se lo devolvió.
Cuando ella empezó a alejarse, él la llamó.
-Pau…-dijo, y ella miró por encima del hombro-. Acordate de tirar la cadena.
La gente de las otras mesas la miraron. Ella se convirtió de pronto en el centro de la atención general, todo por culpa de un comentario tan imbécil. Sintió que se ruborizaba y les dio la espalda a todos casi con furia.
Ahora sí la iba a pasar mal.
Tras pasar la estrecha puerta negra, Paulina se encontró en un pasillo vacío y mal iluminado donde, a pesar de no haber ventanas, hacía bastante fresco. Le recordó a ese frío que entre octubre y noviembre se alojaba un tiempo dentro de la casa de sus padres, huyendo de la calidez de la primavera. Pero aquí el cambio de temperatura era más brusco, demasiado para los primeros días de otoño. La puerta, que tenía un brazo neumático, se había cerrado sola a sus espaldas, ahogando los ruidos de la otra sala y enfrentándola con el silencio. Paulina se vio llevándose una mano al hombro para sujetarse la correa del bolso, un gesto inconsciente que hacía a veces en la calle o en lugares que no le inspiraban confianza.
El pasillito no enfilaba de frente a la puerta, sino que se orientaba hacia la izquierda. En una de las paredes de azulejos había otras dos puertas. La irritó todavía más el ver que no tenían señalización alguna. Su experiencia en cafés y restaurantes le decía que el baño de damas siempre estaba primero, así que probó con la que tenía más cerca. Golpeó con los nudillos y luego intentó abrir, pero sintió la firme traba de un pasador corrido y nada se movió. Si había alguien ocupando el espacio del otro lado, ese alguien había preferido permanecer en silencio.
Ahora más apurada y con el ceño fruncido, Paulina se dirigió a la otra puerta. La encontró apenas entreabierta y vio una rendija vertical de luz. Volvió a llamar con los nudillos, mientras abría despacio, con cautela.
El baño era un toilet del tamaño de una cabina grande de ascensor. La luz venía de una lamparita poco potente que salía de un agujero en el techo. De frente había un inodoro con la tapa bajada, y a la izquierda, un lavabo con un espejo salpicado de agua y una ventana de vidrio martillado que al parecer daba a la calle.
Ahí hacía frío. Era un frío artificial, como el de un aire acondicionado. No, como el de una heladera. Paulina sintió que ese aire de frigorífico la envolvía con el vaivén de la puerta al abrirse y escapaba al pasillito. Se juntó las solapas del saquito que llevaba puesto y trató de meter también las manos bajo las mangas de lana. Cerró la puerta tras de sí y se dispuso a hacer todo rápido. Se dio cuenta de que era un baño muy viejo, tal vez más viejo que sus padres. El inodoro no tenía botón, su mecanismo consistía en una cadena de bronce que colgaba de un depósito de agua adosado al techo. La ventana era casi un ventanuco, tenía la forma de un cuadrado y estaba arrimada a una esquina. Por el vidrio opaco se veía el verde difuso de la copa de un árbol iluminado por el borroso resplandor del alumbrado.
Levantó la tapa del inodoro, pero hizo una mueca de asco al ver el asiento ligeramente sucio. Se notaba que llevaban días sin limpiarlo. Buscó el papel higiénico, pero ni siquiera encontró tal cosa. Ni siquiera la excusa de un rollo de cartón pelado que le dijera ¡Uy, disculpá las molestias! ¡Se nos olvidó cambiar el papel! Pero qué porquería. Esto era el colmo. Era un desastre de cita. Este chico era un desastre. Conocerlo en la facultad había sido una cosa, pero esto lo arruinaba todo. Se estaban llevando bien hasta que él no pudo contener su deseo infantil de invitarla a su… a su cueva del morfi. Ella ya había sospechado algo con sólo escuchar ese comentario, pero él sonaba tan ansioso y determinado por llevarla ahí que acabó convencida. ¿Y esto era lo que quería mostrarle? ¿Este sitio impresentable y lleno de gérmenes? Había que estar mal de la cabeza para que a uno le gustaran estos lugares.
El extraño silencio del otro baño cerrado…
Este lugar empezaba a darle miedo.
Tenía que terminar esta relación, tenía que hacerlo esa misma noche. Iba a bloquearlo en todas las redes sociales que tuvieran en común, por supuesto. Pero, ¿y la facultad? ¿Tendría que dejar la materia que compartían por culpa de él? Tal vez no, pero ¿y si él insistía? ¿Y si se ponía pesado? ¿Y si se convertía en un acosador o se ponía violento? Ella ya había escuchado historias de que en su facultad se compartía el pupitre con cualquier clase de desequilibrados y degenerados.
También se sentía angustiada y frustrada, porque era la primera vez que salía con alguien, la primera vez que un chico no se fijaba en lo rellenita y poco agraciada que era ella, en comparación con la gran mayoría de las chicas que pasaban por su facultad.
Ya ni siquiera quería quedarse ahí mucho más tiempo. Llamaría a su papá, le pediría que la fuera a buscar. Se iría con alguna excusa. Ella no era de hacer estas cosas, no era de romper con un chico en medio de una cena y dejarlo pagando (bueno, en realidad nunca había tenido un novio con quien romper), pero es que…
Quería irse de ahí.
Se puso a buscar el celular en su bolso. Entonces hubo un ruido. Fue un ruido sibilante, como el de dos metales raspándose uno con otro. Paulina pegó un salto, alejándose instintivamente de algo que no sabía qué era. El aire frío empezó a circular, como si cobrara vida, y acarició los contornos de su cuerpo como una leve brisa. La cadena de bronce osciló un instante de forma imperceptible. La brisa venía de una especie de rejilla practicada en la pared del inodoro. La rejilla parecía ser un respiradero hecho a la antigua, con una cuadrícula de alambres que dejaba ver a través. Desde donde estaba parada, Paulina llegaba a ver un pedacito de una luz mortecina. Se quedó vigilando este punto, hasta que se oyó otro ruido, un golpe húmedo, como el de un trapo remojado y empapado que tiraran al suelo. Luego un engañoso silencio, lleno de una presencia. Y otro golpe húmedo.
Paulina tiró su celular en el bolso y salió del toilet a paso firme.
Cuando volvió a la sala de los comensales, casi todo seguía igual. Alguien al fin había puesto música de fondo, y la música era algo que parecía venir de los setenta o los ochenta, con guitarras eléctricas, un piano y una voz grave y solapada que aparentaba ser la de Pappo y que exclamaba por favor, déjenme, o voy a enloquecer… El mozo Miguelito no estaba a la vista, pero alguien acababa de servirle la comida a los otros comensales, que hacían ruidos de cubiertos. El olorcito a cocción flotaba por el local.
Martín, que seguía sentado a la misma mesa, levantó la mirada hacia Paulina y abrió mucho los ojos verdes. En su rostro bronceado se formó una expresión de asombro y susto. Ya debía de saber el error que había cometido al traerla aquí, y seguramente lo leía en la manera en que ella se acercaba. Se pasó rápidamente una mano por la cara. Su rostro cambió y le mostró a Paulina una gran sonrisa. Pero todavía tenía los ojos muy abiertos.
-¡Ya vienen las empanadas de entrada!- anunció mientras ella llegaba a la mesa.
Paulina sintió la mirada de alguien sobre ella, y la sensación la hizo volverse hacia su derecha. La familia de tres integrantes acababa de ser servida y empezaba a comer. El hombre y la mujer estaban mirando de reojo a Paulina, y en sus ojos había cierta tensión. ¿Acaso presentían que ella estaba al borde de hacer una escena? Cada uno tenía ante sí un gran plato sopero donde un pedazo de carne nadaba sobre un charco de caldo oscuro. El cocinero no se había molestado en adornar los platos, y la carne parecía haber sido cortada de cualquier forma, cocida y finalmente arrojada con desidia sobre el caldo, a juzgar por los salpicones que llegaban hasta el borde del recipiente. El hombre y la mujer apartaron sus miradas de Paulina mientras ella notaba estos detalles y se miraron fijamente un momento, antes de concentrarse en la comida. El niño, sentado al lado de la madre, todavía esperaba su plato, si es que él también iba a comer, y seguía jugando con trozos de pan.
Los gemelos atorrantes de la mesa que estaba contra la pared todavía charlaban en voz alta con las dos mujeres, pero ahora los cuatro lo hacían al mismo tiempo que comían unas empanadas enormes que sostenían a dos manos. Por la disposición de la mesa, todos estaban casi de costado a Paulina, y los ojos de uno y de otro se desviaban por turnos hacia ella con miradas atentas. Entre todos trataban de disimular el gesto, pero no lograban esconder que, por debajo de toda la cháchara, algo los incomodaba.
Paulina giró la cabeza hacia una esquina del local, casi sabiendo lo que iba a ver. Ni bien miró al viejo solitario sentado allí, este dejó de observarla y bajó los ojos al diario que seguía desplegado ante él. Ahora sobre el diario había un platito con otra de esas empanadas abultadas que comían los gemelos con sus parejas.
Se sintió incómoda ahí parada, observada por todos, y tuvo que sentarse. Lo hizo sobre el borde de su silla, sin dejar caer todo su peso en ella y con el bolso todavía colgado al hombro. Su decisión de marcharse, firme y rotunda como un sol, mermó un poco con esta acción. De verdad no quería hacer una escena. Le daba demasiada vergüenza.
-Martín, yo tengo que explicarte algo…- empezó a decir, en voz baja y disimulada-. Está muy bueno que hayas querido traerme hasta acá, a tu parrilla favorita, pero para mí esto no es lo que…
-¡Empanadas!- anunció el mozo Miguelito con una tonada, saliendo de la cocina y cruzando la sala. Llegó con apuro hasta la mesa y depositó frente a cada uno un plato con otro par de las rollizas empanadas. Luego dio unas vueltas por el local y se marchó de regreso a la cocina.
-Probalas, son de carne- dijo Martín, y luego la miró con los ojos otra vez muy abiertos-. No vas a encontrar esta carne en ningún otro lugar.
Dicho esto, agarró una empanada y se la llevó a la boca con grotesca voracidad. Abrió la boca con un gañido como de perro y arrancó casi la mitad de un mordisco. Masticó con la cara abultada por la comida. Paulina hizo una mueca de repulsión, y a él, aunque la vio perfectamente, no pareció importarle.
-Están muy buenas- masculló Martín, con la boca llena-. ¿No vas a comer?
-No tengo hambre- contestó Paulina, con la voz átona y ausente de un autómata.
Miró, o más bien espió, la mesa donde estaba la familia. El niño ahora sostenía entre sus manos otra empanada y mordisqueaba la punta. La empanada era tan gorda que parecía a punto de estallar. Goteaba un jugo rojo que le corría por los deditos al niño, y este se los chupó uno por uno. El padre y la madre se llevaban a la boca unos pedazos enormes de carne, que luego masticaban efusivamente, haciendo trabajar de verdad los músculos de la mandíbula. El padre levantó una servilleta, se manoseó con ella la boca sucia y la tiró con fuerza, como desahogándose.
Los gemelos con sus parejas habían interrumpido la charla y ahora se dedicaban a devorar las empanadas, dándoles mordiscones y masticando con la boca abierta. El jugo rojo les corría por los dedos, les manchaba las bocas y brillaba en sus labios. Uno de los gemelos, al dar una mordida, abrió tanto los ojos con una expresión de éxtasis que las pupilas se rodearon de anillos blancos de esclerótica. Un gemido salió de su garganta mientras mordía. Su hermano, que acababa de tragarse un último pedazo de su propia empanada, lo miró y le levantó la mano para tratar de arrebatarle la suya. Entonces los dos gemelos empezaron a pelear por la comida, mientras las mujeres sentadas delante los regañaban con las bocas llenas. Evocaban un puñado de leones luchando por la carroña de una presa, o más bien, un puñado de hienas.
El viejo también había comenzado a comer su empanada y masticaba lentamente, como una vaca. El jugo y el relleno le manchaban todo el mentón. Un trozo pulposo de carne había caído en la solapa del traje, donde ahora se deslizaba hacia abajo como un caracol.
Paulina intentó pensar qué debía hacer, pero, por un momento demasiado prolongado, lo único que se impuso en su cabeza fue el sonido demencial de unas diez bocas que masticaban, mordían y seguían masticando, mezclado con el barullo de la música y la voz de Pappo que volvía a decir déjenme, o voy a enloquecer, como un disco rayado.
A Paulina no se le ocurrió disimular de otra forma más que permanecer inmóvil como una estatua. Empezó a sentir unas ligeras ganas de vomitar. Miró a Martín, o más bien lo observó, fuera de sí misma, medio hipnotizada por algo que se iba transformando en un horror creciente. Él ya había devorado la primera empanada en un suspiro y ahora iba por la segunda. Comía y miraba de cerca la comida con los ojos entornados en un gesto de intensa satisfacción, como si estuviera saciando una desesperante adicción. El relleno de la empanada era un bulto de carne roja que se escurría hacia afuera, apretando y sobresaliendo cada vez más. El jugo rojo chorreaba por entre los dedos velludos que la sostenían y aterrizaba sobre el plato en forma de espesos goterones. La boca de Martín, toda manchada, superpuesta en el nauseado campo visual de Paulina, volvió a hincar los dientes en el bulto rojo, tiró, encontró una resistencia y arrancó algo que se partió y crujió como un tendón. Unas gotitas del color de la sangre salpicaron una copa de vidrio.
Las ganas de vomitar aumentaron de golpe. Paulina alcanzó a taparse la boca con el dorso de la muñeca mientras se levantaba del asiento. Chocó con una esquina de la mesa, y la cara de Martín se levantó hacia ella con los ojos velados y una sonrisa pintarrajeada de payaso. Él parecía haberse olvidado de que ella estaba ahí.
-¿No vas a comer?- dijo-. Están calentitas.
Paulina sacudió la cabeza metiéndose el puño en la boca y se le escapó un gemido.
-Bueno. Venga para acá- dijo Martín, y arrimó hacia sí el plato que le correspondía a ella.
Paulina se dio media vuelta, haciendo bambolear el bolso, y se las compuso para volver corriendo a los baños.
Consiguió llegar a los trompicones al sucio inodoro, que había dejado con la tapa levantada, y allí se dejó vencer por las arcadas. Se dobló espasmódicamente sobre el agujero, como si forcejeara contra algo invisible, y la sensación del vómito la llenó de pánico. Por un momento, creyó que no saldría nada, hasta que un chorro tibio y de color ocre brotó con violencia, llevando consigo unos grumos de comida, y chapoteó en el charco del inodoro. Así vomitó otra vez, y otra. Reconoció con asombro los restos de medio paquete de galletitas que había comido esa tarde para calmar los nervios de la cita (tan intensos que no había podido aguantarse), convertidos en un horrible embudo viscoso y amarillento que flotaba como una isla. Eso le reavivó las ganas de devolver. Pero esta vez logró contenerlas. Sentía los labios humedecidos por una sustancia ácida que le quemaba la garganta. El olor feo de su vómito le llegaba en vaharadas invisibles que llenaban el cuartito. Se puso a temblar, tal vez no por los vómitos, sino por el frío. Seguía haciendo un frío de heladera en el toilet.
De lejos percibió que se reanudaba la charla general de los comensales y se dio cuenta de haber dejado abierta la puerta del toilet. No podía darse vuelta ni estirar un brazo para cerrarla, por el momento sólo podía permanecer doblada, aguantando las náuseas, que amagaban a volver. Escuchó que alguien se echaba a reír, alguien carcajeaba como un tonto, tal vez uno de los gemelos bestia. Imaginó a Martín hablando con esos desconocidos y haciéndoles comentarios estúpidos sobre ella, como sí, es mi novia, es que las gorditas sensibleras son mi debilidad. Lo odiaba. Quiso imaginarlo como un tarado, un imbécil, pero lo que vio por el ojo de su mente fue su cara como la había visto justo antes de salir corriendo, esa cara manchada de comida y que la miraba con ojos extasiados. Esa cara le sonreía y tenía la sonrisa de un payaso perverso, con la boca exageradamente grande, los labios rojos y brillantes y unos dientes blancos y enormes como colmillos, que apresaban jirones de carne roja.
Esa carne… La forma y el color de esa carne… Y la manera de comerla… Era como si se estuvieran comiendo a un… a un…
No, no era posible. Este lugar y su gente habían logrado horrorizarla y enfermarla, pero todo lo que iba más allá era imaginación suya. Lo que necesitaba era irse de aquí. Se imaginó volviendo a casa de sus padres y entrando con estrépito, corriendo escaleras arriba entre gimoteos, metiéndose en la ducha, sollozando con la cara hundida en la almohada mientras sus padres le preguntaban qué le había pasado…
Sí, sí, después vas a lloriquear todo lo que quieras, pero ahora tenés que irte de acá. Tenés que irte AHORA MISMO.
Entonces escuchó el ruido, ese mismo ruido que venía de la rejilla practicada en la pared. Unos metales se raspaban entre sí con un sonido rechinante.
Cuchillos. Alguien estaba afilando unos cuchillos.
El ruido cesó después de varias repeticiones. Luego se oyó el murmullo de otra herramienta que serruchaba algo duro. Un silencio. Y después, un golpe húmedo, como si dejaran caer un jugoso filete de carne sobre una mesada.
Paulina logró incorporarse de a poco. Se le habían dormido las piernas. Rozó algo con la cabeza y un reflejo la hizo encogerse. Entonces vio la cadena de bronce del inodoro oscilando y temblequeando. Levantó la mano para tomarla y dejarla quieta.
Otro golpe. Y después, más serruchadas.
La rejilla estaba un poco más alto que ella, pero no tanto como la ventana de la otra esquina. Cuando se acercó, sintió un hálito de aire frío que le daba directo en la frente. Se puso de puntillas y apoyó las manos y el pecho contra la pared, y así logró mirar a través de los alambres. Era como mirar a través de un buzón para cartas. Sólo se veía la luz de una abertura rectangular al final de una estrecha negrura. Esa abertura daba a otro recinto mal iluminado, separado del toilet por la delgada pared. Al fondo se veía otra pared con un solitario tubo luminiscente que arrojaba una luz fría hacia la habitación en sombras. Más abajo estaba la silueta de un hombre que se ponía de espaldas a la rejilla y de frente a una mesada metálica. El hombre era bajito y pequeño y llevaba puesto un delantal blanco anudado en la espalda y otro negro atado a la cintura. Tenía la cabeza gacha y sólo sus brazos se movían, trabajando, y el movimiento coincidía con ese extraño ruido de serrucho.
De pronto el hombre se volvió hacia un lado y se apartó dando unos pasos, llevando entre las manos lo que parecía ser un corte de carne. Entonces Paulina vio todo lo que había sobre la mesada.
El cuerpo humano que yacía ahí había sido desollado de pies a cabeza y los músculos rojos brillaban a la luz. El tórax había sido vaciado de sus entrañas y ya sólo quedaban las costillas al aire, recubiertas de carne, tendones y grasa, y más separadas de lo normal. Una especie de sierra estaba enterrada en el hueso del esternón, apuntando con el mango en diagonal hacia el techo. El cadáver estaba decapitado, y en el lugar donde debía estar la cabeza había un gran charco de sangre coagulada. Un brazo en carne viva colgaba del borde y unos densos hilos rojos se suspendían de la mano abierta. A una pierna le faltaba una buena parte de carne a la altura del muslo, y el hueso del fémur quedaba a la vista.
Debajo de la mesada había otros dos cadáveres apilados, estos todavía con piel, cabezas y pelo. Estaban metidos en bolsas de plástico, blancos como la cera y, al parecer, bien refrigerados, ya que aquel recinto funcionaba como una especie de cámara frigorífica.
Hubo otro golpe húmedo, que indicaba que el hombre había depositado el corte de carne que transportaba.
El hombre volvió a la mesada, y cuando la luz le dio en la cara apareció el rostro arrugado del mozo Miguel. Se puso de espaldas y siguió trabajando. Levantó del borde de la mesada un cuchillo enorme y lo raspó varias veces contra un afilador que traía en la otra mano. Pero entonces las manos se detuvieron y quedaron tiesas en torno a las herramientas, y por un instante todo el cuerpo del mozo permaneció inmóvil y tenso.
Se dio vuelta de un salto, armado con el cuchillo, y su rostro, iluminado como una luna menguante, mostró una expresión suspicaz, con los ojos completamente negros y la mirada fija en la rejilla.
Sólo entonces Paulina reaccionó. Intentó agacharse y esconderse, pero las piernas entumecidas no le respondieron, y terminó desplomándose. Se golpeó el pómulo contra el suelo y después de eso se vio tendida al lado del inodoro, paralizada, incapaz de moverse aparte de sus temblores. Estaba gimiendo a causa de un terror que la hacía sentirse indefensa. El hombre malo la había visto y ahora venía por ella, sabía dónde estaba escondida y la encontraría.
Escuchó que abrían de un empujón una puerta, y una conmoción de voces invadió el pasillo.
-¿¡Qué está pasando!?- la voz de Martín, desaforada.
Entonces, tal vez por creer que venían en su ayuda, Paulina logró librarse de su parálisis, y hasta respondió en un grito:
-¡Tiene cadáveres ahí! ¡Es un asesino!
-Dale, amor- la voz se volvió melosa, maligna, y empezó a acercarse-. Tirate a la parrillita, que la preparamos para vos. Tirate que está linda. No te va a quemar mucho. ¿Amor…?
Paulina alcanzó el borde de la puerta de un manotazo y la cerró justo cuando una sombra aparecía sobre la pared del pasillo. Debajo del picaporte había un pestillo en forma de perilla. Ella lanzó otro manotazo para agarrarlo. Le pareció el movimiento más lento de toda su vida, y pensó que sería como en sus pesadillas, donde un hombre malo que la perseguía siempre la atrapaba, y entonces se acababa todo. Pero, para su sorpresa, logró hacer girar el pestillo justo cuando intentaban abrir, y una barra de metal oculta en la cerradura mantuvo la puerta cerrada. El picaporte se accionó enloquecidamente. Alguien intentó empujar la puerta como con un súbito arrebato de furia, hasta que paró de golpe. Las voces se amontonaron en el pasillo, rebotaron contra las paredes y formaron un remolino ininteligible.
-Amor…- la voz de Martín, imitando burlonamente una súplica-. Dejame llevarte a la parrillita, ¿sí?
Otra voz de hombre se echó a reír, y una idéntica le hizo coro. Tal vez fueran los gemelos.
Paulina se arrastró hacia atrás hasta refugiarse entre el inodoro y el lavabo.
Una voz de mujer le habló a través de la puerta:
-¡Dale, querida, que ya son la diez de la noche y tenemos hambre! ¡Queremos comer! ¡Y queremos carne tierna y joven, no la grasa de viejo que nos vienen sirviendo!
-¡Sí, tenemos hambre!- replicó Martín, y empezó a azotar la puerta con unos golpes a mano abierta, dándole cada vez más fuerte. Su voz también fue subiendo hasta ser un alarido-. ¡Queremos comer! ¡Tenemos hambre y queremos comer!
-¡Basta, che!- vociferó otro hombre, imponiendo autoridad, y los golpes cesaron-. ¿¡Por qué están haciendo quilombo!?
-¿¡Vos le pusiste cerrojo a esto, enano de mierda!?- respondió Martín.
-¡Este es mi local!- le contestó el otro hombre, que parecía ser el mozo Miguel-. ¡Rompés algo y no volvés más!
-¡Pero yo traigo la comida!
-¡Estás equivocado! ¡Yo te cocino, te sirvo y vos pagás! ¡O te llevás el fiambre a tu casa, a ver si te atrevés a hacer eso, enfermo! ¡Y córtenla con todo este barullo! ¿O quieren que los vecinos escuchen algo raro?
-Pero el fiambre se acaba de encerrar ahí, Miguelito- avisó la voz de mujer, con un tono de ironía que casi dejaba en ridículo la sentencia del mozo. Podía ser la pareja de uno de los gemelos.
-¡Todavía está acá adentro!- vociferó Martín, con desesperación.
Hubo un silencio. Por un momento todos dieron la impresión de quedarse quietos y pensativos. Luego se oyeron unos pasos firmes y alguien abrió de un empujón la puerta del pasillo. Se desató otra conmoción y algunas voces volaron hacia la otra sala. Los movimientos eran rápidos, y las voces, acuciantes, como si todos acabaran de darse cuenta de algo alarmante.
Paulina también se había dado cuenta.
Su bolso estaba todavía tirado en el suelo. Lo había dejado caer justo antes de doblarse para vomitar. Se estiró hacia donde estaba caído, lo agarró por la correa y lo arrastró hacia sí. Volcó todo lo que llevaba adentro y removió desesperadamente con las dos manos, hasta que su celular apareció debajo de una agenda que decía en la tapa 2014 TUS SUEÑOS HECHOS REALIDAD. Agarró el celular mientras las voces del pasillo seguían discutiendo. Sólo tenía que llamar a la policía y aguantar ahí hasta que llegaran, y entonces todo acabaría, todo acabaría bien. Pero ¿cómo iba a encontrarla la policía? Este lugar no tenía ni nombre ni dirección. Ni siquiera podía buscarse en internet, ellos lo habían borrado del mapa, lo habían ocultado bien para que nadie los descubriera. Tal vez, si recordaba el nombre de las calles, si daba alguna descripción…
El celular no prendía. La pantalla negra la reflejaba a ella mientras apretaba el botón de encendido una y otra vez. El pánico y el terror volvieron a cernirse sobre ella. Golpeó el celular contra la palma de la mano, mientras se le escapaba un sollozo, y la tapa del aparato salió volando, como si hubiera estado floja. Lo dio vuelta y entonces vio que faltaba la batería.
¡Hijo de puta! ¡Me la sacó cuando yo le entregué mi celular!
Lo arrojó con furia contra la puerta y el golpe dejó una marca en la pintura. Del otro lado todos se callaron, y luego Martín fue el que se echó a reír, con una risa burlona y cruel, como sabiendo lo que ella acababa de descubrir.
Alguien había subido de golpe el volumen de la música de fondo que venía de la otra sala. Un ruido infernal de guitarras eléctricas y de baterías retumbaba a través de las paredes, y la voz de Pappo ahora era como la de un gigante que volvía a clamar por favor, déjenme, o voy a enloquecer.
-¿Qué está haciendo Miguel?- preguntó una voz apenas audible.
-Están bajando las persianas- le respondieron.
-¿Y para qué van a…?- la voz se fue alejando hasta perderse en el barullo.
Paulina, mientras tanto, estaba desparramando todo lo que había caído al suelo del baño, ya dominada por el terror.
Alguien intentó abrir la puerta otra vez. El picaporte giró enloquecidamente y la puerta se estremeció entre sus marcos, trabada sólo por aquella delgada barra de metal que soportaba los embates. Unas sombras llenaron la rendija de abajo.
-¿Amor?- la voz melosa de Martín, pegada a la puerta, conteniendo una risa incomprensible-. ¿Te puedo ayudar en algo? ¿Estabas buscando esto?
Algo pequeño empezó a deslizarse por la rendija. Tenía una forma plana y los bordes rectos de un cuadrado o un rectángulo. Era la batería del celular.
Paulina se lanzó hacia adelante con un gesto patético. Intentó atrapar la batería, pero esta desapareció de golpe, y ella acabó arañando el borde de la puerta, haciéndose daño. Del otro lado, Martín no pudo contener la risa y soltó una malévola carcajada.
-Te doy una ayudita, ahora sí- dijo Martín-. Tirá la cadena. La cadena, amor. Tirala suavecito, despacito. Y así te vas a salvar, haceme caso. Tendrías que haberla usado antes, amor, y entonces no estaríamos en este problemón…
Paulina, a gatas, miró por encima del hombro hacia la cadena del inodoro que colgaba del techo. Pero su atención fue más allá de eso.
La ventana.
La ventana daba a la calle. Sólo tenía que romper el vidrio. No creía ser capaz de salir por el pequeño espacio que dejarían los cristales rotos. Pero sí podía gritar.
Bajó la tapa del inodoro y se paró encima. Estiró un brazo a la ventana, pero esta estaba demasiado alto, y ella tenía brazos demasiado cortos. Se paró más al borde del inodoro y volvió a intentar, pero resbaló y se dejó caer al suelo.
Se escuchó un tac-tac-tac contra la puerta, como si alguien la golpeara con una llave. Luego otra voz de mujer habló, en tono regañón:
-Querida, salí de ahí de una vez. Mi hijo todavía no comió. Mi hijo tiene que comer su plato de carne, y nosotros sabemos qué carne es buena para él. Así que vos no se la vas a negar. ¡A la parrilla, vamos!
Debía de ser la madre del niño. Paulina la ignoró. Removió las cosas del suelo con los pies, buscando algo, hasta que volvió a encontrarlo: el celular.
-Amor…- otra vez Martín-. Perdonanos. Nosotros no lo podemos evitar. Somos esclavos, somos esclavos de esta cueva del morfi. Seeeee… ¡Soy un esclavo de tu carne, amorrrrr!
Se encaramó una tercera vez al inodoro.
-Te prometo que no te vamos a torturar, amor. No, no somos como esos sádicos de los mataderos. Es sólo un corte rápido a la garganta y listo. Ni lo vas a sentir. Miguelito es muy hábil para eso. Ahí se acaba todo, amor… Y después, a comer…
De pie sobre el inodoro, miró la ventana, y le arrojó el celular con todas sus fuerzas. En el vidrio se dibujó una telaraña de astillas.
-¡Eh!- la voz de Martín se volvió hacia otro lado-. ¡Vengan rápido! ¡Hay que tirar esto abajo!
Se daban cuenta de lo que ella intentaba hacer.
El celular había caído en la pileta del lavabo y parecía haberse desarmado. Paulina lo descartó de sus opciones y estiró los brazos cuanto pudo hacia la ventana, pero apenas llegó a rozar el alféizar con la punta del dedo corazón.
Las voces volvieron a amontonarse en el pasillo. Luego la puerta recibió un golpazo, pero sólo se estremeció.
-¡La concha de tu madre!- vociferó Martín, ahora enfurecido.
La cadena.
La cadena colgaba entre ella y la ventana. Si la sujetaba con ambas manos podía usarla como un columpio. Así se impulsaría hacia la ventana y terminaría de romperla con el puño. La cadena bajaría cuando tirara de ella con su peso, pero podía compensarlo si la agarraba de lo más alto.
Otro golpazo. La puerta pareció desencajarse. Las voces al otro lado formaban una especie de coloquio, una concentración de voluntades malignas.
Agarró la cadena con ambas manos, tomó impulso y despegó los pies del inodoro para saltar hacia adelante.
Lo que pasó inmediatamente después fue que la cadena bajó, pero no corrió agua desde el depósito, sino que se escuchó el ruido inconfundible de otro mecanismo que se accionaba, un mecanismo con engranajes y poleas y más cadenas. Hubo un estruendo soterrado y Paulina soltó un grito al sentir una especie de terremoto. Se olvidó de la ventana y se aferró a la cadena, colgando de ella. Miró hacia abajo y vio que el suelo del baño se hundía y se abría en dos como una trampilla. Después de eso, Paulina vio sus propias piernas bailando sobre el umbral de un agujero que descendía a las tinieblas. El inodoro y la parte de suelo donde éste se asentaba habían quedado recostados contra una de las paredes subterráneas del agujero, apuntando hacia el fondo. El lavabo con el espejo estaba de lado contra la pared subterránea opuesta. El bolso y las cosas que ella había desparramado se deslizaron de un lado u otro, cayeron al vacío y se oyeron estrellarse a lo lejos.
El agujero era en realidad un cuadrado casi perfecto. Y las dos mitades del baño abiertas de par en par se mantenían sujetas a la estructura con unas enormes bisagras que ahora quedaban descubiertas en las esquinas.
En el fondo del agujero había una tenue luz proyectada por una forma rectangular. Era el resplandor incandescente de un montón de brasas rojas y grises. Y el resplandor estaba entrecortado por la silueta de unos barrotes negros y rectos, que vibraban con el calor.
Una parrilla.
Una parrilla lista para asar lo que cayera por la trampa.
Paulina pataleó en el aire. Colgaba de sus propios brazos. Se sujetaba a la cadena con ambas manos, teniendo que hacer cada vez más fuerza. Los nudos de bronce con aristas de la cadena le estaban desollando las palmas. Sintió el dolor insoportable de los brazos que se dislocaban lentamente de los hombros.
Hubo otra embestida contra la puerta, y esta vez el pestillo saltó y la puerta se abrió describiendo un arco sobre el vacío. Todos ellos aparecieron agolpados contra el vano, todos los que antes se sentaban a sus mesas, simulando ser personas sanas y ordinarias, ahora convertidos en lo que realmente eran: unas criaturas enloquecidas y hambrientas. Cuando la vieron colgando, a punto de caer, abrieron mucho sus ojos extasiados y sus bocas manchadas, sabiendo lo cerca que estaban de conquistar su deseo voraz. Entonces empezaron a proferir alaridos.
¡Que se caiga! ¡Que se caigaaaaa!
¡Tirate de bombaaaaa! ¡Daleeeee!
¡Qué cacho de nalgas, che! ¡Las quiero bien cocidas!
Un brazo manchado de sangre asomó escurriéndose entre los cuerpos de las criaturas como una lombriz que brotara de la tierra, extendió su mano entre muchas otras, la convirtió en una garra y manoteó el aire, tratando de cazar algo de Paulina. Ella salió de su alcance columpiándose hacia atrás. Se golpeó contra una pared y volvió hacia adelante. El vaivén le lastimó los brazos y la debilitó. Estaba flexionando las piernas, intentando trepar un poco más hacia el techo, pero tuvo que dejarlas caer. Entonces quedó colgando como un péndulo, formando un triángulo con sus brazos agotados. Sus manos ya desolladas resbalaron por la cadena, pintándola con su sangre. La sangre también rezumó por entre sus dedos apretados. Soltó un sollozo de dolor que le hizo alzar la cabeza, y entonces vio, a través de un manto de lágrimas, la ventana, y le pareció que la luz que se proyectaba por el vidrio era la de una nueva mañana, un nuevo día que asomaba como los primeros atisbos de luz y de conciencia que vienen al final de un sueño.
Paulina se sintió en el final de una pesadilla.
Hizo un último esfuerzo. Un esfuerzo por liberarse y despertar. Las criaturas lo percibieron y empezaron a aullar, como si quisieran retenerla en el sueño.
Se columpió hacia atrás. Dobló las piernas, apoyó las plantas de los pies sobre la pared, concentró todas sus fuerzas en ese apoyo y se impulsó hacia adelante, con la vista levantada hacia la ventana.
Entonces sus manos se soltaron, y ella se precipitó hacia las tinieblas con un último grito prolongado.
Fragmento de un artículo publicado en el diario El Barrio, edición del 5 de abril de 2024:
DIEZ AÑOS SIN PAULINA
En la tarde noche del sábado 5 de abril de 2014, Paulina Marcovich, una joven estudiante de 25 años, pasó alrededor de una hora encerrada en el baño, preparándose para una salida y respondiendo mensajes en el celular. Al fin salió del baño arreglada y bien vestida y se despidió rápidamente de sus padres, con quienes vivía en una casa de Vicente López. Todo cuanto les dijo fue que iba a encontrarse con alguien y que la estaban esperando a una cuadra. Parecía bastante apurada, como si supiera que llegaría tarde a alguna parte. Momentos después, sus pasos se alejaban repiqueteando por la solitaria vereda. Así es como Diego, el padre de Paulina, relata la última vez que él vio a su hija. Paulina nunca volvió a aparecer.
Su padre se quedó despierto esperándola hasta la madrugada. Paulina no era de pasarse toda la noche afuera, en realidad ni siquiera solía salir tan tarde. Ya alrededor de la una de la mañana, Diego intentó llamar a su hija al celular, pero cada llamada se perdía en la nada. Entonces despertó a Olga, su esposa y madre de la joven, y horas más tarde los dos denunciaban la desaparición de Paulina en la comisaría. Después de esto, no hay mucho más que contar, ya que las pistas del caso conseguidas en estos últimos diez años han sido, en el mejor de los casos, insuficientes.
Ya va a hacer una década que Paulina permanece atrapada en las sombras de aquella noche.
Según el rastreo mediante GPS realizado por la policía, el celular de la joven dejó de funcionar por una esquina del pequeño barrio vecino de Villa Cruz, a unas veinte cuadras de su domicilio. Cuando los investigadores del caso se acercaron a este punto, sólo encontraron una manzana de humildes casas bajas con veredas arboladas, donde los únicos negocios eran una vieja tapicería y una rústica parrilla. Los dueños de estos dos locales negaron haber presenciado nada fuera de lo normal la noche del suceso. Los vecinos, pasmados de que les hablaran de una desaparición en su cuadra.
Como Paulina había dicho que se encontraría con alguien, la primera hipótesis fue que ella estuvo esa noche en la parrilla, la cual lleva el nombre de La Cueva. Sin embargo, cuando al dueño de La Cueva le mostraron las fotos de perfil de sus redes sociales, el hombre declaró no reconocer a Paulina. El juez ordenó el allanamiento del local, pero no se encontró evidencia alguna.
“Somos un negocio de barrio”, explicó a El Barrio el propietario de la parrilla, de nombre Miguel, “nuestros clientes siempre son más o menos los mismos, porque además ni siquiera hacemos delivery a más de veinte cuadras, aunque a veces viene gente de otras partes”.
Rodrigo, un empleado de una concesionaria que habita un PH adyacente a la parrilla junto con su esposa, su hermano y su cuñada, detalló que era “la primera vez que algo así pasaba por esta zona, que es la parte más tranquila de Villa Cruz y tal vez de toda la ciudad”.
María, una ama de casa que también vive en esta manzana con su esposo y su hijo de diez años, afirmó tener “miedo de pisar la calle a la noche. Esto no es como las noticias de siempre sobre robos y esas cosas. Es algo muy distinto. Más oscuro y aterrador. Da miedo de verdad. Todos deberían tener miedo”.
Jorge, un hombre mayor que es el dueño de la tapicería, donde todavía trabaja a pesar de haberse jubilado, dijo: “es de no creer. Yo hace más de cuarenta años que trabajo acá. Últimamente hay mucho delincuente suelto, mucho más que antes, cuando todavía se podía atender el negocio sin tener que cerrar con llave entre cliente y cliente. Pero ¿un secuestro? Esto no le pasa a Villa Cruz desde la Dictadura”.
Nunca se hallaron las pertenencias que Paulina llevaba consigo esa noche. Tampoco se conoció nunca la identidad del supuesto individuo con quien ella decía que se encontraría. La policía interrogó a sus amigos y compañeros de facultad, pero ninguno declaró haber visto a Paulina ese fin de semana. Una de sus amigas cercanas comentó que Paulina había insinuado, por mensajes de texto, que estaba saliendo con alguien desde hacía poco, pero no hubo forma de conectar este hecho con su desaparición.
Otra amiga y compañera de clase informó que por ese tiempo Paulina se relacionaba con un estudiante que coincidía con ella en una materia de la carrera. Esta información, en principio vaga e inconexa, resultó ser la pista más sustancial para el caso y la que por un tiempo hinchó de esperanzas a los familiares de la chica.
El estudiante en cuestión era un joven que asistía a una única materia, donde las clases eran multitudinarias, como suele pasar en muchas asignaturas. Esto ya era en cierto sentido sospechoso, por la posibilidad que aquello daba de esconderse entre la multitud. Pero he aquí el hecho más escabroso: este estudiante, que solía ser cercano sólo con Paulina, dejó de asistir a la materia al mismo tiempo que ella desapareció, según lo que informaron los compañeros de la chica. Y después de que la Justicia ordenara que la Facultad entregara los listados de estudiantes de la asignatura, se determinó que este hombre nunca se había anotado en la cursada. Ni siquiera figuraba inscrito en la carrera. Era, para llamarlo así, un intruso.
A partir de entonces, este individuo se considera prófugo. Se desconoce su nombre, y su descripción da para un retrato bastante vago: joven, de unos treinta años, alto, muy bronceado, con los ojos verdes y el pelo corto y rizado. Tiene un carácter torpe, como de tonto, pero sin ninguna discapacidad conocida.
“Alguien se había cruzado en la vida de mi hija”, afirma Diego, diez años después, con la mirada de pronto perdida, como si una parte de él volviera a aquella noche. “Fue alguien que en muy poco tiempo la manipuló y la convenció de no revelar su identidad. Alguien con un plan malvado. Un demonio. Sé que le hicieron daño a mi hija. Yo sólo quiero que me la devuelvan. Si ella vive, quiero que vuelva a casa. Si no es así, quiero poder enterrarla. Pero ella tiene que estar en alguna parte, porque no se la pueden haber tragado, ¿no?”.
A pesar de haberse clasificado el caso como un secuestro y un posible femicidio, la falta casi absoluta de pruebas y la ausencia de un cuerpo obligó al fiscal del caso a barajar la hipótesis de que Paulina no había sido la víctima, sino una participante activa de su propia desaparición. Es decir, que Paulina y el individuo no identificado podrían haberlo tramado todo para escaparse y vivir escondidos en alguna parte. Cuando Diego escucha y recuerda esto, decide reírse con amarga incredulidad. No, su hija nunca habría hecho eso. Pero, a fin de cuentas, ¿qué certeza tenemos?
Esta hipótesis no tardó en filtrarse a los medios de comunicación más importantes del país, que para entonces llevaban varias semanas informando sobre el caso de Paulina, al igual que este humilde periódico barrial lo sigue haciendo hasta hoy, sin olvidarse de sus queridos vecinos de Villa Cruz y sus zonas aledañas. Así, con la masificación de la noticia, empezaron a llover las denuncias de personas que decían haberse topado con Paulina aquí y allá. Una mujer denunció haber visto a Paulina cruzando la frontera de Entre Ríos y Uruguay. A los pocos días, alguien más informó que Paulina estaba viviendo en un pueblo de La Pampa. Unos días después, otro denunciante dijo que Paulina estaba trabajando en un hotel de Catamarca. Y a la semana siguiente, otra persona afirmó que Paulina había llegado a la localidad de…
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