Memorias- Primera Parte

Memorias- Primera Parte

Vanesa Schmit

19/01/2025

El principio del final

Ella bebió el último sorbo de su vaso. Recordó las noches con el él. Recordó las entregas y las promesas entre los besos ardientes.

Ella bebió el último sorbo y en su mente afloró la agitada respiración de él frente a ella, hacía más de un mes que se habían amado como si fuera la última vez, sin saberlo, que sería la última vez que sus cuerpos se rosarían, sudarían y se verían desnudos.

Ahora bebía una bebida añeja de alguna fiesta pasada, una bebida tan vieja como las esperanzas acerca de rescatar su matrimonio, ella que nunca había creído en los matrimonios, en los contratos, pero que había sucumbido a las órdenes sociales, a las estructuras patriarcales, ahora se encontraba frente a su computadora, sola, un sábado por la noche, en un proceso de separación, e intentando sobrevivir a ese fin de semana que le tocaba a su hijo mayor estar con su padre.

La bebida que tomaba, no sabía si era tan añeja como el dolor en el alma que traía, iba a hacer tres años de la muerte de su hija, y en esta noche sentía que perdía un poquito más a su hijo vivo, ¿tanto dolor podía entrar en una misma noche?

Tal vez la bebida estaba vencida, últimamente había tantas cosas en su vida que estaban vencidas… su matrimonio ¿era una de esas?

Por un momento pensó en cómo había actuado la noche anterior, tratando de saber de la otra parte, de como estaba, de algún acercamiento, pero esta noche no había sido igual, y una vez más comprendió que lo único que los unía era su hijo vivo, porque su hija muerta, era eso, una hija muerta.

Cada sorbo dulce de la bebida la estremecía, ella prefería lo amargo, vaya coincidencia, lo amargo, la cerveza, sin tanto dulce, seco y/o amargo, tan sencilla pero a la vez tan complicada, al menos para él, que prefirió lo estable, lo conocido, lo tradicional, a sus mandatos familiares; ella era mucho desafío, ella era lo prohibido para sus esquemas mentales.

“La Victoria”, así se llamaba la bebida, solo el nombre de la bebida, porque ella sentía que su vida estaba siendo un fracaso, separándose con un hijo se siete años, casi once años de estar juntos, y una hija muerta hacia casi tres años. Y aunque todo el mundo opinara que esta última fuese la causa de separación, ella sabía que había pasado demasiada agua debajo del puente, la muerte de su hija a los siete meses de gestación tal vez había venido a confirmar el desenlace de una profesía anunciada.

Esa noche tenía la impresión de ser una noche larga, volvió a ver las películas de superhéroes que vio junto a su hijo en otras oportunidades, a lo mejor el mirar cómo las personas luchan por una causa “supuestamente justa” la hacía pensar que el mundo no estaba del todo tan mal.

A veces luchar por las “causas justas” no parecía tan fácil, seguramente esa noche hubiese deseado tener algunos de esos poderes que se veían en la película, sin embargo lo único que tenía era esa bebida que iba a dejar de tomar, creo que lo único bueno de ese momento era darse cuenta del límite de su estómago.

La escritura como puente

De adolescente solía leer y escribir acerca del amor, esas románticas historias que se cuentan en los libros, ella prefería leerlas e imaginarlas, disfrutaba imaginando escenas y luego escribiendo las suyas, esa escritura la salvó muchas veces, la conectó con lo que podía ser y hacer, los variados personajes que adoptaba en las escenas, unos años, varios después, al leerlas se daría cuenta que en todos esos personajes que escribía, imaginaba, simplemente estaba ella, ella adoptando diversos nombres, pero su esencia ahí, a veces llevaba vestidos de épocas antiguas, otras veces un traje de abogada, pero debajo de todo eso, simplemente era ella.

En su familia, hija mayor, heredera de todo, no de lo material, sino de todas las expectativas que los padres y las madres tienen de un primogénito o una primogénita, sin olvidar que ya desde su nacimiento, empezó romper esquemas. Era deseado un varón, para llevar el apellido, para ayudar a su padre y esas cosas de antes que se estilaban y nombraban, pues bueno él en realidad era ella. Y desde ahí las cosas fueron así, así de rebeldes o así de diferentes. Intentaba tratar de ver que lo diferente no era malo, que no encajar con las expectativas de otros no era su responsabilidad, en realidad su responsabilidad en esta vida, o en las otras si las había, era intentar ser feliz, aunque sea de a momentos.

Esto último le había dicho a su terapeuta después de casi tres años de la muerte de su hija, “solo quiero poder volver a reír aunque sea de a momentos, sentir algo lindo dentro, aunque sea por algunos ratos”; había tanto deseo puesto en esas palabras, había tanta valentía que ella se la repetía una y mil veces internamente y a otros, a veces parecía no poder creerse que después del dolor más grande que puede pasar una persona, decir que deseaba volver a sonreír era como pararte ante la vida y decirle, voy a decidir hacer algo diferente con esto.

Su hija no iba a volver a vivir, no al menos físicamente; y aunque doliera decirlo, pensarlo y sentirlo era así, ella había cantado una canción de cuna en su tumba, una canción que había elegido para cantarle por las noches, la realidad había sido otra, apretando esa manta a medio pintar con el primer juguete tejido que le había comprado, con el alma destrozada, estaba ahí cantándole lucerito de la mañana, ahora, tiempo después, todavía esa escena la hacía llorar al recordar esa canción. Su hija no iba a volver y ella tampoco, esa mujer de antes tampoco iba a volver.

Ese fue el error de los otros, creer que ella volvería a ser la misma de antes. Estaba rota, su alma estaba fragmentada, y ella no tenía intención de remendarla, de tapar la herida, su objetivo era seguir caminando así, así de rota, así de dividida entre el amor para sus hijos en la tierra y en el otro espacio infinito que nadie conoce a ciencia cierta.

Moverse

Iba a hacer una semana de la separación física, él en la casa en la que habían vivido por más de siete años, ella en un departamento de sus padres.

Un mes de la discusión que había marcado el inicio del final. Hubo tantas discusiones, tantas promesas de cambio, tantas advertencias de que alguna vez esto iba a pasar, y ahora se concretaba. En un mes ella había resuelto que no lo iba a esperar más, se había cansado de “ser el pilar” de él, ya no deseaba esa función en su vida, ni en la de él ni en la de ella. Era consciente que por mucho tiempo eso había funcional para la pareja, pero todo lo funcional cambia, la vida es eso también cambio y transformación.

Y la semana se transformó en dos meses cumplidos de la separación física.

En la última conversación donde ella la había solicitado, él le había dicho que no estaba dispuesto a arriesgar nada, que prefería la separación total, su justificación era no seguir haciéndole daño a su hijo. Ella lo intentó, le abrió su corazón y su alma, bajó la guardia, pidió perdón por los momentos de impulsividad y enojo, por las palabras que seguramente dañaron; pero no bastó. Unos días después volvió a intentarlo aquel domingo, llorando frente a él, admitiendo que ella deseaba su familia, la que había constituido con él y con sus dos hijos; pero ni los abrazos bastaron, ella sabía que lo amaba, pero ya no estaba tan segura de que él sintiera lo mismo, más de todo cuando él le dijo que le costaría volver a confiar en ella.

Su lágrima se detuvo en la mejilla y en ese momento comprendió que ya estaba más lejos de su corazón y del deseo de volver a tener su familia.

¿Volver a confiar en ella? Esa pregunta resonó en su mente los próximos días, la repitió en voz alta y hasta dudó de todo lo que había sentido y realizado en la relación de ambos. Su cuerpo le pasaba factura. Sus malestares, sus dolores de cabeza, el insomnio, las pesadillas, los sueños con él, despertarse cansada, vivir con ansiedad, intentar hablar con él y nada. Solo quedaba una decisión final, y aunque le doliera, era esa, el divorcio.

Y ese viernes, lo intentó por última vez. Una invitación compartida con otros, y él la rechazó. Ella decidió y se lo comunicó, había sido su último intento.

Un fin de semana sin su hijo, pues le tocaba pasarlo con su papá. Aprovechó a descansar, o al menos a hacer lo no esperado, lo que podía, a conectarse con la ausencia y la falta, pero también con otros momentos, los de tener que dejar de hacer, los momentos de elegir, treinta y ocho años, y sentía que podía elegir cómo empezar a vivir ciertas cosas, sabía que era un duelo más, dolía, lo extrañaba, lo quería; pero estaba eligiendo, ella elegía que era momento de no escribirle más, de no pedirle más diálogo; era momento de, con el dolor que le causaba, no esperar nada más de él, porque no dolía la espera, dolía esperar algo que no iba a venir de él.

Los pedazos que nos quedan

Ese sábado a la tarde se encontró arreglando cajones con plantas, pintando macetas, sembrando en ellas, en ese sábado cálido de agosto recuperó una parte de sí misma en aquel torbellino de la separación, se volvió a reencontrar con la parte de ella que se conectaba con su esencia, y eso la hizo tener una mínima esperanza, el mirar por ese ventanal y descubrir que aún en ese mini departamento, aportando lo que podía económicamente a sus padres, aún con todos sus planes dados vueltas, volvió a encontrarse con algo de ella, la tierra, la siembra, el arte, el hacer de un lugar, un hogar; ella lo sabía, lo había aprendido bien, el lugar se transforma en hogar cuando empezamos a donar nuestra esencia en él y cuando ahí es donde por el momento queremos habitar, ella intentaba habitar ese lugar, ese momento, lo intentaba y sabía que ese era un paso muy grande en su proceso de duelar la relación con él.

Lo nuestro no quedo solo nuestro

Ya era pasada la medianoche, y brindó por no escribirle ese día.

Y a su vez era la promesa de no escribirle en las próximas veinticuatro horas.

Lo había logrado, era una batalla librada y se festejaba por eso.

Recordó la canción de su casamiento, “que lo nuestro quede nuestro”, y ahí se percató que ella había elegido ese tema aun sabiendo que era solo su deseo, nada de lo “nuestro” iba a ser de “ellos”, cuando una de las partes abre la puerta a que otros intercedan, a que otros opinen, a que otros sean los que digiten movimientos a través de tradiciones, expectativas, creencias, nada de lo nuestro se iba a quedar nuestro si ambos no estaban decidido a eso.

No todos los septiembres son primavera

Los fines de semana eran lo más complejo de vivir, o de sobrevivir. Anotó en su cuaderno, frases que escuchaba “Culpable de quererte tanto que olvidé mi voz”…“No debí soñar un amor tan puro”… eran canciones, pero en ese momento las letras parecían tatuadas en su cuerpo y alma.

Y si su relación con él llegaba a su fin, lo mismo pasaba con el mes de agosto.

Un nuevo septiembre se avecinaba, un nuevo aniversario del nacimiento sin vida de Alfonsina. Sentía internamente que no estaba parada en el mismo lugar que hace años atrás, pero era un tiempo en el que una vez más sentiría esa ausencia física, esos recuerdos que a veces tienden a volver, esa fisura en la vida, en su vida. Y ahora estaba allí, en un camino diferente, un aniversario lejos de él, del papá de Alfonsina.

Ese domingo a la mañana todo pareció volver de golpe, sus recuerdos de fin de semana con la que ella había considerado su familia, su patio, sus plantas, su tradicional pollo asado, la sobremesa, las conversaciones… los domingos parecen aplastar un poco más el empoderamiento que ilusoriamente creía haber conquistado.

Necesitaba escribir, una vez más la escritura la salvaba de abismos, de sentirse en la oscuridad, escribía, lloraba y limpiaba…ella no era de la idea de sanar, al menos no “esa idea de sanar tan mercantilizada de hoy”; pero se aferraba que al menos algo de su dolor podía transformarlo en arte, en palabras, en algo que le permitiera transitar ese momento de otra manera.

La semana anterior él había tenido un acercamiento, parecía ya no estar tan frío o helado, había acortado la distancia afectiva. Pero tal vez ella lo malinterpretó, se ilusionó con ese pseudo acercamiento, con alguna que otra propuesta, ya ni sabía si había malinterpretado el accionar de él o es ella decidió confiar en que había algo que podía hacer de puente. Pero otra vez él desapareció, y su pseudo acercamiento la confundió.

Hacía varios días que venía no intentando nada, solo lo justo y necesario por su hijo, la comunicación importante y nada más. Aun así, ella escribió un mensaje diciéndole que se cuidara… esas palabras se las había dicho por once años, no iba a pretender dejar de decirlas de un día para otro, escribió ese mensaje desde el amor que todavía le tenía, porque ella era consciente de eso, de que lo extrañaba, que hubiera deseado tenerlo cerca para abrazarlo, se dijo para sus adentros, que si iba a transitar el duelo, lo iba a hacer como podía, y si en ese “hacer lo que podía” implicaba decirle que se cuidara, lo haría, al fin y al cabo, no se iba a guardar los sentimientos, de última él vería que hacía con eso.

Era consciente de su intensidad. Y hacía tiempo que ya no la negaba más. Su intensidad a veces las llevaba a ser muy directa, y luego recordaba cuantos años había pasado silenciando su manera de ser para “encajar”, para ser “aprobada y aceptada”, se rió, y hasta se vió media loca en esa sonrisa, ya no quería encajar más, eso lo sabía, y en ese no encajar más, su intensidad era su esencia, quien la quisiera, bueno, aprendería a convivir con eso. Incluso hasta ella misma.

Jugarse con todos los sentimientos a flor de piel también implicaba volver a quedar expuesta, a merced de la voluntad del otro.

-Yo no quiero nada serio con vos, no te quiero ilusionar- fueron sus palabras después del beso compartido. Beso que ella había buscado y él correspondido.

Él se fue.

Ella subió las escaleras, le temblaba el ser, el alma, se sentía como una adolescente con su primer beso. Y esperó. Esperó tal vez un mensaje de arrepentimiento, un mensaje de algo, pero nada, la nada misma.

Y de pronto esas palabras asomaron en su mente: “Yo no quiero nada serio con vos, no te quiero ilusionar”. Y todo su ser volvió a temblar, pero de bronca.

Un nudo se le hizo en la garganta y luego en el alma. Algo se anudó. O algo se quebró de nuevo en este septiembre.

Era momento de aceptar que lo de ellos ya no estaba y no iba a estar. Ella no podía seguir en ese lugar donde él la dejaba, tenía que moverse, se había mudado, había movido sus cosas, algo de muebles, su vida se había movido hace más de tres meses, ahora tenía que moverse de ahí. Era momento de poner la barrera, el muro entre él y ella, al menos como pareja. La maternidad y paternidad con Antonio era otro tema.

Fin de año

Y llegó diciembre, azotando con sus “dichosas fiestas”.

Respirar profundo ya había empezado a ser una de sus prácticas cotidianas, pero todavía no era lo suficiente. Diciembre era un mes, el mes en donde todas las decisiones, buenas o malas, empiezan a cobrar la importancia y en algunos momentos parece aplastarte la poca dignidad que te queda en un proceso de separación.

Recordó la última charla con él. Había sido en el algún momento de noviembre, un domingo, mientras su hijo estaba en un cumpleaños, ella le había pedido si podían hablar, su objetivo era charlar sobre su relación y ver si iniciaban o no los trámites de divorcio. En realidad buscaba hablar sin ganas de guerra, se notaba vencida, pero sabía que aún vencida, hay pasos que tenía que dar.

En realidad ninguna de las charlas con él terminan bien o acordando algo.

-Tenes que dar vuelta la página, ya paso la muerta de Alfonsina, tenes un hijo vivo, no lo estás mirando a él- sus palabras fueron tan duras y cortantes, que una vez más, sintió la falta de aire, la opresión en su pecho, la tristeza inundando todo su interior, las lágrimas que no dejaban de aflorar de sus ojos y con un nudo en la garganta abrió la puerta y le dijo que se fuera.

Él no lo hizo.

Pero después de lanzar su veneno, se comunicó con la hermana de ella para decirle que viniera. Era tan fácil romper algo y después pedirle a otro que lo arregle.

A pesar de que no se fue, el resto de la conversación ya era sin sentido. Él no se hacía cargo de sus decisiones y en su lugar atacaba en el lado que sabía que a ella le dolía, la muerte de su hija y la maternidad real que podía ofrecerle a su hijo vivo.

Una vez más el despotricaba y ella quedaba a merced de las emociones. Maldijo para sí misma el haber siempre querido solucionar todo hablando, dialogando, intentando ser sincera con ella misma y con él.

Esos días previos a noche buena recordó esa conversación. Intentó que esas palabras que él había profesado con tanta severidad no la hundiera más, sin embargo a veces pesaba tanto los recuerdos, e, incluso los deseos que no iban a realizarse.

Año nuevo, cambio de año

Hoy cosechó el primer tomate perita, un dos de enero del 2025. Había estaba ansiando que madurara, ya casi sentía el sabor en su boca; pensó si a veces la esperanza se siente así. No lo sabía con exactitud, se le cruzó la idea de que tendría haber nacido con más pragmatismo y menos reflexiones. Lo único que sabía es que a su edad no creía cambiar eso, ojalá lo pudiera al menos mercantilizar según los estándares del capitalismo, nose, algún reel prometiendo magia a través de la cosecha de tomates en cajones, o cultiva tu propio alimento, eso es tu bienestar profundo, si estás bien en tu interior el afuera no te corrompe y así podría seguir con bastantes frases mercantilizadas de lo que implica la salud, el bienestar y la paz interna.

Pero no, hoy es un día de bronca, de enojo, de angustia, de las ganas inmensas de mandar a todos al carajo, incluso de ella irse al carajo con sus actitudes y palabras. Pensó en los “supuestos” diques de moralidad que tenía construidos, últimamente tienen rajaduras, ya no hay “parches terapéuticos” que pueda remendarlos, incluso ya creo que ni le interesaba ni tenía energías en hacerlo.

Es verdad que cuando se cosechaba algo de la quinta en cajones, realizadas en la terraza del departamento donde vivía ahora, sentía algo alentador en ella, después de preparar la tierra, buscar los cajones, hacer el compost, buscar semillas, cuidar la planta, ponerle tutores, regarla, sacarle lo feo, es como que lo cultivado tiene otro valor; pero todo parece mezclarse para desvanecerse a los minutos siguientes cuando te percatas que ese cuidado el resto no lo tiene para contigo. A veces cuidar es simplemente no opinar de lo que el otro hace o deja de hacer, ya ni siquiera pedía palabras de aliento, pero verdaderamente las personas que al menos, por “responsabilidad legal” (¿?) “deberían estar”, son las que más te hunden, las que te van corriendo al borde del abismo, buscas barandas, buscas alguna mano amiga, alguna mirada que te traiga de vuelta, y no solo que no la encontras, sino que ya vas siento debajo de tus talones el vacío de suelo, de piso y sostén al que estás siendo, de a poco, llevada.

En parte debe ser como eso antiguos rituales, sacrificar “literalmente” a alguien para que los dioses no se enojen y sigan proveyendo la fortuna de frutos de la tierra y la riqueza esperada por los emperadores y ciudades gobernadas. Tal vez lo que sienta que está viviendo sea eso, un ritual, donde sacrifican para que nada se mueva de su lugar, todo siga según el patrón familiar y social establecido, según lo que estipula “esa generación de oro, mayores de 50 años”, los cuales presumen sus valores y estilo de vida como bandera y estandarte a la que hay que besar y arrodillarse, bueno, sus padres eran de ellos.

Intentó encontrar algo diferente en sus rostros, alguna grieta en su vida, en su manera de pensar, pero no para lastimar más, sino para sembrar, sembrar algo distinto, como mi siembra en cajones, pero no hay caso, lo intentó, lo intenta, ya perdió la capacidad para ser “amorosa” con determinadas personas y en diferentes momentos. Creo que también es aprender que hay tierras que por más deseos que tengas de trabajarlas y sembrar algo bueno, son tierras infértiles, y todo el trabajo que haces, en un momento se transforma en un escape de energías en vano. Contrariamente le pasa con su quinta, no importa si no da la cantidad esperada, importa y vale lo que puede dar.

“Y si, a veces te dan ganas de darte un corchazo”, aunque suene brusco, ¿Quién no ha tenido ganas de desaparecer aunque sea un momento? Dejar de existir es dejar de sentir y pensar. Y si, a veces te dan ganas de no existir. Incluso llegas a pensar para qué estas en este plano, porque no te moriste aquella vez que pareció haber oportunidades, te lo preguntas, y hasta en el algún momento les recriminas internamente a tus progenitores el haberte engendrado. Igual es en vano, por más que lo pienses no solucionas nada, el tiempo no lo podes volver para atrás, lo que se perdió no se recupera, o lo superas o te hundís en esa oscuridad de lo perdido, de lo que falta y va a faltar.

Su cabeza batalla miles de pensamientos por minuto, y a veces se queda mirando fijamente un punto, no mira a conciencia, solo por unos segundos deja de pensar, de valorar, de buscar alternativas, de sentir, solo así, con la mirada fija en la nada misma, la misma nada que a veces siento cuando ya sentió todo.

Vacío

Últimamente se siente, eso, vacío.

La nada misma.

El hueco siendo el hueco en esencia.

Nada llega, todo se va.

Todo se parte, no queda fragmentos, nada para tomar,

Nada para reconstruir,

Nada por rescatar.

Vacío.

Y otra vez mirando la nada misma, apenas siente las lágrimas caer por su rostro, intenta aflojar el nudo que se hizo en mi garganta, pero no hay chance. Sigue ahí como atándose más, llora, llora ya sin fuerzas, es como si lo único que quedara fuera llorar.

Otra vez esa sensación de estar sola,

Otra vez el mundo rodando ahí afuera,

Otra vez todos y todas haciendo su vida,

Y ella detenida en el tiempo.

Inmovilizada,

Apenas siente la respiración,

La mirada vidriosa por las lágrimas,

El cuerpo como entrando en una letanía,

Se detiene el tiempo,

El vacío,

El hueco donde no cabe nada,

Ya no siente,

Ya no piensa,

Apenas se mueve.

¿Será esto algo parecido a la muerte?

¿Será así morirse un poco más en esta vida?

No si en la muerte de mi hija me sentí así. Tal vez, aún en la sala de operaciones, en esa cesárea no deseada, intentaba aferrarme a la vida, no podía respirar, sentí que me moría, pero aun así me sujeté al pensamiento de volver por mi hijo vivo, lo imaginaba, deseaba verlo, abrazarlo, de eso me aferré, pensé que podía, ahora que miro para atrás, tal vez debí dejarme morir en ese quirófano, hubiera acompañado a mi hija, y ahora, porque imagino eso, estaría con ella, mi nono y mi nona, sentiría su abrazo, su ternura, su afecto, su cuidado.

Quisiera alguna poción mágica para adormecer todo mi ser. Ser una muerta viviente por ratos, para después morirme de verdad.

Aprendí a mi edad, con lo vivido, que aunque muestres vulnerabilidad, aunque cuentes tus temores, tú no poder hacer, a quienes consideras importantes, no importa. Y ahí sientes el hueco, no hay miradas que contengan, no hay abrazo que se intente, no hay palabras ni gestos que aminoren el dolor, te quedas ahí, expuesta con todo tu dolor, porque decidiste contarlo para ver, si, simplemente había una mirada de sostén. En definitiva es como aquel momento en el quirófano, estas atada de manos y pies, no te puedes mover, media adormecida por la anestesia, todos te ven, te tocan, te intervienen pero nadie te mira desde el afecto, nadie acaricia tu cabeza o te hace una leve sonrisa para que no te sientas tan sola en el peor momento de tu vida, te están sacando de tu vientre a tu hija muerta, sientes el último tirón, una falsa idea esperanzadora se te cruza de manera fugaz, tal vez producto de la locura que estas viviendo, piensas que te la van a poner en tu pecho, que la vas a sentir llorar y que todo lo de antes fue una pesadilla, que te estas despertando con otra realidad.

Pero no.

La pesadilla recién empieza.

Tu hija está muerta.

No va a tu pecho,

Va a una bolsa a la que la doctora le solicita que le pongan su nombre,

Me lo preguntó en ese momento,

Y respondí su nombre,

Como si fuera lo único vivo que me hubiera quedado de ella.

Esta situación de vacío es igual a ese momento.

Nadie te mira,

Nadie acaricia tu cabeza,

Nadie te sonríe levemente para intentar animarte.

Esta vez en la bolsa ponen los últimos sentimientos de vida que podría tener, si me preguntaran con que nombre la identifica, creo que podría decir, “Restos del alma. Fecha de muerte, enero del 2025”.

Sentir…

Cerró el libro. Levantó la vista y se quedó mirando fijamente el afuera, no sabía en qué momento había anochecido, un escalofrío le recorrió la piel, no era de miedo, ni de ninguna emoción triste, sino era de algo que deseaba, sentirse mujer.

Leer esa escena de la protagonista la hizo sentir la necesidad de saberse acariciada, besada, mirada, de que alguien la tocara con su manos. Esbozó una sonrisa al pensarse en esa escena, una sonrisa de ilusión, tal vez algún recuerdo fugaz y no tan fugaz de la relación con él.

Hacía más de siete meses que no sentía vibrar su cuerpo, que no había de ese sudor en su piel, verdaderamente extrañaba eso, sabía que a quien extrañaba era a él. Y aunque respirara profundo tratando de evitar que la sensación se fuera, solo se podía quedar con eso, con la sensación.

El recuerdo que afloró fue la escalera de su primer departamento, siempre reían cuando hablaban sobre ese momento, “si la escalera hablara”, se decían.

“Ella no había sido tocada por nadie de esa manera, todo era nuevo, todo era la primera vez. Y él cuya experiencia no era mucha, intentaba de manera natural e instintiva llegar a que lo deseara (Se relataba la escena en tercera persona, como si escribiera un capítulo de su vida siendo joven).

Él la miraba, su corazón comenzaba a latir con cierto desenfreno, no sabía conscientemente eso que él suscitaba al mirarla, al acariciarla. De a poco empezaba a besarla, primero lentamente, luego se entregaban, ambos, a esa necesidad de besarse apasionadamente, su corazón se aceleraba más, la respiración se entrecortaba, apenas separaba sus labios de los de él para respirar algo de aire, pero verdaderamente quería seguir ahí, aprisionando sus labios, su boca, sus lenguas danzando mutuamente, ella nunca había besado así, ni siquiera había besado a alguien, era inexperta, se decía, pero cuando él la tocaba, la miraba, la invitaba, sentía que podía, se dejaba llevar, se entregaba pero también proponía. De a poco la mano de él comenzaba a meterse debajo de las prendas, de su pullover, de su remera, nuevamente se estremecía, sentir esa caricia que cruzaba la línea de la poca consciencia que tenía en ese momento. Esa línea, ese límite imaginario para no caer definitivamente en lo que le pedía su cuerpo.

Esa caricia indagaba su piel, sentía cuando se estremecía al llegar más arriba, él se acercaba a su cuello y ella reclinaba la cabeza para que depositara sus besos, iba lentamente recorriendo ese costado, casi desde su hombro hasta su oreja, entrecerraba los ojos por ese placer, pero parecía no serle basta, y ella tomaba posesión de sus cabellos, se aferraba a él y lo besaba con cierta locura, sentía que quería más, que deseaba más de ese hombre que se encontraba frente a ella. Sin dudarlo dejaba su torso al descubierto, él la miraba extasiado mientras ambos sonreían, el límite estaba a punto de cruzarse.

Cuando ambos torsos estaban desnudos las caricias quedaban pequeñas para recorrer toda esa piel, se comenzaban a sumar los besos, ya no eran solo en el cuello, descendían, ¿Cómo se podía seguir respirando en ese placer? El aire faltaba, todo se incrementaba, todas esas sensaciones ya no eran a flor de piel, sino que se colaban dentro, en su carne, en su huesos, el corazón latía más aprisa cuando él finalmente descendía a su pechos, exclamaba placer, se aferraba más a su cuerpo moviéndose sisagueante llegando a ese fuego que los envolvía. Ya no había control, ninguno de los dos deseaba frenarse, y aunque por el momento eran solo caricias y besos, no le quitaba el placer de amarse de esa manera, explorando cada rincón de sus cuerpos, sus lugares con más placer, mirándose con deseo, con amor.

Para ella todo era la primera vez y él lo sabía, la respetaba con cada beso, con cada caricia. Ese era su amor iniciándose.”

Volvió a ver el libro que estaba leyendo, deseó que ese recuerdo relatado en su memoria estuviera esperando repetirse en unos minutos, como si él fuera a tocar la puerta de su nuevo hogar.

Respiró profundo.

Solo era un recuerdo, un recuerdo que con solo pensarlo la volvía a quemar lentamente por dentro, pero como decía una canción los recuerdos no abrazan, y más allá de ese sentir desaforado que la había convocado esa imagen de hacía más de diez años, al fin y al cabo era un recuerdo, ella seguí sentada allí, la noche había caído, y los recuerdos no la besaban con esa pasión.

El afuera

¿Qué pensaría la vecina que me ve pasar con la bolsa de compra y me detengo a charlar de lo hermoso que es su nieto de nueve meses? Veo a ese bebé y da esperanzas, me da recuerdos de mi hijo y de lo que pudo haber llegado a ser mi hija, contemplo su pronta vida en esta tierra y adentro mío vuelve, de a poco, la ternura. Ya ni sabía que existía, con los desaires de la vida, se te olvida que podes sentirla. Al menos me permito ese momento, por más que cuando cruce la puerta de mi casa, todo vuelva a ser sombrío.

Me pregunto varias veces que pensara “ese afuera”, el que me conoce haciendo mi profesión, el que me vio escuchar a niños, niñas ya adolescentes en sus peores momentos, esos “otros” que se toparon conmigo, con mi lucha de los derechos, con mi hacer de manera diferente, leyendo libros, contando historias, inventando juegos, abrazando, consolando, defendiendo, acompañando, ¿Cómo te verán los otros cuando te mueres? Lejos de ser una prócer, soy una humana, y así me siento, ojalá también puedan ver eso, que somos seres humanos.

Salir, comprar, hacer los mandados, ponerse a hacer su trabajo, cocinar, lavar, estar con tus hijos en la escuela, en la plaza, comprándoles ropa, llevándolos al médico, tratando de establecer una conversación o un saludo cuando te cruzas con un vecino, no te quieta la tristeza que llevamos en el alma. La gente murmura, “se venía bien”, “era joven, era normal”, “hacia esto, hacia aquello…” la gente murmura, parece que necesita saber que controlaba ese momento para no mirar el final de la persona que murió.

Yo también fui parte del resto.

También hice esas lecturas.

También elaboré hipótesis,

Tampoco pude entender porque esa persona no está más.

Ya decía una de mis profes de psicología profunda que algunos de los temas tabús son la sexualidad y la muerte. Me acuerdo de ella, de lo que transmitía, lo hacía con tanta pasión, que aunque el psicoanálisis pareciera inentendible, sentía que su pasión calaba mi ser y se aprendía de la manera más insólita, viviéndolo pero no logrando ponerlo en palabras. Amaba esa materia. Amaba la entrega de esa profesora. Lo que se de psicoanálisis lo sé gracias e Elisa. Ojalá esa pasión siga en su vida.

Así es como el resto especula con las causas de muerte de las personas, y más si vives en una ciudad con cultura de pueblo. Pero lo que tiene de incongruente es que se especula de cómo se mueren las personas, más si la que está en las páginas amarillas son los suicidios; pero que no se preocupan y ocupan de cómo se puede vivir en este mundo ciertamente cada vez más hostil, menos acogedor, con menos accesibilidad a las prácticas de salud mental, a los espacios de arte y cultura para todos y todas, y ni hablar de “la Famosa Inclusión/integración (¿?) En los contactos escolares, de clubes, etc.-

¿Qué pensara? La pregunta se hizo retórica en mi cabeza subiendo las escaleras del departamento, ¿Qué pensará que la muchacha que le donó los Plantines de tomates, le comento sobre sus cuidados, la saluda cuando la ve, le hace sonrisas a su nieto, por dentro está rota y solo desearía dormirse eternamente como los fósiles de dinosaurios?

Capaz que cuando especule, capaz que cuando elabore sus hipótesis ya esa joven que sonreía y compartía plantitas no esté por esas veredas, ya no la vea con la bolsa de las compras o detenerse en un saludo.

¿Qué pensará el resto? Ja, ya muchos no lo sabremos.

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