Se mira en el espejo con el teléfono en la mano, la luz tenue de la lámpara cubre su piel con un resplandor dorado. La cámara del celular está en modo selfie, y se mira con una mezcla de curiosidad e indiferencia a la vez. Gira ligeramente el cuerpo, buscando el ángulo que más la favorezca, pero sus ojos se detienen en los pequeños pliegues de su vientre, en la celulitis que se revela apenas bajo la luz adecuada.

No es algo que los demás notarían de inmediato, pero ella sí. Ellas siempre se dan cuenta primero.

Ajusta la postura, tensa el abdomen, sube un poco el mentón. Saca una foto. La mira. La elimina.

Toma otra. Esta vez no la borra.

Hay algo en la imagen que la detiene. No es perfección, no es un cuerpo esculpido sin marcas ni huellas del tiempo. Es real. Es suyo. Y, de algún modo, le excita verlo así: desnudo, expuesto, imperfecto, pero poseído por ella misma.

Respira hondo y desliza la yema de los dedos sobre su piel caliente. Sabe que su pareja la ama, que se lo dice con palabras y con gestos. Pero a veces necesita más. Necesita sentirse deseada más allá del amor, necesita que su propia imagen provoque, LA provoque; que su reflejo la haga morderse el labio y arquear la cadera como si estuviera siendo observada.

La idea la enciende.

Aún con su conjunto de encaje blanco, se acomoda en la cama y desliza la pantalla de su teléfono. La galería muestra las fotos que no envió a nadie. Solo para ella. Solo para estos momentos.

Cierra los ojos y deja que la imagen en su mente haga el resto.

Se muerde el labio mientras desliza el dedo por la pantalla, repasando las imágenes que sacó en distintos momentos. Algunas con la luz del día filtrándose por las cortinas, otras con el reflejo de la lámpara resaltando cada curva, cada sombra. Fotos que nunca tuvo la intención de enviar, pero que tampoco pudo borrar. Son suyas. Un juego secreto con ella misma, una forma de verse desde afuera y entenderse, aunque aún no se atreva a aceptarse del todo.

Algunas le gustan más que otras. En algunas, la tensión de su abdomen la hace sentir poderosa; en otras, la curva de su cadera le parece sugerente, aunque apenas la deja entrever el encuadre. Pero luego hay aquellas en las que su cuerpo la traiciona, donde los pliegues de su vientre parecen más notorios o donde su piel no luce tersa sino marcada por la celulitis. Esas le provocan una punzada de inseguridad… y, al mismo tiempo, algo más oscuro y morboso.

No puede explicar por qué, pero le excita mirarse así. Saber que, aunque esas imperfecciones la atormenten en el día a día, en la intimidad de su habitación pueden convertirse en un fetiche privado. 

En una provocación.

Deja el teléfono a un lado y desliza la mano por uno de sus pechos, siguiendo el contorno de su corpiño de encaje hasta llegar a las cicatrices. Son pequeñas, algunas apenas perceptibles, pero ella sabe dónde están. Conoce su historia, los momentos en los que las escondió, los instantes en los que tuvo miedo de que alguien las notara. Su pareja siempre le dice que las ama, que son parte de ella, pero nunca ha creído del todo en esas palabras. No porque dude del amor, sino porque la inseguridad es algo más profundo, más difícil de arrancar de raíz.

Acaricia una de ellas con suavidad y siente un escalofrío recorrerle la espalda.

Se acomoda en la cama, dejando que la tela de las sábanas acaricie su piel casi desnuda. Su respiración se vuelve más profunda, su pecho sube y baja con cada pensamiento que la atraviesa. La idea de que alguien más pudiera verla así, de que ojos ajenos recorrieran su cuerpo con deseo, de que otro aliento caliente rozara su piel mientras sus inseguridades se disuelven en el placer…

Cierra los ojos y se deja llevar por la fantasía.

El teléfono sigue encendido junto a ella, la imagen de su cuerpo congelada en la pantalla. No es perfecta. No lo necesita ser. Pero, por primera vez en mucho tiempo, empieza a gustarle lo que ve, en especial en verano cuando su piel está bronceada. Allí el deseo es aún mayor y las inseguridades pasan a segundo plano.

Eso, por ahora, es suficiente.

En su mente, no hay vergüenza ni dudas. Solo una habitación casi a oscuras, un cuerpo desnudo y una mirada imaginaria que la devora con deseo. Un amante sin rostro que se detiene en cada curva, que roza su piel con ansias, que le susurra al oído lo que siempre quiso escuchar: que es hermosa, que la desea, que la necesita justo así, tal como es.

Su respiración se entrecorta cuando su propia mano recorre su piel, sustituyendo las caricias de esa figura inventada. Los dedos se deslizan por su abdomen, bordeando el aro de su ombligo, hasta perderse entre sus muslos. Sabe exactamente cómo tocarse, cómo encenderse, cómo desatar el placer que la consume. Su otra mano busca apoyo en la cama, aferrándose a las sábanas mientras su cadera empieza a moverse por instinto.

Se imagina que no es su propia mano la que la toca, sino otra, ansiosa y firme, que la toma con la urgencia de quien la ha deseado desde siempre. Se imagina labios recorriéndola, una lengua caliente deslizándose entre sus piernas, abriéndolas, devorándola con hambre. Su piel arde, su espalda se arquea, sus pezones duros rozan la tela de las sábanas y un gemido escapa de su boca, quedando atrapado en la intimidad de la habitación.

Su ritmo se acelera. Está al límite. Su respiración se vuelve errática, su vientre se tensa, su cuerpo entero se contrae cuando el orgasmo la golpea con una intensidad feroz. Es un temblor que la sacude desde dentro, un placer húmedo y profundo que la hace estremecerse y soltar un gemido ahogado mientras su cuerpo se rinde ante la oleada de sensaciones.

Queda tendida en la cama, con la piel caliente y los músculos relajados, la humedad entre sus muslos aún palpitando. Su pecho sube y baja con cada respiro entrecortado. La habitación está en silencio en ese momento, pero la realidad es que afuera se escuchan distintos ruidos que pudieran haber distraído su momento personal.

Cuando recupera el aliento, estira el brazo y toma el teléfono. La pantalla sigue encendida, mostrando la última foto que tomó. Su imagen la observa desde el reflejo: las mejillas sonrojadas, el cabello desordenado, el brillo de la excitación aún presente en su piel.

Se ve diferente.

No más defectos, no más juicios. Solo una mujer satisfecha, poderosa, deseable.

Sonríe. Bloquea el teléfono y lo deja sobre la mesa de noche. No borra la foto. Ni esta, ni las demás.

Mañana quizás vuelva a dudar, a examinar su reflejo con ojos severos. Pero esta noche, en la intimidad de su habitación, ha encontrado algo más profundo que el deseo ajeno.

Esta noche, se ha poseído a sí misma.

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