Ayer volví a pasear por el callejón oscuro y pedregoso testigo de los mejores momentos de mi infancia. No tengo muchos recuerdos minuciosos de aquella época, quizás era demasiado pequeña para fijarme tanto en el detalle. De algún modo, un sitio como aquel acompañaba mi carácter mohíno. Definida como una niña solitaria, solía escabullirme hacia lugares recónditos y poco transitados en las afueras de mi barrio.
Allí seguía el vetusto callejón con ese olor a humedad que tanto le caracterizaba. Los charcos de agua formados por la lluvia caída horas antes, reflejaban los balcones temblorosos. Como si de un impulso se tratara, me agaché rápidamente buscando el reflejo de mi rostro, tratando así de recuperar algún recuerdo olvidado. De repente, un bulto con el tamaño de un canto romo de río, sobresalió y se movió dando pequeños saltitos. De la impresión que me dio me mantuve impertérrita, pero pronto decidí tocarlo. En el momento del contacto, el bulto se escondió y reflotó una y otra vez haciendo alarde de su gran destreza.
De pronto, se alargó adquiriendo la forma de un palo con brazos y comenzó a serpentear a lo largo del charco. Al ver que iba alcanzando una gran velocidad, fui tras él. Me entró la curiosidad de ver cómo se iba a comportar cuando llegara al otro extremo. No he comentado todavía que el charco era extraordinariamente grande y ocupaba casi la totalidad del callejón.
Me costaba seguirlo, en muy pocos segundos había ganado ventaja. ¿Sabría que le estaba siguiendo?. No me pareció ver que tuviera orejas u ojos pero eso no significaba que no pudiera sentir. Mi pisada era firme y rápida y, casi sin aliento, lograba a duras penas pensar que aquel bulto quería tener público. No lograba imaginarme un bulto vanidoso. Mientras mis pensamientos iban y venían, ambos llegamos al extremo deseado. El bulto primero, por supuesto. Bien se había ocupado él de imprimir una gran velocidad a su desplazamiento para causar admiración.
Cuando logré situarme a su altura, el palo con brazos cambió de forma y regresó al bulto inicial. En mi tentativa reiterada de acariciarlo, pegó un salto y se pegó en mi cara. Pronto noté como aquella masa gelatinosa se iba extendiendo por todo mi cuerpo hasta cercarlo casi en su totalidad. He de confesar que me resultaba agradable tener toda esa viscosidad pegada a mí como un escudo protector. De repente, me sentí demasiado importante y comencé a pensar en cosas absurdas. Me entró un poco de miedo. A los pocos segundos, la masa viscosa se encogió y se posó en mi mano, adquiriendo su forma original de canto romo de río. Entonces, sentí un gran alivio, y dando un saltito se coló de nuevo en el charco. Me quedé mirando durante un tiempo para ver si aparecía de nuevo, pero no fue así.
Cuando ya me iba, escuché a lo lejos un lamento, entonces supe que seguía estando allí.
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