ABIERTO, rezaba el cartel.
Con su labia de cazador suplía la falta de talento con las mujeres. Olfateaba a sus presas como un pointer bien adiestrado, y cuando lo hacía, no las dejaba escapar. Ellas no se fijaban en él más que lo imprescindible para no pisarle. A sus cincuenta kilos se le añadía un porte desgarbado, y una sonrisa, con unos colmillos demasiado grandes, que rara vez mostraba.
El perfume de la sumisión le volvía loco y con sus manos de ilusionista las envolvía en un sueño del que tardaban en despertar.
Con Lucía fue distinto, ella lo había elegido. Se sintió el hombre más importante de la tienda cuando, como empleado, se dirigió a él nada más entrar. Los ojos de su clienta eran enormes, de un verde esmeralda, y labios finos.
Esa misma noche, Lucía le invitó a salir. A él le atrajo la elegancia que destilaba y su determinación, así que aceptó seguro de sí mismo. Ella condujo entre la niebla, concentrada y sin hablar, mientras las luces del coche alumbraban un camino de luna nueva. Lucía se frotaba mecánicamente las uñas, la del índice contra la del pulgar, provocando un sonido extraño. Él se hundía cada vez más en el asiento al escuchar esa melodía desafinada.
De la nada salió corriendo un gato negro, que no se molestó en esquivar. Notó como lo destripaba bajo sus ruedas. Fidel, en ese momento, tuvo una erección. No apreciaba especialmente a los gatos. Siguieron por un sendero lleno de incómodos baches hasta la puerta de una casa deshabitada, donde olía a moho y oyó chillar a una rata mientras huía por un agujero de la pared.
Lucía le mostró, sin hablar, con el índice pintado de rojo cereza donde podía acomodarse en un sofá polvoriento.
Se desnudó sin prisa frente a él mirándole fijamente, no pronunció ni una palabra. Después se dirigió al baño contoneando sus poderosas caderas, y cerró. Fidel no tardó en quitarse también la ropa; estaba claro a donde quería llegar Lucía.
De repente, empezó a oír unos golpes extraños tras la puerta. El violín desafinado parecía subir de tono, cri-cri-cri. Su líbido tocó a retirada, mientras se le erizaba el vello de los brazos.
Saltó en cueros del sillón para acercarse hasta la puerta del baño donde pegó la oreja. Creía percibir cuchillos que se afilaban, esos mismos cuchillos que él mismo había acerado aquel verano en que volvió a nacer, cuando descubrió el sabor de la sangre caliente.
Instintivamente corrió a por sus pantalones. Tropezó y cayó de bruces rompiéndose la nariz.
Oyó una respiración jadeante, Lucía se acomodó lentamente detrás de él, en el suelo y le penetró con su aguijón. Le copuló toda la noche. En el cuerpo de Fidel dejó sus larvas, mientras las babas de aquel animal le cubrían la cara.
Él sufría infinitamente con su nariz aplastada, no podía gritar. El terror hizo que se tragara su propia lengua y se quedó sin palabras mientras lo devoraba.
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