Levantó la vista de la máquina de escribir. Un extraño sonido había empezado a colarse entre sus pensamientos mientras aporreaba las teclas. ¿un pitido? Se preguntó extrañado. Sin duda lo era. Un sí bemol intenso y monótono procedente de algún lugar de la casa que amenazaba con dinamitar el sosiego de aquella apacible mañana de otoño. Es imposible seguir trabajando con semejante alboroto, se dijo disgustado. Era de imperiosa necesidad dar con el origen de ese sonido y hacerlo callar. Recorrió la casa varias veces. El pitido le acompañaba allá a donde iba mientras revisaba rincones y recovecos. Tenía la impresión de que sonaba en todas partes y en ninguna a la vez. Comenzaba a enervarse. Desenchufó todos los artilugios y cachivaches alimentados por electricidad que pululaban por la vivienda. Nada, el pitido seguía ahí, machacando sus oídos, aniquilando su paz mental. Tumbó, revolvió, rasgó, arrancó, desmontó, registró, destruyó, hizo añicos todo cuanto encontró a su paso. Arrasó la casa entera. Y no obtuvo resultado alguno. El pitido había conseguido instalarse, no sólo en su hogar sino también en su cabeza y en sus entrañas, le había ganado la partida. Se había reído de él, pensaba una y otra vez y se vio incapaz de hacer nada más para acallarlo. Exhausto y abatido, preparó una bolsa de viaje con algunos enseres y abandonó la vivienda. Se quedó de pie en el jardín mientras miraba su casa ocupada por aquel invasor invisible. Y sintió frío. Y sintió pena. Y sintió miedo, también. Pero, al menos el ruido ya no estaba.

Puntúalo

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