Como todas las mañanas, el despertador sonaba a las 5 a.m., despertándola a Juana para iniciar su rutina de todos los días: aseo personal, desayuno y salir a tomar el colectivo para ir al trabajo. En el trayecto hacia la parada, que era de ocho cuadras, solía transitarlo con temor, porque aún era de noche y a veces se cruzaba con hombres que no conocía (probablemente obreros de alguna construcción cercana). En esta ocasión, no pasó ningún hombre, pero un perro con ojos claros fue hacia ella de forma directa, y sin mediar más que una típica olfateada, inicia una conversación que despertó una gran sorpresa en la joven. Sin poder dejar de contestarle continuaba su camino para no perder el colectivo, ya que si lo perdiera, como alguna que otra vez le había pasado, tendría que esperar otros treinta minutos. Con la consiguiente llegada tarde y pérdida de un porcentaje del presentismo, una miseria, pero necesario estímulo para que el trabajador sea puntual.
La conversación con el can era amigable pero reflexiva, le cuestionaba su andar de prisa, su salario magro, su necesidad de hacer todos los días la misma rutina, sin tiempo para contemplar el paisaje de ese camino enripiado, con escasos pero frondosos áboles, que seguramente darían una hermosa sombra en las tardes calurosas de verano, pero que, como siempre regresaba bien entrada la tarde, casi de noche, nunca pudo advertir la bondad de sus sombras.
El animal parecía abrirle los ojos, advertirle que se le iba la vida, tomando una bocanada de aire y contemplando esos árboles, se detuvo para mirar a su interlocutor a los ojos, eran cristalinos, celestes muy claros, como los de su madre, casi que daban miedo… De repente cae al suelo, y lo abraza, ese perro o perra, no distingue fácil su sexo, era una compañera que la sentía de toda la vida.
En ese momento, el colectivo cruzó delante de ellos, siguió de largo porque ella no estaba en la parada extendiendo el brazo a un costado, en señal de detensión. Por un momento, fue el gesto de contrariedad típico y al mismo tiempo agradecida a la oportunidad de seguir compartiendo, otros treinta minutos más a su compañera de viaje, a quien bautizó «Vida».
Cuando tomó el colectivo siguiente, la despidió dejándola sentada sobre sus patas traseras, ahí se fue… sin Vida.
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