Aquella tarde no parecía diferir demasiado de otras, como cada otoño, el aire y un vientecillo refrescante, casi helado, erizaba un tanto la piel a esa hora cuando el ocaso acontecía.
Hermes, sentado como de costumbre en aquel mirador frente al océano pacífico, contemplaba su amplio horizonte, abstraído. Unas cuantas palomas revoloteaban comiendo migajas de pan esparcidas a su lado, pero nada desviaba su atención. La calma y la ausencia de bullicio en ese horario era una delicia para quien valorara el silencio y el sonido de la naturaleza. Hermes, disfrutaba aquellos momentos del atardecer, sintiéndose pleno.
Cerró sus ojos, atesorando esa calidez que le ofrecía el cielo y su paisaje arrebolado, agradeciéndolo. Cuando entreabrió sus párpados, frente a él, vio a una pequeña niña disfrazada de mariposa que le observaba impávida. Algo desconcertado, miró con cautela alrededor, asegurándose de que no fuera una mala broma o un timo de alguien más.
- ¿Has visto a otra mariposa por aquí? – preguntó la “niña”.
- La verdad es que no… eh, ninguna – respondió Hermes, aún atónito.
- Creo que soy la única aquí – dijo ella.
- Pues, sí, creo que tienes razón… eh, disculpa, ¿de dónde eres? – le interpeló él.
- Soy de aquí, vivo en las flores y busco a otras como yo – replicó la pequeña.
Hermes, no supo bien cómo responderle y solo atinó a callarse. Después de unos segundos, replicó:
- ¿Sabes?, no es bueno que andes sola por estos lugares, ¿dónde está tu mamá? –
- Ah, ella… ella, ya no está con nosotros – exclamó afligida la niña.
- ¡Oh, perdón, lo siento mucho! – dijo Hermes, evidentemente arrepentido por preguntarlo.
Al ver el rostro ruborizado de Hermes, la niña se le acercó, le abrazó cariñosamente, tomó sus manos y dijo:
- No te pongas triste, la vida es como las mariposas, nada muere en realidad, solo se transforma… ¡adiós! – entonces, corrió como si le esperasen a la vuelta de los árboles, balanceados por una ráfaga de viento que sopló de repente.
Hermes, le vio alejarse sin reaccionar, ante tan fugaz como extraño episodio. Un frío heló sus huesos y le obligó a levantarse para volver a casa, mientras el sol desaparecía entre la bruma acechante del mar.
Al llegar a su hogar, bajo la puerta había un sobre y una carta, que probablemente dejara el cartero. En esta, le escribía una vieja amiga de la juventud, con quien fueran amantes del arte, la poesía y en el corazón de ambos. Fue el amor de dos poetas inolvidables.
El motivo de la misiva era para confesarle que una fulminante enfermedad le aquejaba y que no sobreviviría por mucho tiempo; y que, dada la lejanía y la distancia entre ambos, sería imposible que tuvieran oportunidad de verse por una última vez. El sobre contenía un poemario titulado “El Vuelo de Dos Mariposas”, con su dedicatoria para él, en donde se leía:
“Hermes, no te pongas triste, la vida es como las mariposas, nada muere en realidad, solo se transforma.”
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