Billetes en los libros

Billetes en los libros

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Mi madre tenía la costumbre de esconder dinero en sus pequeños libros. Y para explicar esta costumbre curiosísima , a quien lo pregunte, y a mí mismo, debo decir que mi madre podía fácilmente convertir la realidad en fantasía. Supongo que en el torbellino que era su alma pudo haber pretendido alguna vez una alquimia más difícil, y tratar también de convertir la fantasía en realidad. Ella era ingeniosa como pocos, o quizás como cualquier madre, para resolver problemas en la casa. La historia , que recuerdo en la locura del final de mis días, comenzó cuando luego de un viaje al extranjero, mi madre olvidó total y perfectamente un sobre con doscientos dólares en variados billetes, que viajaron y regresaron con ella, previsiva también, por si acaso algún imprevisto en el retorno. Al azar y buscando otra cosa, después de unos años, encontró ese primer dinero ¡cuando más lo necesitaba! , como le oí decir emocionada. A partir de ese momento empezó a practicar el hábito de esconder de ella misma los billetes, para luego olvidarlos, que lo hacía, y encontrarlos por casualidad, y vivir ese momento de alegría fantástica. Estando yo de reposo médico por una complicación de mi enfermedad crónica gastrointestinal, tuve tiempo de leer, de leer libros de papel, y escogí uno de los favoritos de mi madre, los cuales se reconocían por estar desgastados, con alguna rotura las tapas, y en los mejores puestos de la biblioteca; escogí uno llevado por un color amarillo llamativo, evidentemente releído, subrayado en frases muy románticas, una historia de homenaje al amor, lo mejor para recuperarse de una enfermedad. Mareado y seducido por completo en una de sus páginas, sufriendo el desamor del protagonista, pasé una página con ansiedad y al tocarla se pulverizó el papel en un instante, sentí húmedos mis dedos y me encontré con mis manos, mi cuerpo, el sofá, el piso de mi casa bañado y con ríos de yogurt corriendo por él. La textura era muy suave, textura de yogurt, interrumpida por pastillas de medicamentos y pequeñas hojas de manzanilla. Grité, pero estaba solo. Cerré los ojos con fuerza y los abrí seguro de volver a despertar, pero allí estaba yo igual, empegostado del líquido blanco y sabroso. Abrí la puerta de mi casa para empezar a limpiar. Me sentí bien. Seguí el resto de mi vida leyendo los libros pequeños de la biblioteca de mi madre.

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