El prodigio de la gula

El prodigio de la gula

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El prodigio de la gula

Padecía una enfermedad notablemente rara que le hacía engullir todo lo que encontraba a su paso. No hacía distinción en cuanto al tipo de materiales, estado de los mismos ni su naturaleza; lo mismo engullía aire, piedras, agua, frutas o madera.

No hacía excepciones, o muy pocas, pues dentro de las características de la patología no distinguía sabores, olores y muy poco las variaciones térmicas, lo que le permitía ingerir hielo, gases, carbón al rojo vivo y, literalmente, hasta excremento.

Milagrosamente, su metabolismo funcionaba casi como el de un buitre, extrayendo para el beneficio del cuerpo los nutrientes desde cualquier materia. Se veía saludable y estaba fuerte; solo sus hábitos alimentarios y su patología lo hacían distinto, convirtiéndolo casi en un animal de circo.

Pero él lo disfrutaba. Lo mismo desmenuzaba una rama: primero tragaba las hojas con masticación normal y luego el cuerpo leñoso; la humedad del cambium la ingería como si se tratara de huesos. Podía machacar piedras o vidrio y despedazar plástico para engullirlo, mientras los curiosos lo observaban perplejos e incrédulos de que lo que veían fuera posible.

El exhibirse se le fue haciendo compulsivo y cada vez más personas deseaban verlo. Le obsequiaban para sus meriendas o almuerzos los más disímiles tipos de alimento; casi únicamente el metal escapaba a las mañas y métodos que había desarrollado con manos, boca y dientes para fragmentar, masticar y tragar todo tipo de objetos de origen animal, vegetal, mineral e incluso mixto. Aún el metal era digerido por su perfecto sistema digestivo. Se deleitaba desayunando láminas de afeitar de disímiles marcas, países y colores.

Lo que para otros era un problema por la escasez de proteínas, carbohidratos e incluso grasas carecía para él de importancia. La tierra, los árboles y los embalajes —sin distinción: yute, plástico o cartón— todo servía a su sistema digestivo mejor diseñado del universo.

Los demás habitantes del pueblo atravesaban la peor hambruna vivida en mucho tiempo; aquella máquina casi perfecta que carburaba con todo tipo de productos comenzó a ser la envidia de no pocos conciudadanos. Al principio era un entretenimiento observarlo; mirar aquel prodigio de doña Natura. Pero no era justo que mientras unos padecían hambre ese invento divino deforestara, desbaratara cercas y rompiera embalajes, frascos y cuanta cosa apareciera a causa de su gula descontrolada.

Fue decisión del pueblo encadenar a la máquina perfecta y dosificar sus dietas en raciones y tiempos para ser observado por los viajeros y turistas que desde todos los rincones llegaban atraídos por las historias sobre aquel ser capaz de comer de todo.

Un día, al amanecer, se formó el alboroto: el carcelero de la bestia no estaba. No existía misterio; el cuadro todo lo explicaba: en la celda estaban los despojos, las sobras de la gula. Hasta donde alcanzó la boca ya no existía el cuerpo; la otra parte de la bestia colgaba casi nada entre las cadenas.

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