La filosófica fritura existencial de un huevo de gallina

La filosófica fritura existencial de un huevo de gallina

Freír un huevo no es cualquier tontería. Requiere de una gran planificación orquestada por los lóbulos frontales de nuestro cerebro, aunque no nos demos cuenta. Antes de nada tenemos que decidir qué tipo de huevo vamos a consumir. El que está codificado con el número Cero, con el Uno o con el Dos. Detrás de cada una de estas cifras pende de un hilo la vida de la gallina que lo ha puesto. Yo prefiero el que viene marcado con el número más alto, lo cual significa apostar por una vida digna de correteos por el campo, lejos de las jaulas y las lámparas funcionando veinticuatro horas al día, del hacinamiento y de las enfermedades derivadas de éste. Mientras se está calentando el aceite, hay miles de gallinas poniendo huevos sin parar en auténticas cadenas de montaje, en este caso de puesta, alienantes como el maldito trabajo en cadena ideado una vez por Henry Ford.

En el momento de romper la cáscara sobre el afilado borde de la freidora, debemos pensar en las etapas que ha superado este frágil elemento ovalado cargado de nutrientes antes de llegar a éste su destino fatal. El momento clave en el que el huevo se escurrirá inevitablemente por las paredes de la sartén como si fuese un niño deslizándose por un tobogán está a punto de suceder. Yema y clara se deslizan juntas y caen sobre el aceite hirviendo en un ¡chof! archiconocido. Cualquiera que escuche el sonido identificará de qué se trata sin necesidad de girar la vista. Mírenlo ahí, tan indefenso, mientras sus proteínas se desnaturalizan, la yema cuaja y la clara se convierte en una suerte de tapete de la abuela. Y ahora viene el momento en el que nos hacemos la pregunta de siempre: ¿Quién fue antes, el huevo o la gallina? Desde luego está claro que a nadie le ha dado por pensar que igual se crearon a la vez, pero eso implicaría perderse en farragosos argumentos no demostrables que tan solo requieren un acto de fe, y ahora desde luego no es momento para ponerse a divagar. ¡Estamos friendo un huevo y ahora es más importante llenar nuestro estómago que nuestro espíritu!

Sacamos el huevo delicadamente con la espumadera y lo colocamos con suavidad en el plato, evitando así que se rompa. Ya tendrá tiempo a hacerse añicos en el estómago cuando el ácido clorhídrico se ponga manos a la obra.

Hay gente que dice de otra gente que no saben ni freír un huevo, pero si reflexionasen sobre la complejidad del acto, quizás se lo pensarían dos veces antes de hablar. En cualquier caso, todos estaremos de acuerdo en que pocos placeres pueden asemejarse a mojar pan en un huevo frito. ¡Qué aproveche!

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