A veces me despierta el canto estridente de un congénere que reclama espacio vital. Tras cada turbación, mi madre me consuela con suaves arrullos y vuelvo a caer en un delicioso letargo. ¡Aún no he nacido!
Día 14 de incubación. He tomado conciencia de mi estado. La estancia en el interior me resulta deliciosa. Aquí dentro reverberan los sonidos: mi respiración, el ritmo alocado del corazón, la torrentera de sangre por mis venas, el roce de mis incipientes plumas y las incesantes flatulencias y deposiciones que salen alegremente por el ano. ¡Hala! ¡Qué barbaridad!
Día 20. Hoy todo se ha alterado. Las bondades se han transformado en angustias por la drástica contorsión de mi cuerpo. Antes me podía rebullir. Ahora no queda un solo hueco. ¿Por qué nuestras madres generan huevos menudos? El contenido metafísico de la pregunta me incita a responderla: si fueran voluminosos, se bloquearían en el oviducto y no llegarían a la cloaca; además, naceríamos más grandes, grave problema para nuestros progenitores porque les obligaría a traer más comida al nido. El resultado sería su extenuación. ¡Sabia naturaleza!
Día 26. No aguanto más este tabuco. Cabeza y cuello han dado la vuelta completa al ala derecha. Del ala izquierda, ni sé. Mi pico apunta al buche con riesgo de desgarrarlo. De mis padres no espero una ayudita. La eclosión, dicen, debe ser natural. ¡Manía naturista!
Día 28. Un picotazo, a traición, en mi trasero me empuja hacia delante y agrieto el cascarón. Es mi padre. Intento salir por la grieta, pero el grandullón me ha engarzado por el pompi y me arrastra hacia atrás. Ya estoy fuera. ¡Acabo de nacer!
A los pocos días, puedo sostenerme. Mis plumas se han secado. Soy un hermoso polluelo, el benjamín del nido. Ser el pequeño acarrea pocos derechos. Quizá, ninguno. Ocupo la popa del nido, donde la comida apenas llega. Con pesar, observo diferencias en los bocados. Para ellos, una sopa calentita de larvas, lombrices e insectos. Para mí, peces sin escamar, caracoles con concha y ratones con cerdas de difícil digestión. Por cada picotazo reclamando comida, recibo tres de mis hermanos. ¡Canallas!
Me consuelo pensando que estas adversidades van conformando mi personalidad, agria y encontradiza, favoreciendo el fortalecimiento de mi carácter.
Los picotazos no cesan. Solo pienso en la remontada. Consigo engullir un combinado de cucarachas, roedores y peces muertos por el fueloil, necesarios para alcanzar el pleno desarrollo. Así, dos días después me instalo en la proa. ¡Ahora no peleo por la comida, me la ponen en el pico!
Mi especie no hace amigos. La obsesión por engullir nos impide socializar. Somos individualistas. Tenemos una vida solitaria, robando y matando cada día para llenar el buche.
Observo mis alas con detenimiento. Medio palmo cada una. En lo estético, las alas resaltan la belleza del ave. Las hembras valoran el porte. Prima el apareamiento. En lo formal, he renunciado a extenderlas. No vuelo por miedo. Siento vértigo. Lo supe cuando me asomé al vacío desde lo alto del tejado.
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