Sagrario Gómez vivía una rutina marcada por el regreso a casa y la compañía de su esposa. Durante años, la cena, la lectura en voz baja y el sueño compartido fueron el refugio en el que descansaba su mundo.
Un día ocurrió algo. Fue un sonido, apenas un murmullo nocturno. Sagrario lo notó y pensó que era una señal de la vida que su esposa llevaba, como si cada respiración pesada fuera testimonio de todo lo que habían compartido. Pero el sonido no cesó. Con el tiempo, se intensificó, llenando el espacio de la habitación, hasta invadirlo. Desde aquella irrupción, las noches se volvieron insomnes. Los días, pesados.
Al principio trató de ignorar el ruido. Colocó almohadas entre ellos, compró tapones para los oídos y se esforzó por concentrarse en sus libros. Pero el sonido persistía. Sagrario empezó a notar cosas que antes pasaban desapercibidas: los cambios en el cuerpo de su esposa, los pliegues en su piel, las pausas entre un ronquido y otro. Todo se volvió un mecanismo que operaba fuera de su control.
Una noche, mientras ella dormía, Sagrario la observó largo rato. Había algo en el rostro relajado de su esposa que le resultaba desconocido, casi ajeno. Era como si hubiera cambiado de forma sin que él lo notara, y ahora fuera una extraña que ocupaba su cama. El sonido continuaba reververando en la garganta de la mujer y a Sagrario se le ocurrió que un ser ajeno a ella se esforzaba por salir. Buscó en el cajón y tomó la navaja que había afilado esa misma mañana.
Miraba cómo el pecho de su esposa subía y bajaba con cada respiración. Cuando los ronquidos se hicieron más fuertes trazó una línea precisa en el cuello. La sangre brotó de inmediato, empapando la almohada. Ella intentó moverse, pero él la sostuvo con fuerza. Mirándola a los ojos observó cómo la vida se le escapaba hasta que, por fin, la lucha cesó.
Sagrario limpió la navaja con la sábana, colocó la almohada en su lugar y se recostó. El silencio que siguió fue absoluto. Abrió el libro por la página que había dejado marcada y comenzó a leer. Por primera vez en meses, las palabras volvían a cobrar sentido.
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