Septiembre. Debo ir al colegio. Con las prisas me he manchado el vestido con tierra. Llego tarde. Soy la última de la fila. Tras de mí, alguien cierra las puertas. No salgo del pupitre, no me llaman a la pizarra. Durante el recreo juego con todo el mundo como si no jugara con nadie.

Octubre. He llegado a la cima de la montaña. Se han recogido las almendras y yo estoy sobre ellas, escoscándolas. Tarea infinita. Papá, en un rincón del granero, cabizbajo, las casca con un martillo sobre una piedra plana.

Noviembre. La cocina huele a anís. En una sartén con agua y azúcar se visten de garrapiñadas. El abuelo prueba una. Por más que se lleve a la boca, todas le saben amargas.

Diciembre. Ha nevado. Aviso a mi hermano pero prefiere seguir durmiendo. Salgo a hacer un muñeco de nieve. Hay ventisca pero no siento frío. Un tallo como nariz. Los ojos dos pétalos.

Enero. Había pedido una muñeca de trapo a los Reyes Magos. A mi lado, con pelo de lana, dos trenzas, vestido de pana, delantal de cuadros y zapatos de tela negros, la del año pasado. Se han olvidado de mí.

Febrero. La nieve ha dejado paso a la helada. Los tejados del pueblo brillan sin alegría. El rosal ha perdido sus ramas.

Marzo. Miro al cielo y creo que puedo volar. Veo pasar las grullas rumbo al norte mientras trato de levantar el vuelo. Me han cortado las alas, al igual que a los geranios sus plumas.

Abril. Llueve. Unos días llueve y otros también. Unos cae agua y otros, a pesar de la alegría de los frutales asaltando los muros de los corrales, llueve tristeza. Es mi cumpleaños y no hay tiempo para celebrarlo. Apago las velas con lágrimas.

Mayo. Las campanas de la iglesia tocan a misa. Primeras comuniones de pantalón negro y camisa blanca, de diademas, vestido de puntillas y gasa, de no pasar a confesar por la vergüenza.

Junio. Salgo corriendo del colegio a coger el verano de la mano. Ellos se van a la fuente, yo quiero entrar antes en casa a contar la buena nueva. Están en el pajar, han comenzado la siega. Trepo al altillo y me dejo caer sobre el pesebre.

Julio. Traído por la brisa, escucho el discurrir del arroyo. Aguas cristalinas que me dicen “ven”. Toboganes con forma de cascada. Badinas donde aguanto la respiración como si tal cosa.

Agosto. Los zarzales muestran las primeras moras. Recorro los caminos con mi cesta de mimbre. Entre zarpazo y zarpazo me mancho los dientes. Mamá me recuerda que está prohibido ir al cementerio. También se lo decía a mi hermano. “Esas moras tienen dueños, los difuntos”. Pienso. “Ni que estuvieran envenenadas”. Desobedezco. “Para que las quieren”. Me encaramo a la tapia para saludar a los muertos. Frente a mí, dos tumbas en cuatro palmos de tierra. La de mi tato y una vacía. Leo mi nombre recién tallado. Hoy asumo, que fue hace un año.

Puntúalo

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