–¡Qué paisaje! ¿Verdad, cariño?
Mi novia estaba entusiasmada, y yo también, pero pensar que aquel monte fue, mucho tiempo atrás, un bosque de cadáveres y dolientes empalados me estremecía hasta los huesos más que causarme admiración. Me limité a asentir con una sonrisa. Miré a nuestro guía, que era un tipo encantador y hablaba un perfecto inglés, y le pregunté:
–¿Aquí vivió él?
–Aquí vivió y gobernó, en la ciudadela Poenari, que son estas ruinas. Venid.
El hombre nos acompañó por un recorrido accesible que había a las afueras de aquella construcción y nos habló de la historia del temido Vlad el Empalador, o Drácula –cuya leyenda sirvió a Bram Stoker para crear al vampiro más famoso del mundo–. Contemplar lo que en otra época tuvo que ser un lugar de salvajes conflictos y tormentos, y compararlo con la quietud del presente, con esa paz impuesta mediante siglos de olvido, me producía una extraordinaria sensación, como nostalgia. Ahora solo había una muralla derruida, la sombra de una grandeza antigua y numerosas grietas por las que pasaba el aire de nuestros días, creando un murmullo de voces imaginarias.
–Sobre cómo murió hay varias versiones –nos contó el guía–. Lo que tenemos claro es que fue en una escaramuza. Se dice que los turcos se llevaron su cabeza a Constantinopla, pero eso no se ha podido demostrar.
–Si se llevaron su cabeza está claro que después no pudo levantarse del ataúd –dijo mi novia, sonsacándole una buena risa al guía.
–No, ¡definitivamente! Imaginaos cómo sería, haber nacido rey, con el poder de comandar ejércitos y pueblos enteros. Disponer de tu reino y tus propiedades, de tus súbditos. Un día mueres valerosamente porque llevas la guerra en la sangre. Todo se termina con tu gran nombre grabado en piedra y el relato de las hazañas imposibles que llevaste a cabo; un final honorable –e hizo una pausa reflexiva–. Imaginaos como sería despertar después de muerto. Ver las piedras de tu castillo abrirse. Rodeado de la soledad y los escombros de tu legado. Subsistir como una alimaña hambrienta, después de lo que fuiste… –nos miró. La expresión dura. Luego, amable y divertida otra vez–. Aquí ya no hay mucho más que ver. ¿Bajamos?
De vuelta al hotel, mi novia y yo estábamos encantados. Me fui a la ducha primero y ella se puso a ver, mientras tanto, un capítulo de Bob Esponja en la televisión –ese, con un tinte macabro, en el que las luces del Krusty Krab se apagan y se encienden sin motivos–. Al salir de la ducha le di las gracias por haber contratado a aquel tipo. ¡Menudo acierto!, le dije.
–Pensé que lo habías contactado tú.
–¿Yo? No.
–Pues entonces, ¿quién nos ha hecho de guía?
El capítulo de Bob Esponja estaba finalizando en ese momento. Por fin descubren quién es el misterioso personaje que apagaba y encendía las luces del Krusty Krab. Todos lo miran y dicen, al unísono, en un tono como de «claro, tenías que ser tú»:
–Nosferaaatu.
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