Los mensajes emanados del altavoz surcaban el firmamento del negocio pidiendo ayuda y consejo, indagando importes, buscando el paradero de algún individuo extraviado en el laberinto de pasillos que perfilaban la tienda. La voces incorpóreas anhelaban una respuesta a las distintas súplicas y se mezclaban con el hilo musical que acompañaba a los clientes durante su estancia y hacían las veces de banda sonora en el comercio.
Desde la distancia y con el letargo de un ciempiés herido, medio cojo y angustiado, Alfredo llegó a la cola con los brazos cargados y el ánimo fracturado. El día había sido tercamente largo y él sólo quería volver a casa, olvidar los eventos que no hicieron más que inquietarlo desde por la mañana, cenar y dormir. Nada más.
Como un espeso muro medieval delante suyo se alzaba una señora mal peinada con un carro repleto de víveres. ‘El equivalente de lo que podrían llevar tres camellos’, pensó. Delante de ella cinco personas más.
Aun a pesar de la carga la señora, que calzaba bambas deportivas relucientemente nuevas, buscaba ávidamente más productos que añadir como sabueso husmeando una presa.
No había otra caja abierta y Alfredo se resignó a la situación como mejor pudo, dándose cuenta de que el helado sabor chocomenta pronto empezaría a derretirse y que los guisantes congelados irían por el mismo camino. Aunque le preocupó un poco no quiso hacer un drama. Después de la muerte de Ignacio aquella mañana todo infortunio le parecía una nimiedad. Aun así, y por frívolo que pareciera, no quería ir a casa con helado derretido y guisantes aguados.
Alfredo dio un paso a la izquierda y vio al cajero. El joven de flequillo amarillo pollo pasaba los artículos lentamente, como si cada uno le exigiera un sacrificio sobrehumano, resoplando al estirar la mano para coger uno, y suspirando exasperadamente al deslizarlo sobre el óculo cibernético de la caja. El chico estaba harto, aburrido y asqueado. Se notaba de lejos. Pero esto no era culpa de Alfredo. Él sólo quería pagar la compra e ir a casa.
La señora del carrito a reventar hizo una llamada mientras enrollaba la faja hacia arriba.
—¿Cómo que no está? ¿No ha vuelto? ¿Has llamado a la oficina? Me cago en sus muertos como ande de fiesta en el bar. Alicia, baja al bar a ver si está tu padre y dile que me tiene que ayudar con la compra cuando llegue.
La señora colgó y se puso a resoplar. Hizo otra llamada.
—Imelda, que no está en casa. No, hija, no. Espero que no ande en el bar. Me tiene hasta el moño. Siempre igual…
Alfredo no tenía más opción que escuchar los pelos y señales de alguien que no conocía y cuya vida le tenía sin cuidado.
—Imelda, pregúntale a tu primo si lo ha visto y me llamas.
La señora colgó. Sus ojos seguían buscando el producto que le hacía falta al carrito para estallar por completo. Alfredo apretó ligeramente el bote de helado. El pulgar había hecho una hendidura sin querer. El proceso de descongelamiento había comenzado y se sintió un poco ansioso. No sabía si seguir en la cola, coger un bote distinto, esperar que abrieran otra caja y la cosa se moviera con algo más de rapidez, u olvidarse del todo de tomar helado.
Esta última opción no lo acabó de convencer. Necesitaba un poco de helado, su compañero de tragedias desde la infancia. El de pistacho estuvo presente el día que Isabel le dijo con cinco años que ya no quería ser su novia. El de ron con pasas le acompañó cuando su madre les dijo lo del cáncer. Y cómo olvidar el último adiós de su padre que le vio ahogado en un sorbete de limón.
Joaquín había sido buen compañero pero mal jefe y desde que le ascendieron de puesto su relación había empeorado. Cuando le dio el infarto en el ascensor fue Alfredo el que lo encontró tirado en el suelo, el que trató de resucitarlo, el que tuvo que dar gritos para que le ayudaran y fue con él en la ambulancia. Fue a él a quien preguntaron su nombre, el de sus familiares, su teléfono y demás pormenores identificatorios la mitad de los cuales desconocía. En ese momento se sintió inútil además de exasperado. Mantuvo la calma de alguna manera, contando hasta diez más de cien veces, y cuando le dijeron que Ignacio Solana Prado había fallecido no pudo más que retirarse del lugar de los hechos y meditar acerca de lo que había sido su relación en la empresa camino del coche, camino del supermercado, camino de la caja.
El helado no se podía no comprar.
La señora dio con un artículo más. Sin mediar palabra dejó las mercancías ancladas en la cola, no sin antes girar el carro, creando una frontera sutil e impenetrable cuya defensa se encomió a algún santo ubicado en la vecindad inmediata, y se fue a buscar aquello que le parecía indispensable.
Alfredo levantó las dos cejas ante la muestra de altanería y dejadez prostrada a sus pies. La señora volvió tan rápido como se había ido con una lata de leche condensada.
Alfredo pensó que debería hacer lo mismo: cambiar el tarro de helado y la bolsa de los guisantes. Dos gotas se habían escurrido entre sus dedos para caer sobre los zapatos.
El cajero mandaba mensajes siderales hacia los puntos cardinales del establecimiento, misivas que se quedaban suspendidas en el éter como nubes que no conocen viento, sin timón, vela o destino.
Alfredo decidió ir a coger otro helado y cambiar los guisantes antes de salir de la tienda empapado y con las cosas pasadas por agua.
Volvió a la cola minutos más tarde y vio que cuatro personas se le habían puesto por delante.
Meditó si le valía la pena seguir ahí o si debería irse a casa. Le molestó su decisión. Y que la señora del carrito no le guardara el sitio, culpa suya por no haber dicho nada, ni que le hubiera ofrecido pasar primero. “Dos cosas llevo”, se dijo a sí mismo.
Como si le hubiera leído el pensamiento la señora se giró, lanzando una mirada repleta de desdén hacia él.
—Como no has dicho nada…
Alfredo quiso contestar pero sabía que no había suficiente fastidio en él en ese momento como para poder hacerlo bien. Prefirió callar.
—Aquí hay que hablar, chico. Los muditos tímidos nunca llegáis lejos—le dijo mientras su boca engendraba una absurda mueca de desprecio y mofa.
Las cuatro personas que ahora tenía delante se quedaron mirando hacia la caja, inmóviles.
Alfredo bajó la vista. El día había empezado mal e iba camino de terminar peor. Cerró los ojos y pensó en el parque que había cerca de su casa al que nunca iba. Un debate interno le confundió unos instantes mientras que en la zona de cajas se sucedían eventos importantes.
—Pasen por caja en orden por favor—dijo una chica demasiado guapa para ser solo cajera y demasiado bajita para ser solo modelo.
Alfredo abrió los ojos. Nadie se movía de sitio. El frío de la compra que llevaba entre manos empezó a quemarle los dedos y se dirigió a la caja a la vez que la señora del carrito hacía lo mismo. Llegó él primero tras esquivarla como si estuviera patinando sobre hielo.
Los insultos se desataron inmediatamente.
—¡Ah! ¿Te crees muy listo no, cabrón? ¡Oye, guapa, no le cobres primero que se ha saltado la cola!
La hermosa cajera se apiadó de Alfredo y lo miró con ternura.
—Esta es mi marca favorita de helado. La que más.
Alfredo le miró como quien mira una aparición.
—Y nunca he probado este sabor. ¿Está rico?
Alfredo giró la cabeza para ver a la señora del carro que arribaba a la caja con desparpajo, armada hasta los dientes como si fuera samurái.
—¡Que no, guapa, que no, que yo estaba primero! Este pringao no me quita el sitio, niña.
La señora cogió el paquete de guisantes, lanzándolo al suelo. Alfredo volvió a mirar a la preciosa empleada que ahora estaba asombrada con la actitud de la señora y giró el micrófono hacia su boca.
—Seguridad a caja, seguridad a caja. Código cuatro, seguridad a caja. Gracias.
—¡Eso! Que lo vengan a quitar del medio a este gilipollas. ¡Qué poca vergüenza tienes, rico! ¡¡Mucho morro es lo que hay!!
La cajera alzó la vista para ver los ojos de Alfredo, y habló.
—¿Quiere otra bolsa de guisantes? Esa está rota.
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