Amanece en Floresta, ese barrio de Buenos Aires donde el sol se levanta lento, como si también necesitara tiempo para aceptar el nuevo día. Javier despierta con la certeza de que la vida es un juego sin garantías, donde el único truco es seguir adelante.
Quiero retruco dijo.
El pasado, con sus golpes y despedidas, no es un enemigo, sino un maestro severo que le ha enseñado a sostenerse en pie.
El desamor que lo marcó con heridas profundas fue también el que le mostró la capacidad infinita de su corazón para curarse. Ella se fue, y aunque al principio creyó que nunca más podría amar, descubrió que el amor, incluso el que deja cicatrices, es un motor que no se apaga, sino que impulsa. Aprendió a amar nuevamente, con todas las lecciones que el dolor le dejó, más fuerte y más libre.
Menos reprimido.
Hoy, cuando sale a la calle, no lo hace para huir del pasado, sino para encontrarse con el presente. Floresta le regala sus sonidos matutinos, el crujir de las persianas que se levantan, el saludo apurado del diariero, el cafetero que aromatiza la acera entre medio del centro comercial de avenida Avellaneda, y Javier encuentra en esos pequeños detalles una razón para sonreír. Vive el barrio como un escenario donde cada esquina guarda un fragmento de historia, y él, ahora, se siente parte de ella.
En la plaza Vélez Sarsfield, se cruza con Pedro, y sin detenerse demasiado a pensar, le propone una salida. “Che, Pedrito, vamos a tomar algo esta noche. Tengo ganas de charlar.” Pedro acepta con una sonrisa, y él siente que esa simple acción es un triunfo sobre su antigua soledad. El Javier de antes, el que se encerraba en sus pensamientos oscuros, el que rumeaba con ellos en la absurda ausencia de su existencia, ha quedado atrás.
La tarde avanza, y Javier visita a su madre. La abraza con la fuerza de quien comprende que los abrazos son una forma de comunicar lo que a veces las palabras no pueden. “Te quiero, Ma,” dice, y esas palabras, aunque simples, encierran un mundo de emociones. Ella le responde con una caricia en el rostro, y él siente que ese gesto lo reconcilia con muchas cosas.
De vuelta en la plaza, se sienta a observar el mundo a su alrededor. Ve a los chicos jugar, a los ancianos conversar, y encuentra en esos momentos la belleza de lo cotidiano. La vida, piensa, es una suma de instantes que, cuando se miran de cerca, revelan su propio valor. No es necesario que todo tenga un gran significado; a veces, solo basta con estar presente.
Por la noche, regresa a su casa. La radio suena con un tema de pop electrónico, su ritmo envolvente llenando la habitación con una energía diferente. Javier escucha, y en lugar de nostalgia, siente una conexión con el presente, un impulso renovado. Prepara su cena, come despacio, disfrutando de cada bocado, consciente de que cada día es una oportunidad para empezar de nuevo.
Se acuesta sabiendo que el mañana es incierto, pero también sabe que es el mismo camino de siempre: hoy es hoy. Porque en realidad, todo es siempre la primera vez, aunque lo repita mil veces. Hoy tiene la misma sensación de novedad, de aventura, de estreno. No se trata de lo que vendrá, sino de lo que es, de lo que hay, de lo que toca ahora. Hoy es un día nuevo, único, irrepetible. Hoy es lo único que tiene, y se siente bien en esa certeza, tan simple y tan profunda al mismo tiempo. Un día a la vez. Con el mismo entusiasmo. Como la primera vez.
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