El vagabundo y la conciencia

El vagabundo y la conciencia

Nilo Medina

07/01/2025

7 Aplausos

0 Puntos

60 Lecturas

En el crepúsculo de una ciudad sin nombre, bajo cielos plomizos y el eco distante de trenes marchitos, un hombre errante deambulaba por calles vacías y adoquinadas. Sus pasos, indiferentes al rumbo, trazaban un camino azaroso en la penumbra. Era un lector asiduo de Kafka, cuya sombra literaria se cernía sobre su conciencia como un telón ineludible. Llevaba consigo un libro maltrecho, cuyos bordes carcomidos por el tiempo eran testigos de largas jornadas de reflexión y desesperanza.

El vagabundo, cuyo nombre se había perdido en la bruma de su propia existencia, sentía en su interior un peso insostenible, un nudo que apretaba su alma con la fuerza de lo ineluctable. Había leído y releído aquellas historias kafkianas, donde hombres se transformaban en insectos y burócratas enfrentaban laberintos sin fin. En cada palabra, en cada giro absurdo de esas narraciones, encontraba el reflejo de su propia existencia, tan carente de propósito como esas tramas desconcertantes.

El hombre se detuvo frente a un café desierto, sus ojos hundidos contemplando el reflejo de su figura en la ventana, distorsionada por las gotas de lluvia que comenzaban a caer. Pensaba en «El extranjero» de Camus, en la fría indiferencia de Meursault ante la vida y la muerte. “¿No es acaso eso lo que somos?”, se preguntaba, “sombras que transitan un mundo indiferente, donde el sol, con su brutal persistencia, nos recuerda la futilidad de cada día que transcurre”.

Encendió un cigarrillo, el humo espeso elevándose como un espíritu liberado, y se sentó en un banco de madera que crujió bajo su peso. La nicotina le raspó la garganta, pero ofreció un consuelo momentáneo, un breve escape de la angustia que lo consumía. Su mente vagaba entre las palabras de Arlt, cuyas «Aguafuertes porteñas» desnudaban la sordidez de una sociedad cínica y desmoronada. Sentía una conexión con esos personajes que, aunque atrapados en la miseria, luchaban por un rayo de dignidad en un mundo que se desmoronaba a su alrededor.

Los pensamientos se arremolinaban, como hojas secas en un torbellino de otoño, en un crescendo de ansiedad. ¿Era la vida una prisión invisible, donde cada uno construye sus propias rejas, o era una serie de absurdos encadenados, sin lógica ni redención? La preocupación que lo acosaba no era otra que el destino del hombre común, atrapado entre la opresión del sistema y el vacío existencial.

Finalmente, el vagabundo se levantó, su silueta esbelta deslizándose como un espectro entre las sombras que alargaba la noche. “Tal vez”, pensó, “no sea más que un engranaje oxidado en la maquinaria del tiempo, un observador condenado a deambular sin fin, alimentando su espíritu con las migajas de una literatura que no ofrece respuestas, sino más preguntas”. 

Y así, bajo un cielo encapotado, el lector kafkiano siguió su andar incierto, un hombre solitario en una ciudad que jamás conocería su nombre, perdido en los meandros de su propia mente, en una búsqueda interminable por encontrar significado en el absurdo de la existencia.

Votación a partir del 16/01

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS