El suicidio de Gustavo

El domingo a la mañana, la cuadra donde vivía Gustavo estaba tranquila y apacible como pocas veces. Por largos momentos no se veían a vecinos que pasearan sus perros ni se oían autos lejanos que pasaran de largo. En la ciudad, esta tranquilidad ya sólo se manifestaba en los sagrados barrios de casas bajas, y aun así ya no en todas sus zonas. Para conocer la auténtica apacibilidad, había que ir barrio adentro, donde las casas y los dúplex todavía ganaban en número a los edificios. Así era en la cuadra donde vivía Gustavo. Aquí hasta ahora había un único edificio, de la mano derecha, cinco pisos más alto que todas las casas de la manzana.

A eso de las nueve, en la casa vecina a ese edificio, que era una vieja casa chorizo, se abrió hacia adentro la puerta de calle, como una trampilla. A la vereda salió un perro, un adorable bulldog francés, con el pelaje de color arena y una sombra negra en el centro del hocico. El perro tiraba de una correa violeta con la que lo llevaban, y se quedó mirando de un lado a otro, con los ojos saltones y muy separados, las orejas inquietas y la lengua afuera. Una señora mayor que iba en jogging apareció detrás, llevando la correa. La señora mayor cerró la puerta de su casa y luego se dejó arrastrar por el perro, que se vio atraído hacia algo a su izquierda. Así fueron por ese lado y pasaron por delante de la cochera del edificio.

Si el perro no hubiera elegido acercarse al cordón de la vereda para olisquear la meada de otro perro en el cerquito de un álamo, entonces la forma borrosa que se precipitaba desde el cielo lo habría aplastado bajo su peso al estrellarse contra el suelo. Pero el perro se acercó al álamo sin vacilar, y la forma borrosa que caía del cielo se estrelló justo después contra las baldosas, con un estampido violento y unos crujidos como de huevos al cascarse. El perro recibió un salpicón de algo que le dejó impresas unas manchas de color tinto por todo el cuerpo, al tiempo que se sacudía, pataleaba, se caía sobre un costado y trataba de reincorporarse sin saber qué estaba pasando. La señora parpadeó, pegó un salto, retrocedió por puro reflejo, soltando la correa, y estuvo a punto de caerse de culo. Ella también recibió una rociada de algo, en los tobillos, pero tendría que pasar un rato hasta que reparara conscientemente en lo que era.

Lo primero que vio la señora al recobrar el equilibrio fueron unas largas y oscuras salpicaduras que habían salido disparadas como al ras de las baldosas. Le recordó a una vez cuando estaba de compras en el supermercado y se le cayó un sachet de leche, que reventó contra el suelo y salpicó todo antes de derramarse lentamente. Pero esta vez lo que mojaba el suelo no era blanco como la leche, sino rojo oscuro, y las salpicaduras no salían de un sachet, sino de algo que parecía un muñeco, un muñeco gigante y deformado, desplomado en posición supina, con las piernas grotescamente dobladas hacia lados opuestos, y un brazo torcido hacia atrás en una figura imposible. La cabeza del muñeco estaba trabada en una posición que daba a medias la cara, los ojos, vacíos y congelados con la mirada al suelo, y la boca, entreabierta, demasiado floja, llena de una materia que salía chorreando por una comisura y hacía arroyuelos por los surcos de las baldosas y se expandía por debajo de la cabeza como un halo rojo oscuro y avanzaba en todas direcciones con el color de…

La señora terminó por pegar el grito más largo y agudo de su vida. Esto enloqueció a su perro, que rompió a ladrar, sin saber a qué le ladraba. Y así, entre los dos, despertaron a todos los que todavía estaban durmiendo a esa hora en la cuadra.

Unos momentos antes de este acontecimiento, Gustavo todavía estaba desayunando tranquilamente en su departamento del quinto piso, en el único edificio de la manzana. Ese era el primer día que volvía a desayunar, o a comer una comida que pudiera llamarse como tal. Ya en los últimos días había vuelto a comer, no por un asomo de apetito, sino porque de golpe se sintió desmayarse y tuvo miedo de perder el conocimiento y morirse súbitamente. Se había asustado, y ese susto, aunque puramente instintivo, era una buena señal. Significaba que él quería vivir, o que al menos no quería ser como esos que se mueren en sus casas y pasan meses descomponiéndose hasta que alguien los encuentra convertidos en momias apestosas.

Sí, después de su primera comida en toda una semana, Gustavo se sentía mejor. Sentía que acababa de tocar el fondo, el oscuro fondo, y ahora, muy de a poco, volvía a subir, volvía a emerger a la vida normal, a la vida que tenía antes, como si emergiera de una larga y densa pesadilla hacia la realidad. Todavía era demasiado pronto para alegrarse. Todavía él estaba en las tinieblas de su depresión, en ese hoyo negro al que se había precipitado hacía más o menos una semana. Tal vez nunca saldría de ahí. Tal vez quedaría marcado para siempre. Tal vez nunca recuperaría su reputación ni lograría resarcir todo el daño hecho. Pero ahora mismo lo importante era que estaba dando el primer paso: se estaba perdonando a sí mismo.

Después de todo, no había sido su culpa. La culpa la había tenido la inspectora. Esa inspectora de mierda.

No podía dejar de darle vueltas a eso. ¿Cuántas visitas hacía un inspector a la escuela? ¿Y cuántas una inspectora? Desde que él mismo iba a la escuela esperaba conocer un día a esa famosa figura. Sus alumnos (ahora sus exalumnos) seguían haciendo el mismo chiste que incluso él hacía en la secundaria: “no, chicos, dejen de hacer eso, que puede pasar el inspector”. Y todos seguían riéndose, porque esa persona nunca aparecía. ¿Existía siquiera ese personaje? Era como el cuento de Papá Noel pero para adolescentes. Gustavo ya se había olvidado, pero el inspector existía, y tuvo que hacerse realidad justo cuando él estaba ahí, dando clase. Y el inspector había tomado la forma de una mujer.

Venía acompañada de la directora de la escuela, que le abrió la puerta del aula. Era una mujer cuarentona, bien vestida, y aparte del sujetapapeles y la birome que llevaba encima para tomar notas, nada en su aspecto indicaba que viniera a inspeccionar el ambiente de trabajo. Ni siquiera se conocía su nombre, aunque a Gustavo le parecía haberlo leído por encima, días después, en la cédula de demanda. Al parecer, ese día la inspectora sólo había querido entrar al aula para echar un vistazo, y ojalá se hubiera limitado a mirar. Pero entonces tuvo que abrir la boca.

-¡Hola a todes!- fue el saludo de la inspectora, con una voz que encima era recontra potente, como para no olvidarla jamás-. ¿Cómo están, chiques?

Era curioso que a Gustavo nada lo irritara como escuchar a alguien errar la concordancia de género a propósito. Pero también resultaba comprensible, al ser él profesor de Lengua y Literatura. Él defendía la gramática. Por eso fue que decidió corregir.

-Hola a todos, señora- dijo Gustavo, haciéndose ver por la inspectora, que había empezado a invadir el aula con unos primeros pasos de sus zapatos de tacón bajo-. Acá somos chicos y chicas, por lo tanto, el plural es masculino.

Eso siempre debía bastar para poner las cosas en su lugar, pero parece que la señora inspectora no era de esas personas a las que les agrada ser puestas en su lugar.

-Muchas gracias, profesor- respondió, con una gran sonrisa, que a Gustavo lo sacó de sus casillas. Luego se volvió a la clase-. ¡Buenos días, chicos y chicas!

Chicos!- rugió Gustavo, y descargó el puño sobre su banco, porque justo en ese momento estaba sentado ante el banco del profesor-. ¡El plural es chicos!

La directora, de pie en el umbral de la puerta, podría haber intervenido entonces, pero, irónicamente, tenía el defecto de ser una mujer bastante lenta y mansa. Cosas que pasan. La inspectora, en cambio, era todo lo contrario, era rápida y fácil de provocar, y no le temblaba el pulso para responder… igual que su interlocutor. Giró todo el cuerpo hacia Gustavo y le respondió, sacándose la máscara de sarcasmo:

-Vamos a incluir a todos, señor profesor. A todos y a todas.

Gustavo retrucó:

-Vamos a incluir también a la normativa, señora.

Y empezó la discusión. Y la discusión fue fea. Los adolescentes que la presenciaron al principio contenían la risa y escondían las caras, pero luego, a medida que Gustavo se iba calentando y perdía el control, empezaron a animar la pelea ellos mismos, y acabaron todos con la boca abierta cuando Gustavo, que entonces no tenía idea de estar discutiendo con la mismísima inspectora, empezó a largar los insultos.

No fue hasta el día siguiente que se enteró de que lo habían echado. Ahora hacía una semana que era un desocupado; su puesto en aquella escuela era el único empleo que lo mantenía mientras buscaba otro que mejorara sus ingresos. Esa misma semana también recibió en su puerta la cédula de una demanda en su contra (por maltrato verbal, le pareció leer por encima, antes de arrojarla lejos en un ataque de rabia) pero, contrario al consejo de cualquier abogado, todavía no se había ocupado de eso, ni siquiera había pensado qué haría al respecto. Le parecía recordar que había dejado la cédula tirada en un estante, como una revista vieja.

El asunto incluso llegó a los medios. Uno de sus alumnos había filmado con el celular la peor parte de la discusión y había subido el video a internet. Y el video, como dicen, se volvió viral y llegó a un canal de televisión, tal vez a más de uno. Gustavo lo vio de casualidad una noche, cuando ya llevaba ocho horas seguidas postrado delante del televisor, sin prender ninguna luz, contemplando la pantalla de un noticiero, y más allá de eso, el vacío, y más allá del vacío, la destrucción y el fin de su vida. De repente, el conductor del noticiero, que ahora ponía cara seria, empezó a relatar una historia sobre un profesor de secundaria y una inspectora que se parecía demasiado a la suya, hasta que de golpe pronunciaron su nombre, ¡su nombre completo! y Gustavo se incorporó de un salto en el sillón, invadido por el miedo.

En la pantalla del televisor, que relumbraba en medio de la oscuridad del living, Gustavo vio la reproducción de lo que parecía ser un sueño a medias olvidado, registrado por los ojos de un observador intruso. Se veía a sí mismo, en el aula, poniéndose de pie con una violencia que hizo tambalearse el banco, revoleando los brazos en unos gestos amenazantes que apenas hacían retroceder a la inspectora (y que espantaban a la pobre de la directora).

-¡Salí de mi aula!- decía, a los gritos. Su voz era un rugido de furia al que costaba entenderle las palabras, por eso el video tenía subtítulos, y los subtítulos eran casi en su totalidad unas hileras de asteriscos que reemplazaban a las palabrotas. El titular de abajo citaba el SALÍ DE MI AULA en letras enormes y escandalosas y unos segundos después alternaba con un titular más largo que obligaba a estrechar los caracteres: PROFESOR MALTRATA A UNA INSPECTORA DE EDUCACIÓN: FUE POR UNA DISCUSIÓN SOBRE LENGUAJE INCLUSIVO.

El video, que duraba casi un minuto, se repetía una y otra vez, ahora silenciado, mientras un grupo de conductores charlaban sobre Gustavo de una forma que a él lo hacía sentirse como una especie de prófugo. Un hombre de traje, maquillado, de pelo canoso peinado con raya al costado, dirigía la charla y moderaba la ronda de opiniones degradantes sobre GUSTAVO, EL PROFESOR MALTRATADOR, como rezaba ahora el titular en la pantalla. Todos querían decir lo suyo, todos querían su turno de agarrar el palo y pegarle a Gustavo como si fuera una piñata en un cumpleaños. Al final, el hombre de traje tuvo que callarlos para luego dirigirse a la cámara con dureza y concluir el segmento con un humillante sermón sobre cómo Gustavo no podía hacer lo que había hecho, cómo no podían permitirle que volviera a pisar un aula ni educar a ningún chico, cómo debía castigarlo la Justicia para asegurarse de que lo vetaran de por vida.

Hasta ese día, Gustavo había dormido mal todas las noches. Pero desde entonces ya ni siquiera dormía. Si hasta ese momento estaba contemplando la destrucción y el fin de su vida, entonces esa noche era el momento de presenciar cómo lo liquidaban.

Pero, ahora, de alguna forma ya estaba todo en el pasado, o casi todo. No había forma de explicarlo, pero esa mañana de domingo sentía que era su primer día de paz.

Tenía ganas de volver a leer. Eso y el hecho de estar desayunando eran lo que le daba la buena señal. Ya no recordaba la última vez que se había regalado el placer de estar ante un libro abierto. Siempre había sido su mejor pasatiempo, su fuente de entretenimiento, su refugio emocional, a falta de una buena vida social. Leía toneladas de libros de ficción, desde autores latinoamericanos hasta bestsellers de Islandia, desde policiales hasta poesía. Solía conseguirlo todo de segunda mano, pero de vez en cuando también dispensaba en libros nuevos, recién editados. Estos últimos eran un lujo. Gozaba detenerse en la lectura para contemplar esa sombra jade entre las páginas recién impresas, percibir el olor a nuevo que desprendían cerca del lomo, para luego volver a sumirse en ese mundo de realidad manipulada al cual lo introducía el autor. ¿Por qué no se volvía a dar el placer al menos? Todavía tenía muchos trámites que hacer para salir de su situación, pero hoy era domingo, nadie lo molestaba.

La biblioteca de su departamento estaba junto a la mesa donde desayunaba. Era una vieja estantería, más ancha que su propia cama. Eso le resultaba curioso, a menudo se decía a sí mismo que leía más de lo que dormía. Se levantó de su asiento y se puso a escudriñar la biblioteca, siempre había algún ejemplar que dejaba sin leer después de comprado.

Entonces vio un libro que estaba sobre la mesa ratonera del living, entre el sillón y el televisor, y se acordó de qué era. Una novela. Nueva. ¡Cómo se había olvidado! La había adquirido el pasado fin de semana y la había llevado a la escuela para empezarla en algún recreo… antes de que llegara la inspectora. Ahora se iba a vengar. Iba a recuperar el placer que le habían robado. Si había algo que no podían quitarle, era el poder leer un libro escrito en español, un libro que respetara las reglas gramaticales, en especial las de concordancia.

Se sentó en el sillón del living, delante de la mesa ratonera y del balcón, que tenía la puerta corrediza abierta de par en par. Se reclinó con el libro abierto ante sí y pasó las primeras páginas. Era un clásico reeditado, recordaba ahora.

-Ah, el único amigo que me queda- se oyó decir en voz alta, y se arrepintió un poco de lo triste que sonó.

Se salteó un prefacio y llegó a una página con la leyenda CAPÍTULO 1. Entonces se puso a leer el texto de abajo con su técnica habitual de lectura, tratando de transportarse desde la primera frase. ¡Ah, el placer de leer, lo único que nunca cambiaba!

Cuando sonó el timbre, Ashely bajó corriendo las escaleras. Ashley era la criada de la casa, y esa noche se encargaba de recibir los abrigos y los sombreros de les invitades y colgarlos en los percheros. El timbre sonó por segunda vez, y Ashley abrió la

Se detuvo y volvió atrás en la segunda oración. Algo había sonado mal. ¿Invitades? Qué ironía. Era un error. Siguió leyendo sin darle importancia.

En las escaleras aparecieron les señores Thompson, un matrimonio amigue de les anfitriones de la fiesta. Estaban parades a mitad de la escalera y

Aquí ya no pudo seguir. ¿Les señores? ¿Amigues? ¿Parades? ¿Qué eran esas palabras? ¿A qué se referían? Apenas entendía lo que leía. Pasó la página bruscamente, empujado por un mal presentimiento, y se topó con un diálogo que lo atrapó al instante en una rápida lectura.

-¿Quiénes son eses?- preguntó la señora Thompson, señalando a dos persones ubicades en un rincón.

-El señor y la señora Shaw- respondió el señor Thompson-. Son amigues míes. Están casades desde hace años. Pero, por favor, no les mires.

Con un horror creciente, despegó la mirada de esas líneas y pasó más páginas. Abundaban las rayas de diálogos, y los diálogos atraían su mirada como voces. Los leyó todos con un negro horror, como si del libro salieran fantasmas. A sus ojos saltaban alegres y briosos fragmentos de lo que era la escena de una fiesta. Todos lo llenaban de más y más horror:

Tode el munde ama la música, Manuel.

¡No sean histeriques, muchaches!

Ahí viene la señora Buffal con sus perrites. ¡Qué bonites criatures!

Nosotres les esperamos afuera, chiques.

Sus manos dejaron caer el libro, que dio contra el suelo y se cerró. Se levantó del sillón sin hacer un solo gesto. Su rostro era un retrato completamente inexpresivo y sus ojos estaban vacíos y fijos hacia adelante. Rodeó la mesa ratonera, avanzó a paso seguro hacia la puerta abierta del balcón, la traspasó sin hacer gesto alguno y siguió avanzando, y el resto ya está contado más o menos al principio de esta desafortunada historia.

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