Una visita
El psiquiatra José Monge acababa de hablar por teléfono con Rosa, su mujer. Leía un libro acomodado en su silla detrás del escritorio. Al rato, se quitó los espejuelos y devolvió el libro al estante. Había otros títulos: “Manual de psiquiatría clínica”, “Niebla”, de Miguel de Unamuno, “La Biblia”, “La metamorfosis”, “La divina comedia”, y varias enciclopedias de tapa dura.
Se puso de pie y caminó hacia un armario. Justo lo abría, cuando tocaron a la puerta.
―Buenas tardes, ―saludó Monge, y miró hacia el pasillo preguntándose por qué su secretaria había dejado pasar al individuo sin avisarle.
―Mi nombre es Iptocres.
―¿Tiene una cita?
―Por supuesto.
A Monge le pareció conocido, casi familiar. Usaba camisa de cuadros y llevaba una barba bien cortada.
―Linda oficina, ―dijo Iptocres.
― Bueno, ¿qué lo trae por acá? ―Preguntó Monge.
Iptocres tomó asiento.
―Muchos deberían venir aquí más a menudo, doctor; mantienen una gran fachada, pero arrastran un saco lleno de trastos viejos.
―¿Es muy pesado su saco? ―Preguntó Monge.
―Las neurosis generan diversos síntomas, ―dijo Iptocres.
―¿Es usted médico?
―Qué va, hombre, ¿médico yo?
―¿Alguien lo remitió aquí?
―Hace tiempo otro psiquiatra me dijo que éramos como máquinas biológicas, y que los genes tenían mucho que ver en todo esto.
―Tal vez haya algo de verdad en eso. ―Respondió Monge.
―A quién se le puede echar la culpa de nada, ¿no?
Iptocres, tocándose la punta de la barba, preguntó: ―¿usted es feliz, doctor?
Monge, observándolo, contestó: ― He tenido suerte.
― Por supuesto. ¿Cómo le va con Rosa?
―¿Qué dice? Oiga, ¿Quién es usted?
―Este lugar es tan acogedor; aquí como que podemos hablar de lo que sea ¿no cree?
―Un momento…creo que lo he visto en el edificio donde vivo, ¿no es así?
Iptocres observaba a Monge. Dijo: ―¿Cree en los extraterrestres?
―¿Extraterrestres?
―¿No le parece una pregunta importante?
―¿No me va a decir quién es?
―Soy Iptocres. ¿Sabe qué? Creo que mejor me voy. Hasta luego, doctor; salúdeme a Rosa.
―¿Qué?
Iptocres abrió la puerta y salió.
Monge trató de seguirlo y llegó al recibidor. Tocó a la ventanilla esmerilada de la oficina de su secretaria.
―Disculpa, Monge, olvidé abrir la ventanilla, ―dijo ella.
―¿Viste al hombre que acaba de salir?
―¿A quién?
―Estuvo a mi consultorio y acaba de irse.
―Ay, no me asustes…
Monge volvió a su oficina y se acercó al armario donde guardaba una botella de vino. Llenó una copa. Al rato, oyó el sonido de su teléfono y contestó. Escuchó aquella voz: ”señor Monge, está bebiendo demasiado; no es un buen ejemplo para sus pacientes; yo bebía antes, pero lo he dejado; tal vez debería hacer lo mismo. Usted sabe que tengo razón. Yo siempre tengo razón. Bueno, adiós, tal vez algún día hablemos nuevamente, cuídese; hasta la vista”.
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