Por capricho de la diosa Fortuna se mueve entre sus iguales sintiéndose superior a todos ellos. A regañadientes lo reconocen como el más talentoso, el más rico, el más joven y el más guapo, tragándose sus tachuelas de envidia y sus lisonjas, a sorbos cortos, con el aperitivo de media tarde. Él se deja querer y pone buena cara, ignorando el agotamiento que le quema la espalda, el corazón y las articulaciones de su osamenta bien lograda.
Hace tiempo que es un elegante muñeco con ropa de marca, viviendo sin protestar en una jaula de cristal. Ya no es capaz de soportar la incomodidad de sentirse observado, admirado, criticado y deseado. Simplemente sobrevive al esfuerzo de ser el personaje del momento.
El suyo es un camino solitario y sin retorno. Deambula por las habitaciones de invitados, las confortables suites de los hoteles, los bordes de las piscinas, y el indiscreto posado del fotocall.
Su nombre y su presencia son como filigranas rutilantes colgadas al cuello de los necios. Cuando la noche acaba, siempre lo descubre con los ojos abiertos a un laberíntico vacío sin salida.
— ¿Qué le pide a la vida alguien como usted, que lo tiene todo? — le preguntó en cierta ocasión un periodista.
Era una pregunta interesante. Por una vez quiso ser sincero y sin pensarlo apenas, respondió
— Un lugar donde dejar abandonada mi brillante piel de salón, que ya me causa heridas.
El hombre lo miró sin comprender.
— ¿Lo que quiere decir es que va a dar una exclusiva? ¿Un retoque estético o un cambio de look, tal vez ?
—Soy un buen creador de contenido— respondió con amargura — Tal vez dé la campanada con un cambio sorpresivo.
El periodista soltó una risita y añadió
—Sea lo que sea, hará un gran trabajo.
No quiso prolongar el fallido amago de sinceridad y se retiró con una ligera inclinación de cabeza. ¿Cómo explicar lo pesada que resultaba a esas alturas su segunda piel?¿Cómo ignorar lo que era alzarse en delicado equilibrio sobre el voluble capricho humano, con el pesado lastre de una falsa apariencia, que engañaba a todos menos a él mismo? Daría todo lo que poseía por volver a ser un niño sin dobleces, una biografía sin contar, alguien que no desease a cada segundo arrancarse la piel a tiras.
Al fondo ve a su manager que avanza sorteando cuerpos e ignorando almas, respaldado por el porcentaje de beneficios que cree merecer. Y entonces piensa
«Soy el ídolo. El número uno. Soy el camaleón humano mejor pagado. Mi auténtica piel nunca verá la luz del sol».
La otra piel, la infame, se despereza entonces. Se estira con los movimientos elásticos de un felino. El idolo endereza la espalda, ensaya una sonrisa. Desde todos los ángulos las cámaras lo escrutan y los focos lo abrasan. El público se silencia, conteniendo el aliento, reclamando lo suyo.
Esta vez el ídolo no alberga dudas. Es hora de empezar su penúltima performance. Su última actuación, ya reservada, será en su camerino. Un pase privado, solo para él mismo.
Más tarde, cuando el arma tiña de rojo la capa de maquillaje sudoroso, el show definitivamente acabará. Sereno como nunca, el ídolo podrá al fin descansar.
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