Sólo quedan seis conejos.
Todos machos y desnutridos. La última hembra murió hace tiempo, agotada por tantos partos. En total, doscientas sesenta y seis almas, las que han alargado con su generosidad la vida de la familia.
Condes otrora pudientes, convertidos en campesinos, despojados de casi todas sus tierras.
Condes de conejos y tomates.
Reunidos en la mesa, despedazan el séptimo gazapo. Patas para los hijos, cuerpo para la esposa en cinta y la exigua carne de la cara para el padre. El austero hombre lucha por pinchar con dignidad la pequeña cabeza rodante y tirar de la piel con una sola mano; no quiere que su familia vea la otra. Hace días que observa una débil mutación, un enrojecimiento discreto del dedo índice. No quiere alarmar a los demás, así que guarda silencio, sobre ello y sobre los destellos verdosos que intuye en el cabello de su esposa cada vez que queda a contraluz.
El hombre pasa por delante de la jaula de los conejos, demasiado débiles para exhibir ningún entusiasmo. Los tomates son insuficientes. Si quiere tener comida durante los próximos días necesita hacer algo… por la familia…
Pasa el dedo enrojecido a través de la verja, cerca de la naricilla de uno de los animales. El olfateo se intensifica, con ansiosa necesidad, y devuelve un instinto salvaje al lepórido que, con inusitada ferocidad, arranca la punta de un mordisco.
No duele.
El hombre mueve lo que queda de dedo por los agujeros de la malla, para que cada miembro de la famélica camada deguste con gozo un pedazo de su amo.
Los días pasan, y con inusitada naturalidad, la familia asume y abraza su metamorfosis. Sus cuerpos maduran. Rojo vivo para el cuerpo blando. Verde para las secas cabelleras. Ofrecen por turnos sus menguantes falanges para que sus reservas cárnicas, cada vez más enérgicas, vivan un día más.
«¿Cuándo comeremos nosotros?» se pregunta el padre.
Pero cada vez piensa menos.
El cerebro, encharcado de zumo y desidia.
El movimiento como concepto intolerable.
Las piernas, enraizadas, buscan agostadas un suelo que habitar.
Observa la inevitabilidad.
Los cuerpos redondeados de sus hijos.
La pérdida de rasgos de su señora.
¿Los conejos han crecido o ellos menguado?
Un día, los llevaron rodando con sus hábiles naricillas rosadas a su antigua morada. Sin posibilidad de réplica, la familia se revuelca en el lecho de cecótrofos, agradeciendo los sabrosos nutrientes, mientras observan a los nuevos huéspedes disfrutar de la calidez del comedor.
Los meses han pasado; finalmente las raíces encontraron el calor del hogar sobre la tierra defecada. Sus semillas han repoblado la antigua conejera con color y abundancia.
El antiguo hombre no se atrevería a decir que la vida es mejor, pero sí más sencilla. Disfrutar del sol con sus nuevos hijos, los que aún no han sido recolectados, hasta que sea llamado a la mesa, como ocurrió con los demás.
En total, cuarenta y ocho almas, las que han alargado con su generosidad la vida de la nueva familia.
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