Ella caminaba sola los domingos por la tarde. Siempre sentía esa horrible
sensación de vacío, de no poder encontrar nunca lo que estaba
buscando.
¿Cuántas veces sintió el ruido de sus tacones? ¿Cuántas veces no vio, del
semáforo, el color?  No supo como llegó hasta allí. No le gustaban los sitios concurridos,
no son buenos ni para pensar ni para caminar, ni para caminar sin
pensar.

Los puestos de la feria de antigüedades ya estaban desarmados, quedaban
aún unos pocos rezagados revolviendo con prisa saldos y
oportunidades. El frío de la tarde adelantaba el cierre.

En una esquina, en un pequeño puesto, un anciano delgadísimo se
lamentaba hablando solo en voz muy baja, olvidándose que tenía, él
también, que desarmar el puesto.

Cuando ella se acercó, el anciano miraba desolado una cabeza quebrada que
sostenía entre sus manos.

—Ya no se separará de mí.— Se lamentaba mientras la recorría lentamente
con su mirada brillosa, quizá porque unas lágrimas asomaban en sus
cansados ojos pardos.

—Está conmigo desde hace veintisiete años.— Le explicó mientras miraba
fijamente sus tacones muy altos y finos.

—Ahora deberá seguir conmigo para siempre.— Concluyó con voz trémula
pero definitiva.

Ella, mirando la cabeza rota, le preguntó si no era muy pesada.

—No, porque no es de mármol ni de yeso.—

De que sería entonces, se preguntó ella sin decirlo.

El anciano, todavía mirando sus tacones, sin soltar la cabeza,
respondió como si hubiera leído su pensamiento.

—Cartapesta.—

Ya era de noche, y los pocos faroles de la plaza le daban a la escena un
halo misterioso, casi trágico. El frío y el temor entumecieron los brazos del anciano, y la cabeza se le cayó lentamente sobre los adoquines y se partió en dos.

—Es el fin.— Dijo desolado.

Ella le preguntó si no se podía arreglar, pegarla tal vez.

—Nunca. Sería peor.—

Ella no entendió.

—Es el fin, ya nunca podré venderla.—

Le preguntó por qué decía eso, el anciano se angustió y
comenzó a guardar sus cosas con mucha prisa, mirándola con recelo,
como si esa pregunta fuera fatídica.

—Ya nunca podré venderla.—

—Ya nunca podré venderla.—

Murmuraba en voz baja, llorando y repitiéndose que llevaba veintisiete años
sin poder vender esa cabeza maldita, de la que solo podría desprenderse si alguien la compraba, o cosas horribles le seguirían pasando sin cesar.
Así era la antigua maldición de la cabeza de cartapesta…

Ya nadie quedaba en la plaza. El frío comenzaba a sentirse.

Ella no podía dejar de mirar a esa pobre criatura descabezada sobre el
suelo de adoquines, que irradiaba una luz casi sobrenatural que
iluminaba la cara del anciano que seguía llorando en silencio.

Entonces comprendió que había encontrado lo que buscaba.

Y no pensó lo que dijo, pero lo dijo.

—Se la compro.—

Sola en la plaza, apenas recuerda como guardó en su cartera el billete de
veinte que el anciano le dio de vueltas, mientras lo veía correr y
perderse desesperado en la oscuridad de la calle.

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