Elizabeth Gray era una niña con una imaginación desbordante, solía jugar con sus muñecas barbie e inventar situaciones que podían ir desde los protagonistas lidiando con una casa embrujada hasta disfrutando de un viaje de campamento.

Aunque la empresa donde trabajaban sus padres estaba pasando por una crisis económica, ellos se preocupaban mucho por invertir en su educación. Decidieron inscribirla en una escuela privada, uno de los mejores colegios de la ciudad. Dispuesta a hacerles saber que su sacrificio valdría la pena, Elizabeth se dedicó a estudiar exhaustivamente para el examen de admisión. Tiempo después, recibió la gran noticia: Había sido admitida. Al caer la noche, descubrió sobre su escritorio el más extraordinario objeto que hubiese visto jamás. Se trataba de una pequeña piedra de cristal color azul brillante con forma de rosa.

Conforme fueron pasando los años, iban apareciendo cada vez más piedras con las mismas características, aunque de diversos tamaños, en diferentes lugares de la casa de Elizabeth. Había adquirido el obsesivo hábito de contarlas todos los días y contemplar por largos periodos de tiempo a las de mayor tamaño. 

Veinte años después se encontraba en la cima de su carrera, pues la habían ascendido a directora. Una enorme piedra apareció en medio de su sala. Parecía una rosa de cristal, sintió un poderoso deseo de tocarla, pero al hacerlo vio horrorizada cómo en su mano se prendía una llama que se apresuró a apagar con un extintor. Jamás volvió a intentar algo similar.

Por desgracia, meses más tarde perdió su trabajo cuando la productora se declaró en bancarrota. Furiosa al regresar a casa y ya no ver el espectacular objeto que adornaba su sala, reunió lo que consideraba insignificantes piedras diminutas de su colección, tomó un martilló y comenzó a hacerlas añicos. Lo que nunca imaginó fue que pronto sus manos comenzarían a congelarse y le saldrían unos pequeños moretones en las palmas. Gritó de dolor y con dificultad trató de hacerlas entrar en calor cerca a la chimenea, pero lo que observó a continuación la dejó sin aliento: Los cristales rotos comenzaron a agruparse hasta retornar las piedras a su estado original. 

Desde entonces surgió en ella un intenso pavor hacia semejantes objetos. Por todos los medios intentó deshacerse de ellas, siempre con el mismo resultado, las piedras rodando hacia el único hogar que conocían y la mujer al borde de un ataque de pánico.

Décadas después de aquellos sucesos, una anciana Elizabeth se encontraba a sí misma contemplando lo que llamaba sus creaciones. Reflexionaba sobre el valor de su vida y veía con desilusión que había más piedras pequeñas que grandes. De repente, cuando se disponía a contarlas por millonésima vez, sintió un intenso dolor en su corazón y se desplomó en el suelo. La pobre infeliz había sufrido un infarto fulminante que terminó con su vida.

Las piedras, apenadas por la tragedia, se derritieron y al ser tantas, formaron considerables cantidades de agua que terminaron por inundar la mansión y arrastrar consigo el cadáver de la ilustre guionista.

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