Le descubrí mientras regaba mis geranios. Asomaba apenas un pulgar de altura sobre el mantillo, con sus bracitos estirados hacia arriba, como queriendo agarrar el calor que caía sobre la terraza aquella mañana de julio. Pensé en la roya y en la araña roja, en las cochinillas y en la mosca blanca. Pensé en Amanece, que no es poco. Pensé en los pulgones. Pero su carita de niño me disuadió de fumigarle con la saña que exhibía en otras infestaciones.
Enseguida constaté que el riego habitual y la canícula le sentaban bien. Crecía a diario. La segunda semana, su mitad superior ya casi sobresalía medio palmo y su pelo se había aclarado. Fue la tercera semana cuando me atreví a tocarle, y ese contacto hizo que en sus diminutos ojos verdes se iluminase la consciencia, como en aquella escena de la Capilla Sixtina. A partir de ese día no dejaba de observarme en cuanto aparecía con mi regadera. La cuarta semana, en lo peor de agosto, con su cabeza ya sobresaliendo entre las flores rojas, fue cuando me habló.
—Buenos días, bella.
—¿Cómo te llamas? —atiné a contestar.
—Puedes llamarme Odradek
—¿Acaso has leído a Kafka? —respondí, sorprendida.
—Kafka, Zweig, Keret…—dijo abriendo los brazos—, me encantan los cuentos, bella. ¿De cuál quieres que hablemos?
Que aquel despliegue fuesen sus primeras palabras me dejó tan confusa como ilusionada, y solo acerté a echarle un buen chorro de agua fresca antes de volver a entrar en casa.
Cuando abonaba la tierra le gustaba citar, con su memoria prodigiosa, a Borges, sin fallar una coma; cuando salía por la noche al fresco prefería algo de Poe, para ambientar la oscuridad. Y cuando el calor empezó a aflojar, discutíamos sobre Carver. Entrando en septiembre su tamaño amenazaba con volcar el tiesto y, en medio de una acalorada charla sobre literatura me juró, además, que ya no sabía cómo colocar las piernas bajo la arena, tal era la estrechez que sentía. Le propuse trasplantarle. Él me propuso entrar en casa a vivir conmigo. Le compré ropa de niño que, con mis gazpachos y los baños de sol, que tomaba a diario, pronto le quedó pequeña. Cuando también la ropa descartada por mis sobrinos adolescentes se quedó estrecha y la cama de invitados corta, me pidió, con aquellos ojos verdes, meterse en mi cama. Pensé en Solaris. Pensé en Nunca me abandones. Pensé en La invasión de los ultracuerpos.
Cuando le mandé de vuelta a la terraza, las hojas cubrían la calle marrón. Se acurrucaba junto a las macetas de los ciclámenes y solo quería hablarme, enfurruñado, de Kafka, pero retorciendo los pasajes, haciéndolos más ambiguos e inverosímiles todavía. Encogía a ojos vista, como los días. Un día le encontré, apenas ya de un palmo, acurrucado bajo las hojas de los pensamientos. Dos días después solo quedaban dos diminutas piedras verdes olvidadas sobre la tierra. Las he dejado ahí, deseando que mis lágrimas y la próxima primavera le traigan de nuevo.
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