El cuento del regalo de Dios

El cuento del regalo de Dios

E. H. Lewis

22/12/2024

Érase que era una vez, y fue, hace mucho, mucho, muchísimo tiempo, cuando el tomate, la papa y el cacao eran secretos a un océano de distancia, y el planeta Tierra era considerado lo mismo que siempre parece, es decir, corto y plano, desde el mismísimo centro del gran abismo que separó el antes de antes y el después del ahora en que ahora vivimos, entre lo que no fue, porque nadie lo mencionó y hoy no estamos muy convencidos, y lo que será, porque lo vamos a hacer con todas nuestras fuerzas, y alguien lo va a ver; fue pues en ese mismo instante, que marcó períodos desconocidos en el pasado y creó nuevos términos a un futuro pleno de esperanzas, abarrotado de intentos de cordura y observaciones individuales y colectivas bien documentadas, que el único Dios eligió el momento más oportuno para su entrada en el reino de este mundo.

Así que adquirió un pasaje para La Tierra, e imitando las costumbres locales del momento, se vistió modestamente con la ilusión de que sus galas no eclipsarían el poder de su presencia.

Y se armó de sencillez y humildad, con el anhelo de que cada acción, palabra e instrucción alcanzaría incluso aquellas almas más modestas, sencillas y humildes, aquellas rechazadas por cada autoridad, poder y jerarquía; almas completamente desechadas, inútiles, ignorantes e ignoradas; almas que languidecían sin ninguna esperanza en un porvenir siempre inestable, inseguro y violento.

Incluso aquellas, pero especialmente aquellas.

Aunque no llegó de sorpresa.

El Gran Dios Absoluto tomó todas las precauciones que semejante visita podía requerir.

Había ya enviado comitivas de mensajeros cada año, con avisos muy cortos, claros y extremadamente específicos, y también otros largos y rebuscados, anunciando su única llegada.

El día prometido se hizo finalmente realidad exactamente cuando fue anunciado, alrededor de la Ciudad de Paz. Incluso un coro de misteriosos embajadores interdimensionales inauguró la comitiva divina, proclamando la noticia hasta en los lugares más remotos.

Un vocero nos alertó en esos mismos días: “Por ahí viene… Ya está llegando… ¡Aquí está! ¡Hosanna!”

Más el corazón de cada planetícola estaba profundamente sembrado de instrucciones mucho más complicadas, empalagosas y comprometedoras. Y apretado por preocupaciones y temores, sitiado por odios y venganzas, enraizado en rituales y prácticas intrincadas de inexplicables, anclado en pánicos reales y también absurdos, abarrotado de desconfianzas, dudas, pretensiones, apariencias, hipocresías, agresividades y desconsuelos, dominado por ansiedades, pleitos y avaricias.

Así que Dios les ofreció un lenguaje mucho más sencillo, natural y cándido, para el cual no era necesario intérprete ni tampoco interpretación, o traducción ni palabras.

Dios simplemente mostró que nos amaba.

Aún así, nadie alcanzó a comprender. Y todos se aglomeraron en desconcierto, elaborando argumentos, midiendo trechos, calculando distancias, y arguyendo cada intención, definiendo cada instante, intentando inútilmente explicar cada propósito aderezándolos con desconfianza. Ni siquiera la profunda confusión y el recelo extremo lograron jamás justificar el abismo que causó esta división original en el el mismísimo centro del gran abismo que separó el antes de antes y el después del ahora en que ahora vivimos…

Y cual era de esperar, no se lograron poner de acuerdo.

Excepto en preguntar “¿Cuánto?”, extremadamente irritados ya por tanta algarabía colectiva y heridos en su propio orgullo de turba religiosa por su propio exceso de ignorancia basado en un sistema de valores inútiles para la compra y la venta de aquel valor abstracto.

Así que Dios decidió también mostrar una medida que de seguro todos lograrían comprender, y dijo “Así”, y extendió los brazos abiertos.

Resistiéndose a aceptar, y ahora con mucho más recelo, no sólo temiendo que no fuese Dios, sino aterrados de que lo fuese, o que alguien más avezado les robara el beneficio de la duda de declararlo inocente y absuelto, arremetieron a una, y le atravesaron las manos, le hirieron la cabeza, y le aderezaron la espalda con dardos definitivos de odio, duda y venganza, los cuales no requerían razón, justificación ni causa.

De las manos abiertas de Dios comenzó a manar su mensaje: un río de amor vibrante, innegable, presente, eterno y vivo, que amenazó no sólo con alcanzar a los presentes, sino también con inundar el futuro.

Espantados en su resentimiento y anegados por el oleaje de benevolencia, cavaron anchos fosos de varias generaciones de profundidad para contener el flujo de sangre infinita. Así se levantaron fortificaciones extraordinarias, de naciones eclipsadas en oposición, para impedir que nadie jamás lo percibiese. Y se apresaron y enmudecieron cada uno de los testigos presenciales de aquel manantial de tanto amor que brotaba, interminable, arraigado en el cielo.

Hasta que descubrieron su valor real. Y lo clasificaron, añadiéndole etiquetas, fecha de expiración y precio sugerido, de acuerdo a los costes de manufactura, envasado y envío en este nuevo mercado humano.

Al principio llenaron pequeños recipientes, y lo distribuyeron en las zonas más próximas de acuerdo al interés público y el cálculo de su demanda.

No obstante, ese interés creció, incrementando exponencialmente la demanda a niveles extravagantes, porque aquel mensaje era universal, y la fuente del amor saciaba una necesidad bien escondida hasta entonces en el interior del mismo corazón de cada alma, en lugares recónditos, secretos e enigmáticos.

Así que de recipientes pasaron a cubetas, garrafones y toneles, cada vez más y más grandes. Aunque todavía se empeñaban en fragmentar el mensaje en porciones insuficientes al alcanzar los puntos de distribución, regulándolo en idiomas incomprensibles y muertos, los cuales consideraban sellos de mayor importancia teniendo en cuenta requisitos y condiciones enteramente viles, que provocaban la sumisión de aquellos a quienes había sido destinado de gratis.

El precio de esas porciones también aumentó. Los vendedores del amor se hicieron ricos, y engordaron de ambición y enfermaron de avaricia, contaminando además sus corazones de dolencias fatales e inmunidad al mensaje original.

Sin embargo, el manantial seguía brotando de aquellas mismas manos que respondieron cuánto.

Y continuó derramándose eternamente, incontenible, eterno, vigente, vivo.

El amor de Dios cubrió toda la tierra, llegó a los ríos, e inundó los mares, alcanzó los montes y refulgió desde las estrellas con un brillo que jamás podía ser apagado.

El precio final fue tan desorbitante, que solamente como dádiva este amor logra ser posible, y puede ser alcanzado, recibido y atesorado en el interior del mismo corazón de cada alma, en un lugar recóndito, secreto e enigmático, donde finalmente resplandece con luz propia.

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