El aprendiz de violinista puso el estuche del violín sobre el sofá y lo abrió despacio. Empezó a mover los dedos: primero hacia un lado, después hacia el otro. Abrió las manos y las cerró varias veces. Hizo movimientos circulares con los codos y hombros. Por último, giró la cintura con lo brazos estirados. Sacó el instrumento, se lo colocó con cuidado. Cogió el arco y comenzó a tocar. El violín se quejó al principio, pero después empezó a sonar casi bien.
Llevaba un rato con su ensayo cuando notó una presencia. Algo lo perturbaba. Los chillidos del violín se volvieron desafinados y molestos. Buscaba con el rabillo del ojo. Entonces lo vio. Había algo bajo el sillón. Se subió de un salto a una mesita que tenía al lado y desde allí lo observó. Era un lápiz. Dejó el violín de cualquier manera y abandonó corriendo el salón. Esperó a su mujer en la cocina.
—Uno de tus lápices me mira mal —dijo el aprendiz de violinista a su mujer, cuando esta llegó.
—Pero… tú sabes que los lápices no miran, ¿verdad? —le respondió su señora.
—¡No miran, no miran! ¡Ya lo sé! Es una forma de hablar. Me refiero a su forma de actuar. A su forma de estar en el mundo mientras yo ensayo.
—Cariño, los lápices no tienen una forma de estar en el mundo. Están y punto. Son cosas.
—Siempre me llevas la contraria. O quitas ese maldito lápiz de ahí o dejaré de ensayar para siempre y será culpa tuya.
—A ver… ¿cuál es el que te mira mal?
—¿Pero… no lo ves? El amarillo y negro que está debajo del sillón.
—Pues tienes razón. Tiene algo inquietante.
—¿No te lo estoy diciendo?
—Lo voy a poner al revés para joderlo.
—¡No! Deshazte de él.
La mujer se agachó e hizo ademán de cogerlo, pero no se atrevió.
Los dos se quedaron mirando el lápiz fijamente. Este permaneció inmóvil, como si les estuviera retando. Decidieron volver a la cocina a idear un plan. Pensaron y pensaron, nerviosos, hasta que a la mujer se le ocurrió llamar al vecino del 1°B, que era bombero. El aprendiz de violinista le dijo que no, que eso era cosa de ellos. Lo tenían que solucionar solos. Volvieron a entrar al salón: la mujer primero y el aprendiz escondiéndose tras ella. Con unas pinzas largas de dar la vuelta a la comida se acercaron al lápiz por detrás. A traición. La mujer lo cogió de un pinzazo y lo puso en el lapicero. Allí, poco a poco, fue perdiendo su embrujo y su duende. El lápiz se convirtió en un lápiz más y el matrimonio pudo irse finalmente a dormir.
En mitad de la noche, el aprendiz se despertó sobresaltado. Buscó el lápiz en el lapicero, pero no lo encontró. Solo vio una pequeña nota con un signo de interrogación escrito.
Volvió a la cama pensativo y lo vio, allí, acostado junto a su mujer.
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