La recuerdo comiéndose los pellejos de pollo que desechaban los demás. Los reunía en su plato y los engullía con ansiedad. Hablaba entre bocados y la placa de dientes postizos bajaba y subía, yo temía que en cualquier momento se le cayera al plato. Su obesidad sumada a la baja estatura le confería un aspecto de trompo cuando se incorporaba.

La llamaban Chiquita. En ese entonces no lo consideré, pero me cuesta comprender que eligieran un apodo tan inapropiado. Era como una bola. Una bola inmensa que al desplazarse daba la sensación de levitar. Aparecía siempre en tres ocasiones: casamientos, bautismos y velorios. Cuando quise saber por qué la invitaban me contestaron que ella era imprescindible para la prosperidad de la familia. Nunca me revelaron dónde vivía ni de qué rama procedía el parentesco —si es que acaso existía—.

Chiquita no tenía dorso, cuando se volteaba seguía de frente. Era un espectáculo enloquecedor para quienes recién se integraban a la familia. Algo que impactaba profundamente era ver que la sobrealimentaran. Las tías corrían detrás de ella ofreciéndole manjares como si no se hubiera atrancado de carbohidratos y como si no tuviera los triglicéridos por las nubes.

Era un asunto contradictorio: se alarmaban por su mala salud pero la embutían como pavo de navidad. Un día mi abuela hizo el intento de explicármelo: «Es que si ella está satisfecha todo marcha bien en la familia. En cambio, si se disgusta, pasan desgracias». A lo que repliqué: « ¿Y si se muere?»

La abuela no me respondió.

En los últimos tiempos Chiquita empleaba un bastón. Literalmente el bastón oficiaba de eje, en cada desplazamiento ella giraba involuntariamente sobre él mostrando sus caras idénticas. Yo era adolescente y tuve oportunidad de tratarla. Lucía perturbadoramente simétrica y su voz emergía del abdomen. Tenía un carácter asertivo con el que dominaba al resto y era consciente de su influencia. Exigía que se le atendiesen todos sus caprichos.

Cuando murió hicieron cola para agradecerle. Yo ignoraba la cantidad de cosas que se habían conseguido mediante su intervención. Fue la muerta más pesada del mundo. Y no lo digo solo por su corpulencia, que era magnífica, sino porque la familia atiborró de comida su ataúd. Querían que se fuera lo más saciada posible al más allá.

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