En un rincón apartado del huerto, una pequeña flor de pimiento comenzaba a transformarse en fruto.
Desde su posición, podía ver cómo, en la planta vecina, nacía un robusto tomate.
La cercanía de ambas plantas permitía que sus hojas se rozaran con la brisa, y aquella flor de pimiento no tardó en fijarse en el tomate que crecía junto a ella.
A medida que su forma redondeada comenzó a definirse, el pimiento no pudo evitar compararse.
—Qué color tan intenso, qué piel tan lisa —pensaba mientras se miraba en el reflejo del rocío.
Sin darse cuenta, adoptó aquellas características como propias.
Poco a poco, su piel se tensó más de lo normal y su color, en lugar de volverse un verde profundo, tomó un tono rojizo más propio de un tomate.
Los días pasaron y el pimiento —que estaba convencido de ser un tomate— miraba con orgullo a los verdaderos tomates que crecían alrededor. Intentaba imitarlos en todo: en su forma, en su postura, e incluso en el modo en que brillaban al sol.
Sin embargo, en su interior, algo no iba bien. Su pulpa no lograba alcanzar la textura jugosa de los tomates, y sus semillas eran demasiadas y demasiado grandes, como si algo estuviera fuera de lugar.
Las plantas vecinas lo observaban en silencio. Algunas hojas cuchicheaban con el viento:
—Ese pimiento está perdido. No sabe quién es.
Cuando llegó el día de la cosecha, la señora del huerto lo arrancó con cuidado. Lo observó detenidamente.
—¿Y esto qué es? —murmuró, girándolo entre los dedos. —Parece un tomate… pero no lo es. Tampoco tiene el color exacto de un pimiento. Qué cosa tan rara.
El pimiento, confundido, sintió una profunda vergüenza; por un instante, deseó que la tierra lo tragara de vuelta.
Fue colocado sobre la mesa de la cocina, apartado de los demás frutos, como si su presencia generara confusión.
Cuando llegó el momento de cocinar, la señora decidió usarlo en una ensalada mixta, donde su confusa identidad pasó desapercibida entre otros ingredientes.
Pero el pimiento, incluso entre rodajas de cebolla y hojas de lechuga, seguía preguntándose:
«¿Qué soy realmente? ¿Un tomate? ¿Un pimiento? ¿Algo intermedio?».
Y así terminó su existencia, sin conocer su verdadera naturaleza, habiendo vivido una vida de dudas y comparaciones.
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