Me he despertado pronto. No tengo nada que hacer, solo irme. Saldré por la puerta y la cerraré evitando el chirrido de las bisagras. Su sonido tiene un trágico sinónimo. Podrían despertarse sobresaltadas aunque sin pretenderlo voy a lograrlo. Cerraré y depositaré las llaves en el patio a través de la gatera. Caminaré calle abajo. Más tarde, saldrán detrás de mí sin importunar al aire.

Miro alrededor para llevarme un recuerdo. Todo es excesivamente grande y podría llamar la atención. Entro en la alcoba del fondo del pasillo. Lleva años sellada, por ella no ha pasado el tiempo. La cama mantiene la última arruga dejada por el sueño eterno. Me miran desde la pared rostros en blanco y negro reprochándome la intromisión. Otros me la perdonan.

Abro el tercer cajón de la cómoda. Las polillas han hecho simas en las mantas para descender al imperio de las termitas. Siento el frío de la niñez cuando hacía mella en el vello de mi piel. Soy un invierno al que tendré que acostumbrarme. Mis dedos luchan en igualdad de condiciones con los tiradores del segundo compartimento. El peso de las sábanas se rinde al envite de todo el alma. Mi caricia levanta el polvo y descubre unas iniciales familiares sobre el manto blanco. El primer compartimento esta entreabierto. Una prohibición que no puedo escuchar sacude el ambiente. Gotas de saliva estrellándose contra mi infancia. Nada está como mi memoria recuerda antes de ser castigada.

— Te guardo estos billetes.

— ¿Para qué abuela? No valdrán nada.

— Te guardo esta cartilla para cuando vuelva el racionamiento.

— Prefiero que me proveas de peducos y de vez en cuando me los zurzas.

— Aprenderás. Todo lo que tienes que saber estará al fondo.

    Alguien se ha llevado el dinero. El mismo alguien ha hecho lo mismo con el hambre. Ha dejado solamente desorden, sobres abiertos donde rezuman fotos, postales amarillentas que piden a gritos volver a ser leídas, el Libro de Familia Católica donde está inscrito el diablo, el joyero vacío, tabas… nada.

    Trato de cerrar el cajón. La trasera opone resistencia. Lo saco de sus casillas. La cama lo envuelve con sus entrañas. Mis cuencas miran para no ver nada. Es cuestión de tacto.

    Duro, moldeable, con su piel tatuada de líneas concéntricas. Denso, poroso, coherente consigo mismo. Pinchado, rasgado, herido, curable, incurable, amante del contacto físico. Acariciado, cicatrizado, con el equilibrio sobre una mota de polvo. Solitario sin agujas.

    Se viene conmigo como un pequeño bulto. Se apaga la luz y emprendo mi viaje desde el fondo del pasillo. Protesta tras su puerta, desde las sábanas. Cree el ladrón que estoy robando. Me amenaza pero ahora ya no tengo porqué tenerle miedo. Otros enloquecen sus manivelas, quieren irse conmigo. La penitencia les recuerda no haber estado a mi lado.

    Más allá de calle abajo, tras la puerta del frío, cuando me dejan a solas y acompañado, lo miro sin poder mirarlo. Conserva una gota de su sangre entre las mías

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